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dispuso con cuidado entre los espacios que dejaban todos los dedos de la mano izquierda. Se volvió hacia el barril, tomó la venencia, asentó la postura, volvió a cerrar los ojos y, sin mirar de nuevo el esquive y con una velocidad pasmosa, sacaba y metía la venencia pasándosela ahora por detrás de la nuca en un espectacular alarde técnico, vertiendo nuevamente el fino en el ramillete de bocas de cristal. No derramaba ni una gota en el tránsito del chorro de una a otra. Una recogida seca y soberbia de la venencia acabó con el caño que llenaba el último catavinos, a la par que se abrían los ojos inalterables de Ricardo. Vidas de solercia tenían que ser ocupadas por alguien que aspirase a realizar algo parecido a lo que había hecho. Con la venencia descansada al costado derecho, presentó a los invitados el rebosante ramo de reflejos dorados: le respondieron con una cerrada ovación. Cayetano, muy solícito, le quitaba uno a uno los catavinos. Con la izquierda ya libre, se la quebró por detrás de la espalda, y la derecha mostró la venencia a modo de saludo a quienes seguían aplaudiéndole. —Ahora te toca a ti —le dijo a Cayetano entre ovaciones. El chaval comenzó a empujar la mesilla y a repartir el fino con sumo cuidado. Los invitados, agradecidos, le lanzaban sonrisas de cortesía, las cuales, falsas o no, las interpretaba como algo bueno a su faena tocada en suerte. El término de la actuación de Ricardo fue la señal para que también los demás camareros empezaran a zigzaguear entre los asistentes con bandejas llenas de generosos y otras repletas de canapés que se esfumaban ligeros. La música seguía alegre, y otro venenciador relevó a Ricardo, quien se escamoteaba con el maletín por entre el público. El pequeño Cayetano hizo un alto en su labor y observó pensativo cómo la estampa de Ricardo se alejaba. A su corta edad supo que aquel hombre era alguien muy especial; parecía no ser de este mundo. Y si lo era, hacía cosas que solo las podían realizar aquellos tocados por la gracia de los dioses. Un portón del tentadero se abrió, y cuatro majestuosos caballos de pura raza española salieron a la absorbente arena del albero. Sobre las cabalgaduras marchaban altivos sus respectivos jinetes, vestidos de corto, de camisa blanca, con chaquetilla y pantalones de elegante azabache, fajín rojo, y ataviados con unos zahones de lucido cuero ne-

KATESI

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