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preparados para ser servidos. Cayetano era transportado por la luminiscencia del atavío de Ricardo cuyos chispeantes reflejos alumbraban el singular sendero. Se sentía altivo, orgulloso, flotante, y disfrutaba siendo acaparador de algunas miradas furtivas colmadas de la envidia de quienes hasta hace unos días o minutos le habían cosido a collejas o a tortazos. De forma más discreta y, camuflados entre el servicio, estaban los padres de Cayetano emocionados al ver a su pequeño en puesto de tanta responsabilidad. Se sentían orgullosos de que Ricardo hubiera recabado en él para llevar a cabo su puesta en escena, de verlo caminar junto a su imponente figura. Pero era una alegría contenida, puesto que la imagen de un Cayetano pifiándola, como de costumbre, se les venía también a la cabeza. Lo cierto es que el travieso infante iba respetable cabalgando sobre una nube, fustigándola de alegrías e ilusiones. Un barril perfectamente encajado en el potro, y una mesilla con ruedas cubierta con un mantel blanco sobre el cual se encontraban varios catavinos, pusieron final al recorrido. Ante ellos se detuvieron Ricardo y Cayetano, saludando a los expectantes invitados descubriéndose y volviéndose a cubrir. Ricardo se fue hacia el borde de la fuente. En la piedra depositó el maletín y, con mucha concentración, sacó con mimo una fantástica venencia con el cubilete de oro y gancho del mismo metal, en los que se apreciaban unos extraños grabados, unidos los dos por una varilla muy flexible hecha de barbas de ballena. Una formidable venencia que cautivó los ojos de los convidados y, muy especialmente, los de su joven ayudante. Se fue inexpresivo hacia el barril. Se puso paralelo a él, a la izquierda, ligeramente adelantado y con los pies juntos. Le tomó la distancia, se afianzó en ella, extendió la mano izquierda solicitando un catavinos y Cayetano cogió uno de la mesilla y se lo introdujo por el tallo entre los dedos índice y corazón. Preparado con la venencia y el catavinos, con la derecha, metió el cubilete por el esquive del barril sin rozarlo, lo llenó de fino y de igual manera lo sacó. Reajustó la posición de los dedos que sujetaban la venencia. Inspiró profundamente, cerró los ojos y, casi a la vez, con un gesto rápido, llevó la venencia y el catavinos a media altura de su cuerpo. En ese punto, y sin rozarse el cubilete con el catavinos, aquel comenzó a verter el fino en este. El

KATESI

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