Horizonte de sucesos

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Luis Pita Moreno

Horizonte de sucesos





La misi贸n del hombre en la tierra es recordar Alfred Perl茅s



Índice

Una cascada de buenas ideas

11

La vocecita interior

29

Belleza kármica

39

Cumple tu deseo

51

El lado izquierdo de las cosas

77

Amelia en silencio

83

La fuente de los signos de interrogación

91

Horizonte de sucesos

103

Créditos

138

Contraportada

140

Autor

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Una cascada de buenas ideas

Mortimer era un joven escritor que vivía en una buhardilla del centro. A Mortimer las mejores ideas se le ocurrían en la ducha. Se diría que los cimientos de su obra literaria se encontraban firmemente asentados sobre su antiguo y desportillado plato de ducha, que ocupaba casi la mitad de su mínimo cuarto de baño sin ventanas. Era evidente que Mortimer esto no lo había sabido siempre porque, de haberlo descubierto antes, los últimos años se habría duchado mucho más, haciendo así su obra más prolífica, pero es que, como todos los hallazgos dignos de mención —en literatura al menos—, esta especie de fuente de inspiración fue un descubrimiento casual e inesperado y, desde que lo había verificado, lo reservaba como plato fuerte de su jornada creativa de cada día. En un momento dado, normalmente a media mañana, se levantaba del ordenador y se encaminaba al baño. Allí se daba una ducha de quince minutos de la que, con total seguridad, saldría con la solución para la continuación del cuento o el artículo que estuviera escribiendo en ese momento. Gracias a estas prolíficas duchas —y las posteriores horas invertidas en redactar todo lo que de ellas salía—, Mortimer pronto se transformó en uno de esos escritores jóvenes de mediano prestigio, lo que significaba subir un escalón más arriba en todos los sentidos, incluido el económico. Así Mortimer consideró que había llegado el momento de cumplir uno de sus sueños, el que más deseaba: Tener una casa más amplia, mejor ventilada, con grandes ventanales por los que entrara mucha luz y, por supuesto, con una gran ducha donde poder 11


pasar las horas muertas con su nueva adquisición: una grabadora magnetofónica sumergible, que había comprado por eBay a un ictiólogo coreano, gracias a la cual podría dictar incluso debajo el agua. Durante aquél verano el prolífico Mortimer, buscó un piso decente en los alrededores de su buhardilla actual, porque no quería alejarse demasiado del centro, hasta que por fin, en un Madrid vacío por las vacaciones, encontró la que creía la casa de sus sueños: Un ático precioso en la planta diecinueve de un edificio modernísimo, al lado de la Plaza de España, con una amplia terraza desde la que dominaba los tejados de su vetusto barrio. El ático estaba equipado con todos los adelantos domóticos y, lo más importante, dotado de una ducha soberbia que caía directamente sobre el suelo ocupando toda la pared del fondo del espacioso cuarto de baño, con infinidad de chorros que salían de las paredes cubiertas de baldosas color ocre dorado, todo esto frente a un ventanal que daba sobre el cielo de poniente que en ese momento atardecía. Al verla Mortimer palideció. Esta ducha superaba con creces la ducha de sus sueños. Allí mismo, en el portal —después de haber pasado por un cajero automático—, Mortimer dio parte de la fianza a la chica de la agencia inmobiliaria, para asegurarse que el ático sería suyo y regresó a su vieja buhardilla feliz pero a la vez cavilando en todo lo que debía de hacer a partir de este momento, ahora que ya era seguro el cambio de casa. Así, calculó que tenía que estar al menos dos semanas terminando de redactar el importante encargo que tenía entre manos, antes de empezar a planificar la mudanza, además de escribir algunas cosas de su obra personal, que tenía archivadas de momento sólo en la cabeza, y que no quería que se le escaparan o se perdieran en unas notas en una libreta que luego, en realidad, casi nunca revisaba y es que Mortimer, al menos en eso, era un tipo muy realista y sabía que embarcarse en 12


un cambio de casa significaría estar un mes sin poder hacer prácticamente nada creativo. Unos días después firmó el contrato de alquiler del ático y pagó el primer mes de alquiler y se olvidó de momento de la nueva casa. Se encerró a escribir en la buhardilla, ducha va, ducha viene, hasta que el artículo que tenía apalabrado quedó entregado al editor de la revista y, tras cumplir con todas sus previsiones literarias personales, Mortimer empezó a recoger la que había sido su casa los últimos ocho años, a hacer cajas y también a tirar cosas, recordando, eso sí, los viejos buenos tiempos cada vez que salían papelitos entre las páginas de los libros o del fondo de los cajones: Posavasos escritos en tiempos inmemoriales, listas de libros pendientes de leer, fotos de antiguas novias o recortes de prensa amarillentos de oscuras revistas literarias donde se citaba alguno de sus primeros libros, recortes que nadie, excepto su madre y él, había leído. Cosas atesoradas a lo largo de eones de tiempo, que incluso habían tenido un valor sobrenatural para él, fueron a la basura. ¡Recuerdos a olvidar!, dijo Mortimer en voz alta y, entusiasmado ante la progresiva desaparición de vestigios de su pasado, subió un poco más el volumen de la radio, pensando que quizás ese sería un buen título para otro libro de relatos. La mudanza fue mucho más rápida y agradable de lo previsto no sólo porque en el proceso había enviado la mitad de su vida pasada a la basura, sino también porque la nueva casa tenía ascensor. El día que por fin tomó posesión del ático lo primero que hizo fue acomodar un poco el dormitorio. Puso unas sábanas limpias a la cama y sobre la mesita una lámpara cualquiera, enchufada y con bombilla, para que por la noche no le diera pereza irse a dormir, después, sorteando las pilas de cajas en el pasillo, fue a la sala con determinación, a instalar su rincón de trabajo, poniendo su silla, la mesa y el ordenador, con todas sus conexiones —sin descansar un minuto hasta que lo dejó 13


funcionando— en el lugar escogido. A su espalda, al lado de donde irían la nuevas estanterías, su vieja butaca para los descansos y a su lado la mesita de café con la misma destartalada lamparita art decó, con pie de bronce ondulante, heredada de una tía lejana, reconstruyendo en gran parte la apariencia de su anterior espacio de trabajo. Sacó de una caja una botella de ron y su vasito de cristal tallado ritual, que al posarlo sobre la vieja mesita de siempre y a la luz del nuevo apartamento, destelló, orgulloso, como una reliquia antigua en un museo recién inaugurado. Sólo entonces y para iniciar su particular ceremonia de bienvenida, después de bajar las luces de la sala y buscar en una de las cajas su nueva grabadora sumergible, se dirigió con ella bajo el brazo hasta el cuarto de baño de sus sueños. Mortimer encendió las luces y en ese instante pareció como si esta ducha única, incomparable, se materializara de la nada y aquello con lo que había estado soñando surgiera de la oscuridad al encender el interruptor. Cuando por fin se recuperó de esa primera impresión, entró en el baño, abrió el gran ventanal que daba a la terraza y se desnudó lentamente, mirando encandilado la ciudad desplegada a sus pies como una trama luminosa. Mortimer se sintió pleno en ese instante e, inspirando profundamente, accionó los mandos del agua para poner en funcionamiento por primera vez la ducha de sus sueños. El agua salía con precisión milimétrica, la temperatura estable, los diversos chorros le masajeaban aquí y allá mientras el espejo que ocupaba toda la pared del fondo de la ducha reflejaba su cuerpo, joven y atlético, sin empañarse apenas gracias a la brisa nocturna que llegaba desde el ventanal. Todo era perfecto. Perfecto. Al cabo de un rato de estar bajo el agua Mortimer se quedó quieto un instante. Un momento. Algo extraño estaba pasando. Ya llevaba un buen rato duchándose, se había enjabonado 14


el pelo y se estaba frotando el gel por el cuerpo, pero no estaba pasando nada. Todavía no le había venido ni una sola idea. Durante la última ducha que había tomado en la buhardilla, ya con el ordenador embalado, había surgido un buen inicio para un relato —sobre mudanzas y cambios de casa, una especie de trama circular sobre la inutilidad del movimiento—, que había pergeñado en una de las libretas que había traído en sus bolsillos. Su ilusión era haber encontrado esta misma noche una solución para esa historia y así estrenar, también literariamente, su nueva casa. Y ahora esto. No lo podía entender. Bueno. Me quedo un rato más, pensó. Quizás es que extraño el sitio —e intentó recordar si alguna vez se le había ocurrido alguna buena idea en alguna ducha ajena, y creía que sí, quizás en un hotel o en casa de su novia, pero no pondría la mano en el fuego por su memoria en un asunto como ese—, mientras volvía a enjabonarse y a quitarse el jabón por segunda vez. Así Mortimer siguió un buen rato más bajo el agua caliente, impertérrito, hasta que pensó que tenía que hacer algo. Entonces cogió la maquinilla de afeitar del lavabo y empezó a afeitarse bajo el agua mientras tarareaba una canción, haciéndose el despistado, a ver si así, disimulando, alguna idea aparecía súbitamente, pero seguía sin pasar nada, de manera que, casi cuarenta minutos después —con la piel arrugada y un poco mareado por el vaho acumulado a pesar de tener todas las ventanas abiertas de par en par— Mortimer, perplejo, apagó la ducha y se secó, salió del baño, se puso su ropa de estar en casa y se dejó caer derrotado en el sofá, con la mente en blanco. A la mañana siguiente Mortimer se despertó cansado y se puso de mal humor nada más recordar que no había escrito una sola línea desde que había empezado la mudanza y ahora, que tenía a su alcance todas las comodidades, algo ajeno —y extraño, porque no podía controlarlo—, se estaba interponiendo entre su nuevo acierto literario y él. No se le ocurría ni una sola idea. 15


Lo primero que hizo después de desayunar fue meterse en la ducha, otra vez. El agua corría gratamente por todo su cuerpo y consiguió sentirse un poco más aliviado, como siempre que se toma una ducha matutina a la temperatura ideal, sin embargo eso no quería decir que Mortimer estuviera relajado porque el pertinaz silencio al otro lado de su cabeza continuaba y eso lo mantenía tenso y vigilante. La sensación de ausencia de ideas, de vacío, era tan poderosa que por un momento le pareció que el agua al caer sobre su cabeza hacía el sonido de chocar contra algo hueco, como sobre una calabaza o un tejado de zinc, pero desechó inmediatamente la idea de que eso pudiera ser una buena idea para un relato. Se vistió y salió a la calle. Tras una larga caminata de más de dos horas, que no le aportó ninguna idea, volvió a casa cansado, sediento y con ganas de darse una ducha. El agua corría otra vez por su cara, por su espalda, mientras miraba por el ventanal los tejados de Madrid que no le trasmitían nada; el cielo, que tampoco. Se enjabonó los pies pero esto tampoco le proporcionó ninguna idea. Ya no se trataba ni siquiera de resolver el cuento ese que estaba a medias, se trataba de que apareciera cualquier idea que le ayudara a salir de ese callejón y tirar por otro lado, pero es que no se le ocurría ni siquiera qué hacer con su tiempo libre, que era mucho más del previsto inicialmente porque, por lo visto, tampoco esta tarde iba a sentarse a escribir. Lo cierto es que la inquietud no le impidió dormir esa noche, sin embargo al despertarse y abrir los ojos por tercer día consecutivo en la casa de sus sueños, equipada con la ducha de sus sueños, y comprobar que su cabeza seguía en blanco, lo llenó otra vez de negros presagios, tan negros, tan negros, que ni siquiera le habrían servido para escribir un microrrelato. Mortimer estuvo toda la mañana abriendo cajas de la mudanza y después de montar sus nuevas estanterías, estuvo colocando libros y carpetas, pero se sintió cansado y se tumbó a fumar 16


un cigarrillo mientras escuchaba las noticias de las doce en la radio. Se levantó del sofá a las tres de la tarde con hambre. Se había quedado dormido. Será el cansancio de la mudanza, empezó a pensar, quizás por eso tengo la sensación de que se me han acabado las ideas, estaré bajo de defensas, a lo mejor me he pillado algún virus. Estoy débil, está claro, y me he dado tantas duchas... pero de pronto algo ocurrió y, pegando un respingo del sofá, se dio cuenta ¡Qué coño! ¡Todo esto es por culpa de la nueva ducha! Es la ducha lo que no funciona. En mi otra casa cada día era un permanente fluir de ideas. Un verdadero torrente. El agua no tenía casi presión, sí, la temperatura no era nunca perfecta, también, varias baldosas estaban rotas y además el baño ni siquiera tenía ventanas, pero esa era su ducha y esa —y solo esa— era la fuente de la que habían manado todas sus ideas. Afortunadamente todavía no había borrado de la memoria del teléfono el número de su anterior casero. ¡Se conocían desde hacía tantísimos años! Le llamó al instante e intentó hacerle entender que tenía que volver a entrar en su buhardilla. El casero le dijo que por él no habría ningún problema, si le hubiera llamado ayer, claro, porque ya se la había alquilado a unos ucranianos, que se habían instalado hoy mismo. Sobresaltado por este imprevisto Mortimer le preguntó por cuánto tiempo les había alquilado su piso. Cinco años fue la respuesta. Mortimer se dio un golpe en la frente. —¡Cinco años! ¡No podía esperar tanto!—. El casero le preguntó que qué pasaba, si se había olvidado algo allí o qué y como a Mortimer no se le ocurría nada que decirle le contestó que bueno, que sí, que no, que en realidad lo que quería era hacer unas fotos de la buhardilla. Más concretamente del cuarto de baño. El casero pensó que esto le confirmaba que su antiguo inquilino, el escritor, tal como pensaba él desde hacía años, estaba completamente loco, y le dijo que, bueno, que hablaría con los ucranianos. Que 17


le volviera a llamar al día siguiente, a ver si había conseguido entenderse con ellos. El casero llegó con cara de pocos amigos y con media hora de retraso, sin embargo ahí encontró a Mortimer —esperando frente al portal de su anterior vivienda, con una sonrisa de oreja a oreja y una cámara de fotos imponente, que le habían prestado, colgando del cuello—, muy dispuesto a no sabía qué. Dada la situación, la visita a la buhardilla no sirvió para nada. Los ucranianos no hablaban ni papa de castellano y además desconfiaron al ver a un extraño entrar en su casa con una cámara de fotos enorme. Quizás dentro de unos meses, cuando ellos dominaran un poco más el idioma, pensó Mortimer, podría llegar a un acuerdo con ellos, no sé, pagarles por venir a ducharme aquí un par de veces a la semana. De todas maneras había que esperar. Delante de su casero no habría podido decirles esto. Pensaría que estoy loco, pensó —en un alarde de intuición fuera de lo común— el sagaz Mortimer. De momento los ucranianos ya le habían conocido y parecía que habían entendido que él era el anterior inquilino. Eso al menos facilitaría las cosas en el futuro porque lo que es él no los recordaría, de eso estaba seguro, porque a Mortimer todos los ucranianos le parecían iguales. Todo esto cavilaba mientras miraba, impotente y con cara de nostalgia, apoyado en el marco de la puerta su mínimo baño sin ventanas, el plato de ducha desportillado, el lavamanos un poco torcido, las baldosas roñosas y la pintura descascarillada del techo con la misma devoción de quién contempla por primera vez la Capilla Sixtina. Cuando ya no pudo permanecer por más tiempo con cara de idiota mirando el baño desde la puerta, —con un par de ucranianos mal encarados y su casero mirando también hacia adentro, por encima de su hombro, como si allí hubiese algo interesante que ellos no acertaban a descubrir—, dijo que iba a hacer las fotos, puesto que la excusa había sido esa, hacer 18


unas fotos. Y eso hizo, unas tristes fotos que de nada le iban a servir, más que para sufrir otro poco más contemplando las imágenes fijas del paisaje donde se encontraba atrapada su inspiración perdida. Mortimer volvió a su ultramoderno y desangelado apartamento abatido por el fracaso y se metió en la ducha por enésima vez. Como tenía tanto espacio trajo una silla de plástico de la terraza y sentó bajo el chorro de agua, con el magnetófono sumergible a mano, otra vez esperando un milagro. Llevaba media hora bajo el agua repasando todo lo que había ocurrido en los tres últimos días cuando le pareció percibir un destello, algo que lucía débilmente en algún lugar lejano de su mente, y que no era exactamente una inspiración literaria pero sí algo que tal vez podría solucionar su problema de creatividad. Salió de la ducha a toda prisa y, secándose, encendió el ordenador, sacó de la cámara de fotos la tarjeta de memoria y la introdujo en la ranura. Al instante le apareció la ventana de descarga y para no perder tiempo arrastró directamente al escritorio todas las fotos que había hecho al cuarto de baño. Mientras se descargaban se preparó un café y, nervioso, se sentó a verlas. Habían quedado muy bien y, como hacerlas había sido la excusa para entrar en su buhardilla, había sido concienzudo haciendo el numerito de fotógrafo profesional delante de los ucranianos con la impresionante cámara que le habían prestado, de manera que había disparado más de treinta fotos en el baño. Todos los ángulos y rincones, con muchos detalles de todo el interior. Y habían quedado muy bien. ¿Quién me podría ayudar con esto?, se preguntaba Mortimer, mientras seguía mirando las fotos, adelante, atrás, adelante, atrás, dándole vueltas a la cabeza, con bastante dificultad, todo hay que decirlo, hasta que de pronto se acordó de un viejo conocido que trabajaba en un teatro. Mortimer saltó sobre el teclado del ordenador y le escribió un mail rápido, de los de hola! cómo 19


va todo?, me gustaría hablarte de un proyecto. Mortimer creyó haber dado en el clavo, y satisfecho se puso a calibrar con qué dificultades tendría que enfrentarse, el tiempo que se tardaría y lo que costaría. Sobre todo lo que costaría. Salió a la terraza y se puso a estudiar todas las posibilidades intentando cuajar al menos una idea en su torpe cabezota. Cuando, tres días después, recibió por mail los presupuestos de los tres escenógrafos que le había recomendado su amigo del teatro, casi se desmaya. Le pedían lo que él facturaba en seis meses de un buen año, pero eso no lo desanimó y valorando entre dos de los presupuestos razonables, porque el tercero era un verdadero disparate, se puso a hacer gestiones aquí y allá, con tanta convicción que en menos de una semana, inexplicablemente, consiguió reunir la pasta necesaria. Pasarían tres larguísimas semanas en las que, en vista de que no había nada que hacer más que esperar, Mortimer se dedicó a instalar lámparas, colgar cuadros en las paredes y atornillar decenas de cosas nuevas con llaves Allen de diversos tamaños, hasta que su casa quedó perfecta. Tan relajado como si estuviera de vacaciones, muchos días ni siquiera se duchó. El resto del tiempo lo pasó leyendo, dando paseos por la ciudad y, básicamente, perdiendo el tiempo. Se veía a sí mismo como en un sueño, intentando avanzar hundido hasta las rodillas en un puré de lentejas cada vez más espeso y, en el lentísimo transcurrir de los días, acompañado por una incómoda sensación de eternidad, que se acentuaba por una inusual ola de calor de final de verano que incitaba a la inmovilidad. Inmovilidad tan sólo interrumpida por unas, cada vez más emocionantes, visitas al taller de escenografía, alejado varios kilómetros al sur, en las afueras de la ciudad, para seguir de cerca el proceso de construcción, ejerciendo de típico cliente maniático, corrigiendo el trabajo antes de estar terminado, haciendo fotos a todo, dando la lata por teléfono. 20


El pobre Mortimer esos días estuvo muy pesado. En la nave industrial del extrarradio donde estaba el taller de escenografía su encargo había quedado perfecto, pero cuando llegó a su casa, desmontado, era otra vez irreconocible. Apenas seis grandes paneles, de distintos tamaños, con baldosas blancas ya instaladas que los operarios fueron acumulando en el rincón escogido en la terraza. Luego los sanitarios, idénticos a los suyos, conseguidos tras pesquisas dignas de un detective, en vertederos y desguaces ya que, extrañamente, no existe ningún interés entre los anticuarios españoles por los retretes viejos, ni por los platos de ducha desportillados. Estos, además de ser originales, habían sido retocados, maquillados, para tener exactamente la misma grieta y su óxido correspondiente. Cicatrices donde se había acumulado la roña, como en la dentadura de un vagabundo. Tres horas después, los montadores de la empresa de escenografía habían completado el trabajo de instalación. A simple vista lo que tenía ahora Mortimer en su terraza no era más que un sólido cajón de madera impermeabilizada, de uno y medio de ancho, dos de largo y dos ochenta de alto, cerrado por todas sus caras, con una puerta para acceder a su interior. Todo esto montado sobre una rudimentaria plataforma de bloques de hormigón que, a modo de patas, la separaba unos cuarenta centímetros del suelo, el espacio necesario para que salieran con cierta inclinación las tuberías de desagüe. Para entonces el fontanero ya había llegado y se dispuso a conectar el sistema de drenaje a la red hídrica principal del edificio. Cuando terminó de ajustar todos los sanitarios, y por fin pudo probar los distintos aparatos, todos se felicitaron porque la instalación funcionaba como lo que era: Un baño completo. Un baño de verdad. Su viejo baño. Cuando todos los obreros se marcharon, y Mortimer se quedó solo, estaba anocheciendo. Se dirigió a la terraza donde des21


cansaba la gran caja de madera y abriendo su puerta, encendió la luz del interior en el interruptor medio roto y entró. Cerrar la puerta del baño tras de sí y verse otra vez en su minúsculo baño de la calle de La Palma fue un shock muy fuerte, superior a lo que esperaba. Mortimer se sentó en la tapa del retrete y desde allí, estirando apenas el brazo, alcanzó el grifo del lavabo y lo abrió. Salía agua. Agua fresca. Estuvieron a punto de saltársele las lágrimas, pero se contuvo. Todo estaba igual. Solamente variaba el olor, porque con la puerta cerrada todavía flotaban en el aire resquicios difusos de pegamento, madera cortada recientemente, pintura y ese olor acre, siempre extraño, de la fontanería recién hecha. Pero todo eso daba igual porque aquí estaba la ducha. La verdadera ducha de sus sueños, la de su inspiración. Mortimer, recorriéndola con la vista, observaba con intensidad cada uno de los detalles. La alcachofa de la ducha, mugrienta, la jabonera de porcelana sucia de restos de jabón, el plato desportillado y el ojo del sumidero de acero inoxidable —inexplicablemente oxidado—, mientras acariciaba su vieja cortina de plástico con dibujos geométricos y un poco de moho ornando la parte de abajo. Pero como quería que todo fuera como en sus sueños, y que todo estuviera en armonía, Mortimer prefirió postergar el momento que llevaba esperando más de dos meses para que todo fuera perfecto. Se levantó y —dejando la puerta abierta para que el interior se ventilara— salió del baño y fue hasta el salón. Allí encendió una barrita de incienso, la puso sobre un soporte y volvió a la terraza con ella. La colocó cuidadosamente en el suelo del nuevo baño y cerró la puerta. Después se puso a recoger los restos de la obra, primero la terraza y luego el resto de la casa que, con tanto trajín de obrero para arriba, obrero para abajo, se la habían dejado patas arriba. El día despertó muy temprano y, como Mortimer, alegre y confiado, con un cielo azul sembrado de nubecillas blancas 22


y una brisa casi marítima sobrevolando el ático madrileño. Este iba a ser el día. Un día perfecto. —A perfect day. Oh! Just a perfect day…— Y Mortimer, tarareando bastante mal, fue hasta el ordenador, —I’m glad… spending with you, dara dará raaá—, y se puso a abrir las carpetas de sus archivos musicales, hasta que por los altavoces de la sala empezaron a sonar los primeros acordes de un piano, muy suave, con el comienza la canción de Lou. Mortimer empezó a prepararse el desayuno, sin dejar de cantar por encima de la canción —You just keep me hanging ooon...— mientras contemplaba, emocionado, el imponente cubo de madera que presidía su terraza.

Un año después de aquél día perfecto, Mortimer, cuya prometedora carrera literaria había dado lo que podríamos llamar un salto cualitativo, se tomó unos minutos de descanso en su jornada nocturna como corrector de edición en una oscura revista de programación de televisión —de esas que uno pensaba que ya no existían, pero que siguen estando cada semana en los kioscos—. Esa noche tocaba otro de esos cierres de edición agotadores con muchas erratas y cambios de última hora. Pálido y sin afeitar, con los ojos enrojecidos de corregir en la pantalla las columnas de programación de los distintos canales de televisión para el próximo número, Mortimer se levantó de su mesa y después de recorrer los pasillos desiertos del edificio del grupo editorial —a esas horas sólo trabajaban los últimos monos de cada sección—, salió a la calle a fumar. Ya eran las cuatro de la mañana. Dando un paseo se acercó a la tienda 24 Horas de la esquina a ver si ya había llegado el periódico de mañana, porque los viernes salía el suplemento de libros. La tienda nocturna estaba llena de ruidosos jovenzuelos que seguían de fiesta todavía a esas horas. Mortimer no pudo evitar 23


sentirse mayor al verlos tan alegres y despreocupados. Efectivamente, el diario ya había llegado. Ahí mismo abrió el suplemento de libros y empezó a hojearlo con la sorna habitual. Ya habían fallado el Premio Herralde de Novela ¡Ja! Seguro que da la casualidad de que se lo han dado a un autor de la editorial. Aunque leyendo por encima parecía que no. El ruido del interior de la tienda iba en aumento porque acababa de entrar otra pandilla, así es que Mortimer pagó el periódico y salió a calle para poder seguir leyendo con tranquilidad y allí mismo, en la acera, a la luz cegadora de los focos de la tienda, terminó de leer la noticia. El autor era completamente novel y, sorprendentemente, no era español, ni siquiera latinoamericano. El ganador del Premio Herralde de Novela de este año era un escritor ucraniano. La novela, escrita en un excelente castellano, se titulaba Una cascada de buenas ideas y eran las tribulaciones de un emigrante del Este de Europa al llegar a una España que se tambalea económicamente, al borde de un mundo a punto de caducar, y estaba escrita —a decir del periodista que había redactado la nota— en un lenguaje directo e irónico, al límite de la hilaridad. El jurado destacó que la brillantez de la novela ganadora radica en la sabia combinación de humor negro español —que el autor, Vldymr Krdczyk, encuentra a su llegada a la Península Ibérica como emigrante ilegal—, fusionado con su vocación de cronista juglaresco, sarcástico y mordaz, tan habitual de la literatura eslava. La novela comienza con un emigrante ucraniano hambriento y pobre como una rata, intentando cruzar a pie la aduana de Portbou, para entrar en España desde Francia y que, tras una serie de aventuras y penalidades dignas de un moderno Tristram Shandy, termina, premonitoriamente, con el protagonista —literatura dentro de la literatura— ganando un célebre premio literario en Barcelona. Apenas dos años atrás Vldymr, licenciado en literatura española y vinculado a grupos de tea24


tro universitario en su Kiev natal, se encontraba sobreviviendo gracias a trabajillos miserables cuando la crisis en los países ex soviéticos lo trajo a España, donde trabajó de maletero en la estación de Barcelona, descargador en el mercado central de Valencia y, ya en Madrid, ejerció de pocero, escayolista y albañil cuando comenzó a escribir compulsivamente, a mano, en sus ratos libres y en humildes cuadernos escolares que compraba en una papelería de la madrileña calle Hortaleza, esta inteligente farsa sobre los contornos de Europa. La novela, terminaba diciendo el jurado, traza con seguridad una línea que va de un extremo y otro del continente europeo retratando, con la fineza de un miniaturista, los vicios y maneras de la decadencia en las dos fronteras extremas, al este y al oeste de Europa occidental. Y todo esto escrito desde las cuatro paredes de una pequeña buhardilla del centro de Madrid que compartía con otros tres compatriotas. La foto del autor que acompañaba a la noticia era extraña. En ella Vldymr, un treintañero de rostro alargado y escasos rizos rubios en lo alto de la cabeza, sonreía abiertamente. A Mortimer le llamó la atención que, en la foto, el autor estuviera delante de un fondo de baldosas blancas, pero no de unas baldosas cualquiera. Eran las baldosas de un cuarto de baño. De hecho, si te fijabas un poco más, se veía claramente que el tipo —posando con los brazos cruzados, satisfecho—, estaba dentro de una ducha. Curiosa imagen para un autor que gana un premio tan importante con una novela que se titula Una cascada de buenas ideas. Pero había algo más que a Mortimer le impedía separase de esa imagen y aún no sabía qué era. Hasta que se dio cuenta de que esa ducha era una ducha que le resultaba tremendamente familiar. Mucho. Acercó todavía más la nariz al periódico, hasta casi pegarla a la foto. ¡Joder!, exclamó, justo antes de que una lágrima empezara a nublar su vista, ¡La ducha de la foto era su 25


ducha! Su vieja ducha. Ese manantial inagotable de palabras, que había sido fuente de su inspiración. Un millón de recuerdos pasaron entonces de golpe y a la vez por su cabeza. Sus primeros cuentos, el descubrimiento de la magia de darse una ducha cuando tenía un bloqueo, la subsiguiente prosperidad literaria y económica, su mudanza al ático, su posterior perplejidad ante el descubrimiento de que las cualidades inspiradoras eran patrimonio exclusivo de esa ducha, que ahora se había convertido en una cascada de buenas ideas para el ucraniano. Mortimer cerró el periódico bruscamente, miró la hora y pensó que debía volver a la revista. Llevaba una eternidad ahí, de pie en la acera, en la puerta de la tienda. Se secó esa estúpida lágrima, que todavía le empañaba la vista, de un manotazo y encendió otro cigarrillo. Dio un paso, después otro y así, lentamente, comenzó a caminar. Estaba bien. Podía caminar. Sí. Todo iba bien. Iba al trabajo. Tenía un trabajo, estaba sano y todavía esperaba grandes cosas de la vida, aunque ya no era un iluso y eso le hizo sonreír con un poquito de amargura. Entonces pensó en el escritor ucraniano recibiendo el cheque millonario del Premio Herralde en la ceremonia de entrega, que tendría lugar dentro de una semana. ¿En qué crees que pensará una mente ucraniana como la de Vldymr en ese momento? —Mortimer sonrió malévolamente— En muchas cosas a la vez. Imagínate. ¡Es muchísimo dinero! Pero, seguro que lo primero que pensó al recibir la noticia, como haría cualquier otro en su situación, ucraniano o no, era que con ese dinero podría alquilar un apartamento para él solo, uno muy luminoso, con muchas ventanas y, por supuesto, con una ducha espectacular. La ducha de sus sueños. A Mortimer esta idea le hizo mucha gracia. ¡La ducha de sus sueños! ¡Otro idiota como yo!, pensó irónicamente, y tuvo que reconocer que el, más que probable, efímero paso del ucrania26


no por la literatura española le consoló un poco. Sería como una estrella fugaz. Aunque unos pocos pasos más adelante Mortimer empezó a sentirse como un miserable, como un canalla. Cuando por fin llegó al portal del edificio de oficinas ya se veía a sí mismo como un tipo ruin y mezquino, y eso no era nada bueno para su ánimo, porque estos últimos días estaba muy sensible. Mucho. Mortimer entró en el edificio de la editorial, recorrió otra vez los pasillos desiertos hasta que entró en la oficina de la revista de televisión. Sorteando las filas de escritorios vacíos que esta noche le parecía se extendían hasta el infinito —como en aquella película de Jack Lemmon, pensó—, Mortimer llegó hasta su mesa. Su cubículo. Su pequeña madriguera de último mono de la redacción y se sentó ante el ordenador. Cuando la pantalla se iluminó fue cerrando, una a una, mecánicamente, todas las ventanas que tenía abiertas y abrió un documento de texto nuevo. El cursor en lo alto de la página en blanco parpadeaba al ritmo de los latidos de su corazón, como siempre cuando se disponía a empezar una narración. Mortimer acercó muy despacio ambas manos al teclado y, después de dudar un momento, muy lentamente, comenzó a escribir: Estimado Vldymr Krdczyk:

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La Vocecita Interior

Jeopardi era un tiburón, o eso creía él, para los negocios. Su vida estaba marcada por un constante ir hacia adelante sin importarle demasiado donde ponía sus pies ni si, tras su paso, tardaría mucho tiempo en volver a crecer la hierba donde él había pisado. Como todos nosotros Jeopardi tenía una vocecita interior, sólo que él nunca le hacía caso. Se diría que incluso se asustaba un poco cuando la escuchaba porque creía que se trataba de la manifestación inequívoca de una cierta —lejana, pero aterradoramente familiar— tendencia hereditaria a la locura, de manera que pensaba que lo mejor para tenerla controlada era ignorarla, hacer como si no existiera. Así su vocecita interior estaba relegada auditivamente al mismo grupo de sonidos al que pertenecían los dispositivos de su potente coche alemán que, de repente, empezaba a hablarle o a hacerle señales acústicas, que él, al cabo de un rato de ignorarlas, las desconectaba porque le impedían oír la radio. Y si Jeopardi obviaba displicentemente las señales exteriores, imagínense cuando se trataba de escuchar las interiores. Es muy probable incluso que, si Jeopardi no escuchaba jamás su voz interior, tampoco escuchara la enunciación de sus pensamientos naturales, por tanto, y según los últimas teorías de electroneurología, del hecho de que él no participara conscientemente en el complejo proceso de desarrollar ideas propias, se podría colegir que Jeopardi, en realidad, no pensaba. Casi nunca. Por eso cuando aquella mañana Jeopardi levantó la voz un par de veces lo hizo desoyendo, como siempre, su vocecita interior. Además lo remató permitiéndose un comentario poco afor29


tunado sobre el comportamiento de algunas mujeres. Craso error teniendo en cuenta que se encontraba encerrado en un despacho con tres mujeres hostiles a su postura en un litigio prejudicial. Y lo cierto es que estar citado a un Acto de Conciliación, aún a pesar del nombre, nunca es agradable porque te tienes que encontrar frente a frente con alguien que odias o que te odia. Jeopardi llevaba muchos meses ignorando no solo a su vocecita, cada vez más machacona, sino también desoyendo a las pocas personas que le apreciaban. Desde hacía un año Jeopardi se encontraba en un estado próximo a la gloria, separado de la gárgola de su mujer y teniendo una aventura con una mujer hermosa, veinte años más joven que él —y una fierecilla en la cama, todo hay que decirlo—, que lo mantenía en un estado de estúpida felicidad similar a la que produce una buena lobotomía. Por eso, el estar aquella mañana allí sentado siendo sometido a todo tipo de vejaciones verbales inculpatorias simplemente por haber tomado la decisión de terminar con un matrimonio que hacía aguas por todos lados, estaba consiguiendo alterarle. ¡Tres mujeres! ¡Como si son trescientas! se dijo Jeopardi, pensando más alto que su vocecita, que le suplicaba un poco de calma. Jeopardi, resoplando, se echó para atrás en la silla giratoria donde estaba sentado y, mirando a cada una de las tres mujeres que le rodeaban, valoró la situación. La cuarentona sentada en la cabecera de la mesa y que se acababa de presentar a sí misma como La Árbitra, todavía podía ser atractiva pero hacía gala de una seriedad estudiada que la afeaba. Era la encargada de la Conciliación, para evitar tener que llegar a juicio, y había sido nombrada por La Jueza, a la que Jeopardi sólo había visto una vez. Jeopardi recordó que La Jueza era una señora increíblemente mayor que se adornaba con una jovial displicencia del género mordaz, hacia los hombres en general 30


y hacia los que estaban en trámites de divorcio en particular, por lo que Jeopardi concluyó que La Árbitra sentada con cara de palo frente a él era, comparativamente, un mal menor. Después estaba La Abogada, una pelirroja de labios finos pintados muy rojos y todos los dientes superiores para afuera, que era un depredador andrófobo y, aunque Jeopardi aseguraba, despreciándola, que apenas llegaba a la categoría de carroñera, estaba resultando tremendamente eficaz a su ex-mujer a la hora de encontrar en los más recónditos resquicios de los huesos, ya mondos, de los ingresos del cónyuge algunas briznas de carne que rebañar. La Tercera Mujer, sentada al lado del chacal en el extremo más alejado de la mesa, era una desconocida. Delgada, muy pálida, con el pelo largo recogido en una coleta y sin maquillar. Su cara le sonaba lejanamente. Por lo visto Jeopardi había estado casado con ella los últimos dieciocho años y además era la madre de sus dos hijos. Jeopardi cada vez más inquieto, sin dejar de moverse en la silla giratoria, escuchó las peticiones de la otra parte con creciente perplejidad. Jeopardi, que había acudido a la reunión prácticamente con las manos en los bolsillos y sin su abogado —ya que éste le había asegurado que aquello no sería más que un trámite—, en aquél momento se dio cuenta que estaba en peligro. Estaba furioso. Le querían dejar sin nada. Media hora después, en cuanto pudo salir a la calle, respirar un poco de aire y volver a conectar su teléfono, llamó a su abogado temblando de ira y con dos gritos lo despidió ahí mismo, en plena calle, por teléfono, desoyendo una vez más a su vocecita que le decía que no lo hiciera. Al día siguiente Jeopardi contrató a una abogada joven, guapa y prestigiosa a la que pidió, con lágrimas en los ojos, que le acompañara a la siguiente reunión con argumentos sólidos para intentar cerrar de una vez esa negociación que él jamás 31


había podido imaginar tan disparatadamente dura para él. Jeopardi sabía que en aquellos simples papeles que temblaban en su mano podría estar escrita la viabilidad de su futuro, de manera que, cuando la joven abogada le propuso cambiar la táctica de negociación por una más agresiva, Jeopardi creyó ver algo de luz al final del inevitable túnel. Así es que casi no escuchó a su voz interior protestar, en un tono un poco hastiado ya, diciéndole que entrar en una guerra contra su mujer sería contraproducente, porque precisamente en ese instante los labios carnosos de su joven y prestigiosa abogada le estaban diciendo —Mano dura con ella, Jeopardi. Que tu patrimonio con el tiempo sea para tus hijos eso no hay sentencia que lo pueda impedir, pero que vaya a ser ahora todo para ella, eso es otro cantar—. Jeopardi, caliente de entusiasmo, ahora quería destrozar a su estúpida mujer. En un par de tardes redactaron un pliego en el que se declaraba insolvente, después de confirmar que las cosas que había vendido en estos últimos meses de recuperada soltería, como su coche todoterreno y la cabañita que había heredado de su padres junto al lago, podrían no entrar en el reparto a efectos retroactivos. Una semana después, cliente y abogada se presentaron a la segunda reunión sedientos de sangre, cargando con carpetas llenas de documentos y discos rebosando datos del estado de pobreza técnica de Jeopardi y sus empresas, así como copias autentificadas de todos los bienes de ella, propios y heredados, tan abultados que superaban los suyos con creces, amén de otras variadas falacias arteras. Su ex mujer —que ese día venía vestida juvenil pero sobria, con una elegante blusa oriental de color gris, rematada con unos picos de tela inverosímiles que le colgaban de las mangas y por la espalda—, permanecía en silencio, muy tiesa, mirando a un punto indefinido de la ventana por encima de las cabezas de los demás y sólo giraba imperceptiblemente su 32


delgadísimo y pálido cuello de vez en cuando para mirar los papeles que el chacal andrófobo le señalaba con sus garras. Jeopardi adivinaba que quedaba algo de vida dentro de su ex mujer porque a cada argumento de la joven y prestigiosa abogada, resoplaba, expulsando ruidosamente aire por la nariz, a la vez que esgrimía un principio de sonrisa amarga. Dicha expresiva expulsión de aire fue interpretada correctamente por todos como una eficaz manera de señalar, sin usar el dedo ni la voz, las evidentes mentiras de su ex marido, pero ni La Árbitra, supuestamente neutral, ni tampoco la joven y prestigiosa abogada, que cobraba por estar de su parte, le pidieron que se abstuviera de hacerlo. Jeopardi no podía creerlo: Otra vez lo iban a crucificar. Furioso, veía impotente como los ojos verde mar de su, antes agresiva, abogada iban perdiendo el aplomo incendiario de sus reuniones previas y miraban intensamente hacia abajo, como sumergiéndose en las vetas de la madera del escritorio, mientras escuchaba a La Árbitra refutar todas sus alegaciones. De forma inversamente proporcional a la pérdida de seguridad de su abogaducha a Jeopardi las venas del cuello empezaron a palpitarle con fuerza. Estaba a punto de saltar de la silla —y de despedirla también a ella, ahí mismo—, cuando algo extraño ocurrió porque no reaccionó como quería. Se quedó mudo, con la mente en blanco, clavado en el asiento. Empezó a sentirse extraño, como si algo dentro de él, en algún lugar indefinido de sus tripas, no estuviera funcionando bien. Pálido, con mano temblorosa, tomó uno de los vasos de agua que había sobre la mesa y bebió, con tan mala suerte que no tragó bien. Al atragantarse con el primer sorbo tuvo que toser inconteniblemente hacia adelante, regando la mesa como un aspersor de riego con buena presión. Tosió una, dos, tres veces, creyendo que iba a recuperarse pero no fue así, la garganta se le cerró aún más y le sobrevino otra serie de toses in crescendo maestoso agitato. 33


Jeopardi se aflojó la corbata que le apretaba, mientras tosía más y más fuerte e intentaba hacer algún gesto de disculpa hacia la concurrencia, pensando que ya estaba, que ésta era la última, pero la tos continuaba golpeándolo. Sentía los ojos rojos, llenos de lágrimas, la tráquea seca e inflamada. Jeopardi se puso de pie tan alto como era. El ataque de tos que siguió a su cambio de postura le hizo doblarse sobre la mesa hasta casi rozarla con la frente y, tan sólo después de la que pareció ser la tos definitiva, Jeopardi sufrió un espasmo y, tras una arcada brutal, expulsó por la boca una cosa rojiza y pesada, que cayó sobre la mesa haciendo un poco de ruido y que, tras rebotar un par de veces, rodó por la superficie del escritorio dejando tras de sí un reguero de saliva sanguinolenta que quedó unida por algunos hilillos de baba al labio inferior y a la barbilla de Jeopardi. Las tres mujeres, de pie alrededor de la mesa, se quedaron petrificadas mirando aquella masa rojiza, convencidas de que Jeopardi acababa de expulsar algún órgano interno por la boca. Mientras tanto Jeopardi, o mejor dicho su cuerpo, yacía como una pesada marioneta desvencijada sobre la silla giratoria, aunque respirando agitadamente por la boca. Con los ojos aún cerrados y sujetándose la garganta con ambas manos Jeopardi sintió a su alrededor un silencio expectante, solo roto por un tamborileo tenue y lejano. Una de las mujeres chilló y Jeopardi abrió los ojos de golpe. Aquella cosa roja y pesada que acababa de salir expulsada del interior de su cuerpo empezaba a moverse, retorciéndose en su viscoso charquito de baba ensangrentada. En la habitación nadie se movía excepto esa minúscula cosa viva que parecía patalear y que en cada palpitación golpeaba rítmicamente sobre el tablero de la mesa. Entonces, pareció que se erguía, por decirlo de algún modo, sobre su parte más ancha y moviendo unos pequeños pedúnculos que tenía en la parte superior, hizo algunos movimientos hasta que pareció comenzar a abrirse, a separarse 34


limpiamente en dos, de arriba abajo, como si se abriera una cremallera. Del interior oscuro y hueco de la larva rojiza salió un hombrecillo de un tamaño realmente diminuto, vestido con ropa deportiva, pantalones largos grises, zapatillas blancas, sweater también gris, como si viniera de correr, pero muy conjuntado y elegante. Mediría apenas unos diez centímetros. A su lado, inerte, el recipiente viscoso del que acababa de salir quedó vacío, como los restos amorfos de una muda de serpiente. El hombrecillo, que parecía ser el único que estaba al corriente de la situación, mostraba un aspecto muy seguro y saludable. A pesar de ser diminuto su presencia imponía. Que fuera vestido con ropa deportiva y zapatillas no le quitaba ni un ápice de majestuosidad, de hecho todas pensaron que ese conjunto le quedaba muy bien. El hombrecillo era un tipo delgado —a su escala— que aparentaba tener unos cincuenta años, con una buena mata de pelo aunque bastante canoso. Era lejanamente parecido a Jeopardi sólo que con aspecto más sano, sin barriga y, claro, unos ciento setenta centímetros más pequeño. El hombrecillo, mirando hacia arriba y girando sobre sus talones, fue estudiando alternativamente las cuatro inmensas caras que le rodeaban. Cuando por fin vio a Jeopardi derrumbado en su silla se puso a andar decidido hacia él, mirándolo de frente, hasta que se plantó frente a él en el borde de la mesa y, señalándole con un dedo índice realmente mínimo, comenzó a soltarle un discurso que duró varios minutos, con una voz tan pequeña que apenas era el zumbido de una mosca de verano. Jeopardi se tapó la cara avergonzado. —Parece muy enfadado—, comentó la ex mujer de Jeopardi. —Espera, espera, no se te entiende nada—, le dijo la joven abogada de labios carnosos. El hombrecillo pareció entender y se calmó un poco. Por fin accedió a sentarse y a hablar alto y claro para que pudiéramos entenderle. Está bien, está bien, pareció que decía con las manos y fue hasta donde estaban 35


los teléfonos móviles que había sobre la mesa, se sentó en uno de ellos y comenzó a hablar. Todas nos sentamos otra vez alrededor de la mesa y nos inclinamos para poder escucharle bien, maravilladas, no tanto por el prodigio que estábamos contemplando sino porque, cuando por fin empezabas a entenderle, lo que el hombrecillo decía era muy coherente. Hablando todo lo alto y claro que pudo, nos hizo un resumen de su vida dentro de Jeopardi. Nos habló de sus reiterados fracasos intentando hacerle ver las cosas y, especialmente y desde hace algún tiempo, centrado en hacerle ver las ventajas de la madurez. Entonces el chacal andrófobo preguntó, —¿Pero, quién eres?—. De pronto el hombrecillo se dio cuenta que no había hablado con bastante claridad y empezó de nuevo: —Soy La Vocecita Interior de Jeopardi y fui designado a sus cuarenta años—. Explicó que las vocecitas interiores cambiaban tres veces en la vida y que precisamente en los periodos de ajuste de cada nuevo turno era cuando se producían las tres crisis importantes de identidad, a los diecisiete, a los cuarenta y a los sesenta y cinco. Pero que él ahora, concretamente diez años antes de que le correspondiera su relevo y tras quince luchando por hacerse oír, se daba por vencida. La vocecita explicó que lo que le había dicho a Jeopardi nada más reconocerle era que estaba harta de ser ignorada, vapuleada, desprestigiada y que no pensaba esperar al cambio de turno. Que presentaba su dimisión. Irrevocable. —Pero usted estuvo hablando más tiempo. ¿Qué más le decía?—, preguntó La Arbitra, llevada por su vocación jurídica. —Nada que no fuera de sentido común. Que aceptara su edad de una vez. Que estaba saliendo con una chica a la que le doblaba la edad con creces, que podría ser su hija y que eso, en contra de lo que él cree, no lo rejuvenece sino que le hace parecer más viejo; que reconociera que solo lo hacía por alimentar su ego y por su inmadurez antes de que fuera demasiado tarde 36


porque, a la larga, acabaría cansándose de ella y sería peor para él, y para la jovencita, que para entonces ya habría empezado a aburrirse a su lado. También que tenía la obligación de llevarse bien y ser conciliador con su ex mujer, aunque ya no la quisiera, porque era la madre de sus hijos. Que rebobinara solo un poco y recordara todo lo que ella significó para él, no tanto tiempo atrás, que el apoyo que recibió de ella cuando estaba débil o necesitado de afecto no se puede olvidar de un plumazo. Que hace tres años solo la tenía a ella y habría dado un brazo por no perderla. Que ahora no se sintiera más sabio que el rey Salomón porque, definitivamente, no lo era. También le dije o mejor dicho le repetí una vez más, que debía, que estaba obligado, a pedir perdón a sus hijos por haberlos dejado en segundo plano por un impulso puramente físico hacia otra persona. Y volví a recordarle que debía de ser más cuidadoso con su salud, comer mejor, beber menos y bajar esa barriga, que ver deportes en la tele sentado en el sofá no cuenta como horas de ejercicio. Que debía tomarse las cosas con más calma, meditar sus respuestas, no enfurecerse por cosas sin importancia porque ese temperamento suyo trabajaba contra él, contra su estómago, porque a medida que nos hacemos mayores cada acto nuestro repercute, a la larga, en nuestra salud física. Que cada vez nos cuesta más recuperarnos de los excesos de todo tipo, de no dormir, de no alimentarnos adecuadamente, pero también de los disgustos y los berrinches, y la única manera de hacerlo era evitándolos. Y en aspectos puramente esenciales le recordé —antes de marcharme para siempre— que hay que ser generoso siempre porque la ley esencial siempre es dar para recibir. No acumular posesiones materiales inútiles, desprenderse de lo superfluo, lo banal, lo frívolo, porque solo son variantes de la codicia y de la avaricia y siempre obran en contra de un buen karma, como obra a favor el sonreír y tomarse las cosas con templanza y buen humor. Y, sobre todo, que recor37


dara que el mundo no está en su contra, que solo tienes que fluir para darte cuenta de que todo es mucho más fácil de lo que tú mismo lo haces parecer... En fin, lo dicho, señoras, nada que no dicte el sentido común... a quién quiera escucharlo, claro... Al llegar a este punto la vocecita, haciendo un gesto universal de cansancio, añadió con pesar, —¡Pero él es un caso perdido!—, y se quedó en silencio, cabizbaja. En ese momento las tres mujeres levantamos la vista de la mesa hasta que nuestras miradas se encontraron, entonces las tres nos giramos hacia Jeopardi, que parecía todavía más sudoroso y descompuesto que antes. Y lo miramos a los ojos. Fijamente. No podemos asegurar que, ni siquiera en ese momento, Jeopardi tuviera algo similar a un pensamiento, porque eso habría sido mucho decir, pero sí es probable que, tras un destello de lucidez proveniente de un resto mínimo de sentido común que aún conservara, presintiera, —Esto no va a ser bueno para mi divorcio—.

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Belleza Kármica

Pradmé Govinda, cuando todavía se llamaba María Dolores —y después de haber sido peluquera la mitad de su vida—, harta ya de tanta mediocridad, inició una notable búsqueda espiritual que la llevó a realizar en pocos meses la obligada travesía del desierto consistente en variados cursillos sobre entidades superiores y ángeles, conferencias sobre Siddhartha, danzas místicas orientales, grupos de meditación por la paz en el mundo, talleres de abrazos, e incluso un breve paso, jamás reconocido, por un tabernáculo evangélico, para terminar, finalmente, recibiendo clases de kundalini, cosa en la que se doctoró en un par de meses. Así, un buen día, rebautizada como Pradmé, se transformó en la glamurosa maestra de yoga del barrio, recuperando además su figura juvenil, lo que de un modo tangencial acabó contribuyendo decisivamente a su nuevo estado civil: divorciada con pensión alimenticia. Esta nueva libertad recién estrenada le permitió sin pasar demasiadas estrecheces —a la vez que daba clases de yoga en el centro cultural a señoras de mediana edad—, explorar todas esas disciplinas para las que se sentía llamada y que ella aglutinaba en el tópico generalista neomístico de sanación del alma. Tras mudarse al centro a un pisito diminuto y muy coqueto en un vetusto edificio, Pradmé, creciendo en sabiduría, tomó cursos en aromaterapia, cromoterapia, luminoterapia, barroterapia, chocolaterapia, vinoterapia, helioterapia, cristaloterapia, digitopuntura, biomagnetismo, kinesiología y flores de Bach sin acabar de encontrar en ninguna de ellas la disciplina en la que se sintiera realmente hábil y capaz de ser útil al resto de la humanidad, incluyendo dentro de la humanidad al director de 39


la sucursal bancaria, que se la estaba beneficiando los viernes por la tarde en la parte de atrás de su coche —estacionado convenientemente en la parte más oscura del parque— a cambio de concederle un crédito blando a quince años vista, con el único respaldo de su pensión alimenticia y el seguro de vida de su marido a su nombre. Afortunadamente en los últimos tiempos Pradmé había empezado a ganar, por fin, algo de dinero con las almas de los demás y había abierto un pequeño local muy blanco, en una calle adyacente pero muy coqueta de la zona noble de Providencia, en el que por las tardes hacía cosas raras a la gente neurótica con unas piedras negras que calentaba en el microondas. No obstante Pradmé todavía buscaba una mayor perfección espiritual que le llevara a ganar más dinero para colmar con prosperidad material la plenitud de su ser armónico y acudió a una feria de franquicias de Nueva Era con su tímido pero avispado banquero, recién satisfecho en el estacionamiento, dispuesta a saltar sobre algo que la inspirara. Un poco mareada después de una hora mirando y recogiendo folletos le llamó la atención un pequeño stand que, contrariamente a todos los demás, no era blanco ni azul celeste ni tenía macrofotografías de hojas de hierba con gotas de rocío en las paredes. Éste stand, que estaba en la parte más alejada del pabellón, era rojo y negro, iluminado apenas con una minúscula lamparita oriental sobre un blando suelo cubierto por muchas alfombras, donde, sentado entre almohadones, recibía un hindú sonriente de largos mostachos canos, hablando en un inglés pésimo, suplido en gran parte con su simpatía, su bigote y su turbante blanco. Así fue como Pradmé descubrió la Depilación Kármica, una práctica que se estaba dando a conocer por primera vez en el mundo occidental y que estaba consiguiendo muchos adeptos a pesar de ser un tanto dolorosa. El gurú los invitó a escuchar una explicación más amplia al fon40


do del stand que, tras dos cortinas antiguas, se transformaba en un oscuro satsang en tonos ocres y naranjas, con una veintena de cojines orientados en círculo hacia la pared del fondo, donde se había instalado un cojín más ancho y con dos pisos, como una tarta, hacia donde se dirigió pausadamente el gurú. La charla iba a comenzar. Cinco o seis personas ya esperaban en silencio, sentadas en los cojines del suelo, hojeando el folleto. Pradmé y el banquero se sentaron muy juntos en sendos cojines cerca de la puerta. El gurú se sentó en la tarta de cojines y comenzó su charla en hindi haciéndose traducir por un joven mahout que hablaba tan mal castellano como él inglés. Lo de que la Depilación Kármica fuera dolorosa echaba un poco para atrás a Pradmé, pero lo reconsideró cuando, con un susurro, el banquero le contestó que algo de tal trascendencia como depilar el karma no podía ser indoloro, que era normal que generara sufrimiento la extirpación de algo que llevaba lastrando el alma a lo largo de las distintas reencarnaciones. Además hoy en día el dolor no es problema, piensa sino en los tatuajes, duelen. Un montón, por lo que me han dicho, apostilló Pradmé, muy bajito. ¡Y mira cómo se han puesto de moda!, continuó el banquero. Además, esto es mucho más interesante, volvió a apostillar Pradmé. ¡Y se cobra más caro!, susurró el banquero, mirándola con los ojitos chispeantes que se le ponían al considerar los beneficios de una operación. Pradmé prestó otra vez atención a la charla del hindú: El karma después de la depilación quedaba completamente limpio de todas esas feas impurezas que normalmente proceden de docenas de generaciones atrás, dejándolo así depurado para el pertinente traspaso a nuestros sucesores. El procedimiento requería que el cliente reconociera todas sus fobias y miedos en unas sesiones seudohipnóticas que removían los folículos del karma dejándolo presto para la depilación definitiva. Ésta podía ser la parte más dolorosa, sin duda. 41


Al fin y al cabo, volvió a susurrarle el banquero, todos tenemos que enfrentarnos alguna vez a nuestros miedos, nuestros traumas, nuestros particulares tabús. Y eso precisa de una parte de sacrificio por nuestra parte. Pradmé estaba cada vez más convencida y como, además, que el banquero le hablara en esos términos —que ella consideraba refinados— la ponía bastante caliente, en cuanto concluyó la charla, después de concertar una cita privada al día siguiente con el hindú del turbante, salió de la feria llevándose rauda y veloz al banquero, que apenas podía seguirle el paso por el aparcamiento con sus piernecitas cortas, para darle ahí mismo una segunda satisfacción, fuera de programa, en el asiento de atrás de su bonito coche familiar, y no sólo por darse ella otro capricho esa tarde sino también por dejar bien atado al avalista, que se retorcía de placer mientras Pradmé, entusiasmada, esta vez no sólo le succionó el miembro con la vehemencia habitual, sino que además le hizo experimentar por primera vez sus nuevos conocimientos de digitopuntura pulsándole a la vez el esfínter del ano, llevando al banquero a un delirio que jamás antes había experimentado. Esto quedó patente, además de por los gritos incontenidos de placer, por una explosiva eyección de esperma. El banquero, a pesar de haber quedado extraordinariamente satisfecho, no pudo evitar preguntarse cómo iba a explicar a su mujer cuando llegara el momento —que llegaría, eso seguro—, esas manchas en el techo interior del, hasta entonces, inmaculado coche familiar, mientras seguía frotándolas con su pañuelo. Parecía como si su fluido se hubiera fundido literalmente con el revestimiento de polivinilo acolchado color marfil. Al día siguiente Pradmé se encontró con el hindú en la cafetería de un hotel mediano en el centro de la ciudad. El hombre debajo del turbante dijo que se llamaba Gaveshar y una vez más era todo sonrisas. Le explicó otra vez, con suma diligencia y pésimo castellano, el procedimiento y para mayor claridad 42


le entregó una fotocopia, escrita en una especie de sefardí que ella aseguró entender, que explicaba las bases de lo que aportaba el Instituto de Belleza Kármica y lo que debía de aportar el cliente interesado en aprender y comercializar esta técnica. Pradmé leyó la primera línea del texto. La primera condición para conocer la técnica de la Depilación Kármica era que el futuro depilador kármico se sometiera antes, él mismo, a dicha operación de belleza a cargo del maestro Gaveshar, creador de esta técnica espiritual, por un precio muy razonable. El maestro le explicó: El Instituto de Belleza Kármica no podía correr el riesgo de que alguien detectara que el karma del depilador kármico no hubiera seguido previamente su propio tratamiento. Imagínese. ¡Qué imagen daríamos! ¡Sería inexcusable! Si usted es un cliente que está relajado en su camilla y, en pleno tratamiento, su depilador levanta el brazo y usted ve que su karma no está en perfecto estado de revista. ¿Qué pensaría? No podemos arriesgarnos a eso. Por tanto exigimos a quienes se apresten a aplicar esta técnica sean personas estrictas y eficaces, y que, por ende, se hayan hecho, como primer requisito, la depilación kármica de sus cuerpos y sus almas. ¡Si quiere usted ser mi alumna, tiene que estar depilada!, concluyó, taxativo. Pradmé, abriendo mucho los ojos para demostrar su gran interés, le aseguró que estaba preparada para someterse al tratamiento. Gaveshar le pidió entonces que volviera a su casa y que, después de meditar durante una hora, escribiera una lista de todos sus bloqueos kármicos conscientes. De esa manera avanzarían trabajo. Se despidieron con una leve reverencia y Pradmé volvió dando un paseo a su diminuto piso, cerró las persianas, encendió incienso, velas y se aprestó a seguir las instrucciones del maestro hindú. Al día siguiente muy temprano por la mañana, ya estaba Pradmé en la habitación de hotel del maestro, desnuda y cubierta apenas con una bata ligera, tímida como una colegiala ilusio43


nada, dispuesta a someterse al tratamiento que esperaba le abriera las puertas de la tan anhelada prosperidad. Antes de iniciar la sesión el maestro le advirtió a Pradmé que nada de lo que ocurriera o se dijera allí debía de ser comentado en voz alta. Al terminar la sesión debía vestirse, pagarle el precio simbólico y marcharse sin decir una palabra. Y que si, en el trascurso de los próximos días, seguía pensando que aprender el sistema de Depilación Kármica del Instituto de Belleza Kármica era lo que ella estaba buscando para cumplir con su dharma, que le llamara. Dos horas después, cuando acabó el tratamiento, Pradmé era otra mujer, tanto es así que instantáneamente volvió a llamarse María Dolores. Lo primero que constató Lola era que el tratamiento no sólo tenía una parte dolorosa sino que también tenía otra repugnante. La de aceptarse uno tal como era, lo que producía, invariablemente, nauseas, espasmos e incluso vómitos. La depilación kármica equivalía a mirarse en un espejo recién pulido en una habitación bien iluminada. No dejaba ni un resquicio sin señalar, ni un ápice de condescendencia con uno mismo y te predisponía, casi automáticamente, al rechazo de lo que contemplabas. Luego venía el aliviador y refrescante proceso de aceptación de uno mismo, que se realizaba sobre una fina capa, aplicada previamente, de perdón a los antepasados, incluso a los más próximos, como padres o abuelos, donde —cuando parecía que todo ya iba a ser más suave— volvía otra de las partes arduas. Curiosamente las impurezas recién aparecidas eran las más profundamente enquistadas, sin embargo aquellas más antiguas se diría que acababan formando parte de la propia piel. Lola salió del hotel demudada. Necesitaba reflexionar y comenzó a deambular por las calles del centro aún aturdida. Todo era distinto. Se sentía nueva. Su impresión ante las sensaciones externas, la brisa moviendo su vestido, la tibieza 44


del sol, las voces de la ciudad que le llegaban amortiguadas, —siendo como era ella, muy sensual— le hacían sentir como si estuviera caminando desnuda. Y así, en este cierto levitar, sin darse apenas cuenta, acabó llegando a su antiguo barrio. Sorprendida, miró el reloj. ¡Llevaba horas caminando! Lola llamó al telefonillo de su vieja casa y escuchó la voz de su marido. Cuando salió del ascensor lo vio en el marco de la puerta, en camiseta, cansado de haber vuelto hacía poco de la comisaría. Se le veía un poco tristón pero bien de aspecto. Tenía la casa más limpia y ordenada de lo que Lola esperaba, sólo que las macetas del balcón estaban en el comedor y la mesa del comedor y la tele, en el balcón. Hacía mucho calor, dijo él, para las plantas afuera y para mí adentro. Esa frase a Lola le gustó y le dio un abrazo. Aprovechando la proximidad Lola lo besó en la boca, primero lenta y luego intensamente, y le pidió que la perdonara. Él sonrió un poco triste. Después se tomaron una cerveza y ella le contó lo mucho que había cambiado todo, como si se lo estuviera contando a un amigo. Después le dijo, mirándolo a los ojos, que iba a solicitar la revisión de su pensión alimenticia, para que él le pagara solo la mitad que ahora, y solo mientras ella terminaba de levantar su negocio, que ya pronto le empezaría a ir bien y ya no necesitaría su ayuda. Porque quería que él también disfrutara de lo que había ganado para los dos. Y levantándose le dio otro abrazo muy intenso y le dijo, que, además, quizás un día, cuando hubiera pasado algún tiempo, quién sabe, nos conocemos tan bien... pero ahora me tengo que ir. ¡Que tengo un montón de cosas que hacer! Le dio un beso rápido y salió corriendo. ¡Te quiero! ¡Y gracias por la cerveza!, dijo desde la puerta, y bajó por las escaleras para no tener que mirar atrás. Ya era de noche cuando entró en su pisito monísimo y coqueto. Tiró el bolso sobre el sofá y marcó en el teléfono fijo un número que se sabía de memoria. El de Susi, su maestra de 45


peluquería en la academia, que a pesar de la diferencia de edad y las ambiciones místicas de Lola, había sido su mejor amiga durante muchos años. Su única amiga. Al principio Susi estaba dolida, ¡Hacía más de un año que no me llamabas!, le dijo su maestra al borde de las lágrimas. ¡Después de tantos años y de todo lo que hemos hecho juntas! Lola tranquilizó a Susi y le propuso una idea genial: Asociarse las dos. Convertir su localito de piedras calentadas al microondas de la zona chic de Providence en un salón de belleza pequeño pero coqueto. Esa sería su aportación, el local, y la Academia Susi aportaría a sus alumnas en prácticas. Con lo que ganaran con la nueva peluquería en un año, arreglarían la vieja academia del barrio. ¡Cambio de imagen! En un par de años podrían vender la franquicia en una feria. Que de eso ahora yo sé un montón. ¡Imagínate! ¡Una cadena de peluquerías! Le pondríamos Susi Haute Coiffure, en homenaje a ti que eres mi maestra. Y ahora te dejo, Susi, guapa, que tengo un montón de cosas que hacer. ¡Mañana seguimos hablando! En cuanto colgó, Lola abrió todas las ventanas de su casa, encendió todas las luces y en la radio de la cocina buscó la vieja emisora musical que escuchaba en la peluquería y, cuando la encontró, la puso a todo volumen. Del armario de la limpieza tomó un rollo de bolsas de basura negras, abrió una, y mirando a su alrededor, empezó desde la misma cocina: Las tazas con ángeles, los cuencos chinos, los vasos para tomar té verde y el té verde, el pan integral, la harina integral, el azúcar integral, el arroz integral, el tofu, el miso, el sirope de arce, la leche de soja, la salsa de soja, el seitán, la sal del Himalaya, el cous-cous, la quínoa, las algas secas, el umeboshi, el gengibre macerado, los palillos chinos, el wasabi, las especies turcas, así como los innumerables libros de recetas macrobióticas, vegetarianas y veganas, y salió al pasillo. Allí siguió llenando las bolsas con los amuletos gallegos de miga de pan, el ojo turco, los ojos de 46


Buda y el pergamino japonés junto a la puerta de entrada y entró en su dormitorio. De allí fueron cayendo las láminas eróticas hindúes, la colcha de batik con el yin y el yang, los cojines con espejitos, el poster de Ganesha, la lámpara de sal, mandalas, palitos para quemar incienso, banderitas tibetanas de oración. Abrió el armario. Faldas africanas, blusas pakistaníes, pantalones tunecinos, pareos balineses, chales peruanos y los pañuelos hindúes, bolsos marroquíes, los collares de semillas, los pendientes de plumas, el trisquel celta, los anillos con ojos, los colgantes con caras de dioses, los llamadores de ángeles y las tintineantes pulseras, y entró en el baño silbando al ritmo de la música: Pachulis, ungüentos para masajes, las cremas de baba de caracol, geles relajantes, el barro del Mar Muerto, la henna, el kohl, la lota nasal, los jabones artesanales, el champú de vinagre, la rosa mosqueta, el argán, el aloe vera, las velas, las bolitas aromáticas, cuarzos, geodas y conchas del Cabo de Gata. Se dirigió a la sala siguiendo el ritmo de la música de la radio que atronaba. El calendario maya, el calendario azteca, el calendario lunar, los escarabajos egipcios, todos los manuales para la vida espiritual, la pila de cuadernos con sus diarios de autoconsciencia manuscritos, su carta astral, los apuntes de todas las disciplinas naturópatas que había estudiado, los oráculos de todas clases, las monedas del I Ching, las guías de viajes exóticos, el poster con la Anunciación de Fra Angélico, la esterilla para el yoga, los yantras, los cojines y los discos de música para meditar, la figurita de la bailarina balinesa, la stupa de piedra volcánica, la Shiva de bronce envejecido, elefantes con la trompa para arriba, buhos, equecos, pirámides de diversos materiales, matrioskas, la brujita de barro, el cuenco tibetano, los quemadores de aceites esenciales, los pufs de cuero, las lámparas tunecinas y hasta las alfombras artesanales de lana de oveja y las bandejas de latón de Marruecos, y lo fue amontonando todo junto a la puerta de la calle, bolsa tras bol47


sa, sus máscaras, sus velos, su maya, hasta hacer una pirámide que casi impedía el paso, para quedarse sólo con lo que no tuviera un significado, que resultaron ser: la cama, dos juegos de sábanas viejas, el sofá, tres libros en las estanterías, la mesa de comedor, la radio —que seguía repartiendo estruendosa alegría—, un par de sartenes y ollas, dos vasos, unos platos y unos cubiertos para comer, y en la nevera apenas tres tomates, dos latas de atún y una cerveza. En el baño, el papel higiénico, el cepillo y la pasta de dientes, hilo dental, una crema hidratante y los palillos para las orejas. Las paredes quedaron desnudas, las ventanas sin cortinas y de los techos de las habitaciones los casquillos y las bombillas colgando de los cables. Lola cogió las llaves y empezó a bajar las bolsas a la calle. Tuvo que hacer cinco viajes en el ascensor lleno hasta el techo y, cuando por fin terminó, se quedó un instante en la acera, con las manos en jarras, mirando satisfecha su montaña de bolsas negras junto a los tristes y anodinos cubos de basura de la comunidad, cuando escuchó detrás de ella que una voz conocida la saludaba con gracia. —¿Qué? ¿De mudanza estas horas, vecina? Era el verdulero de los ojos bonitos, como le llamaba ella. Un tipo cincuentón, de mandíbula cuadrada, guapete, fuerte y simpático que, desde que Lola se había mudado al centro e iba a comprar al mercado municipal, la saludaba efusivamente y le tiraba los tejos suavemente, mientras le echaba miraditas desde su puesto. Si ella le compraba siempre le ponía un limón de más o le dejaba escoger los tomates, diciéndole reina o princesa, a cambio de una sonrisa de ella y un poco de conversación banal que no le costaba darle, porque, la verdad, a Lola le caía bien el verdulero. Qué coño, seamos sinceros. A Lola le gustaba el verdulero. Por eso seguía comprándole a él, a pesar de los piropos, que viniendo de otro no le hubieran gustado. —¡Hola!—, dijo Lola, sorprendida, —¿Qué haces por aquí?—, 48


preguntó, apartándose un mechón de la cara. —¿Cómo que qué hago por aquí? ¡Si vivo en ese portal de enfrente desde que era un crío!—. —¿En serio?—, preguntó Lola. —Completamente en serio—, dijo él, riéndose y añadió: —Llevo meses viéndote por el barrio, y saludándote, pero tú ni caso, por eso cuando venías al puesto del mercado yo te bromeaba, para ver si era verdad que no me veías cuando te saludaba por la calle—. —¡Vaya, lo siento! ¡No me había dado ni cuenta!—, dijo Lola. Los dos se rieron. —Me llamo Manuel—, dijo él. —Hola, Manuel, yo Lola, y no, no me estoy mudando, estoy, digamos que, redecorando mi vida—, y Lola hizo un molinete en el aire con la mano que a Manuel le encantó. —¡Qué curioso!—, dijo Manuel, sonriéndole, —Yo estoy haciendo exactamente lo mismo con la mía—.

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Cumple tu deseo

Me llamo Manuel, y, aunque he nacido en España hace treinta y cinco años, no tengo patria ni rey porque soy un hijo del viento. Hoy es 23 de mayo de 1888 y estoy en Arlés, sentado solo en la habitación de un pintor holandés, viejo amigo mío, llamado Vincent. La razón por la que estoy aquí es porque Vincent me invitó a venir o, mejor dicho, me pidió que viniera, para ir juntos a Saintes-Maries-de-la-Mer, donde el Ródano desemboca al mar Mediterráneo. Allí cada año el 24 de mayo se celebra la procesión de Santa Sara, también llamada Sara Kali o La Negra, la santa pagana que es la patrona de los romás, los romanís, también llamados manuches, sintis, calés, cíngaros o gitanos —casi siempre despectivamente— por los de piel blanca, aquellos a los que nosotros llamamos payos, que son todos los demás pueblos que no son hijos del viento, como nosotros. A Vincent yo lo había conocido en Londres años atrás, cuando él era muy jovencito y trabajaba vendiendo pinceles y caballetes en la tienda de arte de Goupil & Co., donde lo había colocado su hermano Theo. Lo cierto es que en el lluvioso Londres, lejos de la luz de su tierra, Vincent era muy desdichado y nos hicimos amigos en una taberna, que eran los únicos lugares de la ciudad gratos para ambos. Yo me encontraba en Inglaterra acompañando a uno de mis tíos que compraba antigüedades y obras de arte por todo el mundo para el negocio de mi familia en Barcelona y yo también estaba solo, aunque un romaní nunca está realmente solo. Una de esas tardes interminables delante de unas pintas de cerveza londinenses le conté a Vincent la historia de Santa Sara y le hablé de su fiesta anual al sur 51


de Francia y quedó maravillado con mi descripción. Me hizo prometer que algún día iríamos juntos. Eso fue hace bastante tiempo pero, por fin este año lo decidimos: el holandés y yo nos iríamos de romería. Como Vincent no ha cambiado y sigue poseyendo poco más que sus lienzos, sus pinturas, un plato de estaño y una cuchara de madera, su puerta siempre está abierta y así es como he llegado a estar aquí, solo, fumando en mi pipa, contemplando el cuadro que está en su caballete y constatando, una vez más, que nada en la realidad es como él la refleja en su pintura, y es que no es hasta que él traduce a pintura los paisajes, las personas o los objetos que le rodean, cuando estos comienzan a parecerse al cuadro y es solo a partir de entonces, y no antes, cuando la naturaleza, y el mundo entero, nos empieza a parecer un vangogh. Todo esto puedo pensarlo ahora porque en realidad estoy hablando desde después de todo lo que estoy contando y porque ahora mismo se puede decir que soy una de las poquísimas personas que ha visto recién terminado —fresca aún su pintura y reposando en el caballete—, el que, con el paso del tiempo, sería el famosísimo cuadro de su habitación en Arlés. La habitación es bastante distinta a la del cuadro. Tiene dos puertas, sí, pero no son de color azul. No tienen color, son de madera lijada, muy gastada y sin barniz. Una, por la que yo he entrado, da al rellano de la escalera y por la otra se entra a la otra habitación, donde dentro de algunas semanas vendrá a alojarse Gaugin. Los muebles tampoco tienen ese color de mantequilla derretida, como los describía el propio Vincent en una carta a su hermano Theo. Todo el resto del colorido, a excepción del marco de la ventana, que sí es verde, es distinto en el cuadro. O debería decir a los cuadros porque Vincent pintaría esta habitación todavía dos veces más en este mismo año. Pero de momento sólo ha pintado ésta, la primera. Gaugin aún 52


no ha venido a vivir con él y Vincent quiere que esté terminado, sobre el caballete, cuando él llegue. De las tres pinturas de su habitación de Arlés mi favorita está aún por pintar. Es el último —y más pequeño— que se conserva en Musée d’Orsay, y que pintó para su hermana Will, cuando a Vincent le dio por hacer copias reducidas de sus mejores composiciones, según sus propias palabras, como si se tratara de hacer un registro de reproducciones de lo ya pintado, para el archivo de la familia. Cuando Vincent por fin llegó, y después de los abrazos, hicimos planes para el día siguiente. Estaba entusiasmado con la idea del paseo y mientras me mostraba sus últimos cuadros me pedía que le hablara de España, de los campos de Castilla y de mi casa en el Poble Nou. Después de cenar el chorizo y el queso que había llevado de regalo para él, ya que su despensa estaba vacía a excepción de una botella de un oscuro vino tinto provenzal del que dimos buena cuenta, encendimos nuestras pipas y Vincent, echándose hacia atrás en la banqueta donde estaba sentado hasta quedar apoyado contra la pared, me pidió que volviera a contarle toda la historia de Sara Kali, otra vez, como aquella noche lluviosa en Londres. Así es que, quitándome los zapatos y apoyándome también en la pared, comencé otra vez el relato de nuestra leyenda más preciada: Hace casi dos mil años nació Sara, hija de un príncipe de sangre real que había recibido la iluminación en Oriente y que a su regreso a su tierra natal, Galilea, fue detenido por las tropas de ocupación romana, acusado de incitar a los mendicantes a la rebelión. Pocos días después fue juzgado y condenado a morir crucificado en la ciudad que unos llaman Al-Quds y otros llaman Yerushalayim. El Maestro, que era el nombre por el que todos conocían al príncipe, había abandonado las riquezas de su familia porque en el transcurso de un sueño profético había recibido el 53


mandato de viajar hacia el Este, hacia Oriente, para conocer la verdad y buscar el conocimiento. El sueño le anunció que una vez alcanzado el conocimiento debería regresar a su tierra y transmitirlo a los pobres de espíritu. El Maestro, en su búsqueda de la perfección, caminó durante casi treinta años, cruzando a pie Egipto, Mesopotamia, Persia, India, Nepal, llegando en su búsqueda, de maestro en maestro, hasta la Cima del Mundo: El Himalaya. Allí el Maestro ingresó en el templo de máximo ascenso espiritual y le fue dado a conocer el poder que la especie humana debía desarrollar dentro de la compleja planificación universal. También conoció cómo y por qué los sentidos del hombre estaban ofuscados por la ceguera. Supo que él debería de estar en uno de los dos bandos de una guerra que se libraba desde el inicio de los tiempos y que era muy probable que pereciera en ella. Supo que los poderes telúricos, magnéticos y gravitatorios que nuestros creadores habían puesto al servicio de la humanidad habían sido depositados en un principio en manos de las castas sacerdotales pero este resultó ser el primer gran fracaso de la humanidad, la primera batalla perdida en esta larga guerra, ya que los sacerdotes se dejaron llevar por la ambición y ocultaron celosamente los secretos de las técnicas superiores de las que eran depositarios, para consolidar su posición de poder y así oprimir al pueblo inocente, haciéndole creer que solo ellos habían sido ungidos de poderes especiales, ya que eran superiores a los demás. Gracias a este poder pudieron construir, astutamente y apoyándose sobre la ignorancia y el miedo, los primeros imperios, eligiendo desde la sombra a los jefes de clanes primero, luego a los reyes locales y más tarde, con el paso de los siglos, a faraones y emperadores. A su regreso a Occidente, además del conocimiento adquirido tras haber entrado en contacto con los últimos representantes que aún permanecían puros de los dioses en la tierra, El 54


Maestro trajo consigo algunos objetos que, con nuestro corto entendimiento, todavía hoy en día, solo podríamos calificar de mágicos. Se ha acumulado tanto desconocimiento en nuestras mentes sobre el verdadero potencial humano, que todo aquello que es distinto a lo que percibimos con nuestros cinco limitados sentidos lo consideramos ajeno al hombre y, por tanto, prodigioso o mágico. Dichos objetos eran los secretos que la casta sacerdotal había ocultado hasta entonces a los hombres y la misión que los Altos Maestros del Himalaya encomendaron al Maestro fue la de darlos a conocer y entregarlos a sus verdaderos propietarios, los hombres y mujeres del pueblo, los entonces llamados desposeídos. Los objetos, en apariencia normales, eran una vara, una copa, un espejo, un paño de tela –todos, en realidad, modelos a escala para su posterior desarrollo—, además de un cilindro de cobre repleto de pergaminos con ecuaciones matemáticas y fórmulas químicas escritas, además de diagramas y complejos dibujos de los procedimientos necesarios para construir algunas máquinas que servirían para reproducir dichos objetos de poder a gran escala. El aspecto de estos objetos era cotidiano e irrelevante, pero la vara, gracias a un sistema de compensación magnética, permitía mover objetos de gran peso y volumen a distancia. La copa radiaba los líquidos que se vertieran en ella y tenía poderes curativos casi infinitos. El espejo en realidad era un transmisor para ver imágenes a distancia y comunicarse con el centro espiritual del Himalaya. La tela era un polímero unicelular finísimo, engastado con millones de cristales de diversas rocas y trenzado con hilos de oro microscópicos, que producían el efecto especular de una invisibilidad relativa, es decir, hacía parecer transparentes a quienes se pusieran tras ella y, además, gracias a sus propiedades electromagnéticas y a la energía que los cristales condensaban del sol, permitía, además, al que se envolvía en ella, elevarse del suelo con suavidad 55


y desplazarse a voluntad por el aire. Todos ellos eran lo que de un modo grandilocuente llamaríamos un regalo de los dioses aunque, lamentablemente, ninguno de ellos servía para ver el futuro ni para neutralizar la estupidez humana. Tras su llegada desde Oriente el Maestro Iluminado depositó todos esos objetos en Yerushalayim, en una de las casas principales de la nobleza palestina, la Torre de Magdala, a cuya cabeza estaba Miryam, princesa de rango y sangre, conocida como Magdalena por el nombre de su casta y que, por designios superiores, estaba destinada a emparentarse con uno de los miembros de la otra casa real de Yerushalayim, la de los descendientes del rey Salomón, casa a la que pertenecía el Maestro, de modo que este enlace, previsto por entre ambas casas reales desde que los jóvenes aún eran unos niños, permitiría unir los dos centros de poder de la ciudad, el templo y el castillo, en una sola ciudad-estado poderosa, incluso a pesar de la circunstancial dominación extranjera. El Maestro, siguiendo las instrucciones de los lamas, seleccionó a un grupo de mujeres, entre las más cultas e intuitivas de Al-Quds, para ser las primeras receptoras del poder que había traído consigo desde la cima del mundo. Ellas debían fijar y, llegado el momento, transmitir todo lo que él había aprendido en su contacto con los verdaderos representantes de los dioses. En una ceremonia dirigida desde el Himalaya a través del espejo mágico, todas ellas recibieron el grado de María —que significa la elegida—, y el Maestro recibió el nombre secreto de Yeshua –que quiere decir salvador—. Poco tiempo después los jóvenes nobles largamente prometidos, María de Magdala y Yeshua, se casaron en una discreta ceremonia oficiada frente al espejo y bendecida por los lamas tibetanos. Meses después de la unión de las dos casas reales Magdalena dio a luz a su primer hijo, una niña de tez morena que recibió el nombre simbólico de Sara, que en hebreo significa princesa. 56


Por entonces el Maestro y las Marías ya habían comenzado a trabajar en el posible desarrollo de los objetos mágicos y su progresiva distribución entre la población. Yeshua también empezó a hablar a grupos de gente de su idea de convivencia, del lugar del hombre en la tierra y comenzaba a ser escuchado por un considerable número de personas. Pronto contó con un círculo de entusiastas seguidores que gestionaban sus apariciones en público, sus charlas y le ayudaban en la curación de enfermos, pero que solo habían accedido al carácter mágico de los objetos tibetanos, como la copa sanadora, y no a su utilidad más profunda, que era la transformación de toda la Humanidad. El más astuto de todos ellos, Simón, al que por su frialdad llamaban La Piedra, sabía que detrás de estos pases mágicos de Yeshua se ocultaba un poder inmenso que él quería conocer e incluso poseer. Así ideó un plan de traición a su Maestro que comenzó por desprestigiar a las mujeres de la Torre de Magdala, acusándolas, gracias a propagar rumores e insidias, de libertinas y hechiceras, imaginando que ellas estaban al corriente de, al menos, una parte de los secretos, por el trato preferencial, claramente secretista, que el Maestro empleaba con ellas entregándoles la custodia de los objetos mágicos cuando éstos dejaban de usarse, además de su clara predilección por Magdalena, que oficiaba de sacerdotisa en los ritos y oraciones. La maniobra fue relativamente fácil puesto que los sacerdotes del culto tradicional hebreo, los teócratas del Sanedrín, empezaban a ver al Maestro como un peligro, además su actitud hostil en el templo hacia los ritos y liturgias establecidos acabó por proporcionarles los más sólidos argumentos. Por otra parte Roma desde hacía algún tiempo temía que las casas de Magdala y Salomón se unieran, creando un poder nacionalista más poderoso —sin saber que la unión ya era un hecho y que incluso ya había generado descendencia—. Así fue como La Piedra 57


tuvo todos los ases en la mano. Sólo necesitaba que detuvieran a Yeshua durante unas horas, entrar en la Torre simulando un vulgar robo y arrebatar a las mujeres el secreto. Enterada Magdalena a primera hora de la mañana del sorpresivo arresto del Maestro, aunque en principio parecía poder resolverse pronto, en lugar de acudir a las autoridades se atrincheró en la Torre junto con sus sirvientes armados y tres de las Marías, las iniciadas de grado máximo como ella, impidiendo, de momento y sin saberlo, los planes de La Piedra, y esa misma tarde hablaron al espejo. Recibieron las instrucciones precisas de que, si ocurriese algo irremediable, debían huir al santuario más seguro, que en ese momento se encontraba guardado por los esenios en las montañas de Khirbet Qumrán, llevando consigo los modelos de los objetos mágicos y el cilindro de cobre con los escritos que Yeshua había traído de Oriente a su regreso a Palestina. Cuando al día siguiente se conoció en Al-Quds la sorprendente sentencia a muerte de Yeshua se dice que Sara, que por entonces debía de tener seis años, escapó de su casa y sin que nadie supiera cómo, consiguió colarse en la herrería de la cohorte romana encargada de las ejecuciones y robar uno de los clavos con los que iban a torturar a su padre, para ahorrarle sufrimiento. Así, con toda probabilidad gracias a la tela, Sara se transformó en la primera hija del viento, la primera mujer invisible, de las muchas que la estirpe real de Yerushalayim ha dado después. El ajusticiamiento del Maestro, apenas tres días después —en aquél atardecer tormentoso, solo y abandonado por sus seguidores—, fue tremendamente doloroso para la pequeña comunidad espiritual de las mujeres sin embargo esa misma noche las cuatro Marías y la pequeña Sara subieron a la terraza superior de la Torre de Magdala antes de que amaneciera, se envolvieron en las telas de cristales y volaron a Qumrán. 58


Durante el asalto de La Piedra a la Torre de Magdala, junto a varios de los traidores transformados ya en sus secuaces, lo único que encontraron aparte de habitaciones misteriosamente vacías fue un baúl sellado con infinidad de documentos, escritos por el propio Yeshua en arameo y en indi, con sus pensamientos y algunos conceptos básicos de sus planes, que, quién sabe, quizás algún día le podrían servir. Pero ni rastro de los objetos mágicos. De momento había que recuperar la confianza de los seguidores de Yeshua más pudientes –puesto que en el momento de su ejecución ya contaba con el apoyo de algunas de las familias más poderosas de la región, nacionalistas bienintencionados convencidos de que lo hacían en favor de un movimiento de independencia de Palestina—, para que siguieran haciendo sus aportaciones económicas, ya que cada día que pasaba donaban para la causa tierras, grano, enseres y barcas. Y aunque La Piedra y sus cómplices ya no podrían realizar milagros, sí podían infundir miedo hacia un dios airado que acababa de permitir la muerte de su hijo delante sus propios ojos. Las Marías fueron recibidas en Qumrán como portadoras de prosperidad y se integraron en la comunidad esenia rápidamente, pero los medios con los que contaban en este exilio eran tan primitivos que no pudieron desarrollar por sí solas la tecnología que mejoraría el mundo. Así supieron que debían esperar, perfeccionándose —tal y como Yeshua había caminado treinta años para acceder a la iluminación—, permaneciendo en las cuevas de Qumrán, proscritas. No obstante desarrollaron las dotes médicas y curativas del cáliz y contribuyeron al avance de la cultura en esta zona perdida del mundo propagando los conocimientos que ellas mismas iban adquiriendo gracias al espejo, tanto en química como en astronomía y agricultura. Uno de los mandatos más importantes que recibieron de los maestros del espejo fue el de aprender a hacer papel con las 59


fibras de las cañas de papiro y la corteza de árboles, que iban a recoger a gran distancia, al río Nilo, gracias a la vara y a la tela, con el objeto de que Magdalena pudiera redactar, en hojas de papel resistentes al paso del tiempo, el mensaje de los dioses que Yeshua había traído desde el Himalaya a los hombres. Cuando María Magdalena finalizó el trabajo, los rollos de papel fueron cuidadosamente untados en aceite de cedro, traído de los bosques de Líbano por el aire, y depositados en vasijas de barro selladas con cera de abejas en una cueva-santuario en lo más alto del acantilado de Khirbet Qumrán. Nueve años después de la muerte de Yeshua el espejo consideró que la labor de las Marías en Qumrán estaba cumplida y recibieron un nuevo mandato. Debían hacerse a la mar, cruzar el Mare Nostrum de los romanos y desembarcar en la lejana tierra de la Galia, donde las posibilidades de avance en la civilización parecían más probables. Cada una de las cuatro Marías llevaría uno de los objetos mágicos con la salvedad de la María más anciana que traspasó a Sara su responsabilidad, al ser esta ya una jovencita de quince años, ágil, rápida y espigada, que había demostrado gran habilidad en el uso de la tela voladora y que la llevaría, como hacía habitualmente, disimulada como parte de su vestido. Sara se encargó, además, de volar con la tela de cristales a Arimatea para encontrarse con José, el único hombre que les inspiraba confianza en toda Galilea, y prepararon los detalles de su fuga en una barca de su propiedad. José pidió a Magdalena sumarse él mismo en la huída. Todos estos años de miseria espiritual, con la dominación romana que parecía no acabar nunca y los traidores, que se llamaban a sí mismos discípulos de Yeshua, cantando a los cuatro vientos la falsa verdad de un dios iracundo, le producían una enorme repugnancia. José de Arimatea ya no amaba a su país y deseaba marcharse. Pocas semanas después, tras varios viajes con la tela para aca60


rrear sus pertenencias y a todas las personas, la comunidad de las Marías se encontraba en la playa de Jopa, a pocos kilómetros de Arimatea, donde ya estaba preparada la barca de José dispuesta para el largo viaje. Unos legionarios que patrullaban la costa vieron a lo lejos un grupo de personas cargadas con bultos que se dirigía hacia las barcas. Había orden estricta de que nadie se hiciera a la mar sin permiso de la autoridad y desde lejos les dieron el alto, pero cuando llegaron al sitio donde las habían visto, no había nadie. Lo único llamativo era que una de las barcas se había soltado de su amarre y, completamente vacía, se adentraba en el mar capeando las olas como impulsada por unos remeros inexistentes. Cuando ya no hizo falta la invisibilidad de la tela José la desplegó en el mástil de la barca y ésta los empujó, sin viento, a toda velocidad sobre el agua. Gracias a la dirección del espejo la navegación fue relativamente rápida y sencilla. Doce días después habían atravesado casi todo el mar Mediterráneo en el pequeño esquife y se hallaban bordeando la costa de la Galia. Tras haber navegado toda la mañana frente a la desembocadura de un enorme río, cuyo delta arrojaba al mar inmensas cantidades de lodo, recibieron la señal de tomar tierra en la primera playa donde vieran barcas. Se acercaron más a la costa y, cuando divisaron el sitio que parecía ser el indicado por el espejo, Sara de un salto se lanzó al mar con la tela y flotando sobre ella —como caminando sobre las aguas— dirigió suavemente la barca hasta la orilla. Nada más encallar en la playa vieron gente que se acercaba. Magdalena ya había aleccionado al grupo. Debían decir que provenían de tierras libias y que habían cruzado el Mare Nostrum a lo ancho. Ninguna mención a Galilea ni a Al-Quds ni a Yeshua ni a los romanos. Eran una familia buscando nuevas tierras donde asentarse. Estarían seguras mientras se mantuvieran discretas pero firmes. 61


Sin embargo el grupo no podía evitar llamar la atención: un anciano marinero muy musculoso y de largos cabellos canos acompañado de cuatro mujeres maduras de piel muy oscura y una joven muy bella, de una gracilidad y estatura nunca antes vistas por aquí. Los pescadores del lugar creyeron ver en ella a una princesa egipcia, porque iba vestida únicamente con la tela de cristales a modo de túnica, que parecía casi transparente cuando destellaba al sol. Así, en pocos minutos, la comitiva de Las Marías ya había revolucionado a la totalidad de la población de la pequeña aldea de pescadores, cuyos habitantes se fueron sumando a presenciar su desembarco, ayudándoles con su pertenencias y acompañándolas como en procesión desde la playa hasta las casas del puerto, intentando entenderse con ellas por señas. No había pasado ni media hora cuando, mientras se reponían ante un plato de sopa marinera y un poco de pan tierno que los pescadores les ofrecieron en una cabaña del puerto, oyeron el galopar de varios caballos y un instante después, ocupando todo el marco de la puerta de la desvencijada taberna, apareció la figura imponente del señor del lugar. El historiador renacentista Santiago de la Vorágine dice en su libro Legenda Aurea, que, en principio, Las Marías fueron repudiadas por el señor del lugar —por su aspecto y el color de su piel— sin embargo, tras exigirles que abandonaran la aldea, se sorprendió cuando la más hermosa de las mujeres maduras —y que parecía ser la jefa del grupo— se levantó, le miró a los ojos y le dijo, en un latín primitivo, que ella podría curar a su hijo enfermo. ¿Cómo pudo haber sabido aquella forastera de la enfermedad de su primogénito? Y cómo pudo, además, en pocos días, haberlo curado, efectivamente, con algunos bebedizos y oraciones, fue algo que desconcertó al castellano y que le hizo contemplar al grupo de mujeres como unos enviados providenciales. 62


En agradecimiento el señor les cedió una cabaña junto a un bosquecillo, no lejos de su castillo, y que pronto se transformó en el hospital de la región, del que la gente salía no sólo sanada sino imbuida de devoción por la dulzura y sabiduría de Las Marías. Esto hizo que la fama de las mujeres de piel oscura se extendiera por toda la región. Unos años después José marchó con Magdalena, Sara y una de las Marías hacia el Oeste y se instalaron en el País Cátaro, donde crearon una comunidad que fue polémica hasta siglos después de su muerte. Las otras dos Marías permanecieron en la vieja cabaña propagando su conocimiento cerca de aquél puerto que hoy, en su nombre, se llama Saintes-Maries-de-laMer. Pero la misión no había hecho más que empezar. El espejo dictó que los lugares que debían recibir los dones prodigiosos de la evolución humana serían la Galia, Britania y Germania. Así las comunidades espirituales más avanzadas de grandes hombres y mujeres de estas latitudes fueron avisados y se pusieron en marcha hasta los lugares donde se encontraban los distintos grupos de Marías, ávidos del conocimiento que éstas detentaban, como si fueran mensajeras del futuro. Todas las Marías tuvieron descendencia, ya que a pesar de ser maduras seguían siendo fértiles y Sara se entroncó con la familia galogermana que fue la raíz del árbol común de donde nacen todas las monarquías que conocemos hoy en día. Así el mensaje de los dioses que bajó del Himalaya vivificó, secretamente, en Europa y no, como estaba previsto, en la llamada Tierra Prometida, dando así un vuelco a las antiguas profecías y cambiando el curso de la historia de la Humanidad. La estirpe de Yeshua pudo continuar su labor de abrir las mentes a pesar de la ausencia del Maestro y, en las sucesivas generaciones de descendientes de la princesa Sara, su conocimiento se transmitió, aunque siempre oculto, escondido en textos herméticos y a espaldas de sus principales enemigos: la iglesia fundada por La Piedra 63


y sus secuaces que se extendía imparable. Sin embargo los planes de las Marías de expandir la verdad de las fuerzas telúricas y magnéticas por el mundo fue neutralizada algunas centurias después y los objetos mágicos volvieron a caer en manos ocultistas, las de otra casta sacerdotal, los Tetrarcas, esta sin visibilidad, sin rostro, que se hizo ultrapoderosa, instaurando nuevos imperios sangrientos que diseñaron desde la oscuridad el mundo que hoy conocemos, para perpetuar la esclavitud de los hombres. El núcleo de Tetrarcas, uno por cada uno de los Cuatro Troncos familiares de la progenie europea de Sara, en unos centenares de años controlaron toda posible disidencia interior. Los puristas de la idea de las Marías, conocedores de la verdadera potencia del ser humano, y que intentaban compartir el conocimiento universal fuera de las logias, fueron ridiculizados, vapuleados y finalmente eliminados. Solo una pequeña rama de los consanguíneos de Sara Kali, el primer fruto de la estirpe del Iluminado, sobrevivió fuera del Bosque de Poder de los Tetrarcas aunque fue condenada a vivir errante por el mundo, sin patria ni rey, a la intemperie, huyendo siempre de la engañosa protección de su tenebrosa Sombra. Estos somos nosotros, los romás. Los hijos del viento. Vagabundos que conseguimos mantener algunos poderes secretos como la invisibilidad, el desdoblamiento y el viajar por el aire o al menos eso es lo que dicen nuestras leyendas...

Y así terminé mi narración. Esa noche Vincent y yo nos fuimos a dormir muy tarde y un poco achispados, pero a la mañana siguiente, en el tren, estaba exultante otra vez y siguió hablando por los codos, de lo poco que conocía de España: apenas los cuentos de Bécquer y los cuadros de Velázquez y Goya, aunque mezclándolos indistintamente en su alegría. Al bajar del tren en Saintes-Maries todo le deslumbró, el rui64


doso gentío, el color canela de la piel de las cíngaras, las niñas con faldas como saris hindúes, los hombres hablando a gritos, la música flamenca, el olor a comida muy especiada en el aire, los caballos árabes galopando por la playa... Vincent me dijo que tenía la sensación de estar haciendo un viaje en el espacio, a España, y otro en el tiempo, al medievo, cuando en realidad seguíamos en el siglo diecinueve y apenas habíamos tardado dos horas en llegar en tren desde Arlés hasta la estación de Saintes-Maries. La procesión se inició a mediodía. La diminuta imagen de santa Sara Kali salió llevada a hombros sobre unas pequeñas andas de madera por una multitud que más que venerarla parecían disputársela. De la imagen de la santa, cubierta por infinidad de mantos, apenas asoma la cara, pequeña y espigada, de una mujer negra. Todos querían estar cerca, tocarla, mirarla. Gritos de mujeres, voces rudas de hombres, en español, en genovés, en provenzal, en romaní, que más parecían insultarla que venerarla. La marea humana que avanzaba rodeando la imagen, como un solo ente dotado de cientos de brazos en alto, era un magma de delirio que transmitía exaltación y felicidad. La procesión avanzaba con un bamboleo borracho y la imagen parecía dar tumbos sobre los hombros de los costaleros vestidos con túnicas blancas. Los ramos de flores volaban. La mañana primaveral era cegadora. Yo hacía rato que había abandonado todo intento de explicarle a Vincent nada sobre el ritual ni la fiesta en la que estábamos literalmente inmersos, porque ambos nos sentíamos como embriagados, sin poder hablar. Llevados por la marea humana caminábamos hombro con hombro a unos metros de la imagen de la santa. La música era atronadora. Cada familia, cada tribu, hacía su música. A veces coincidían los ritmos napolitanos con los mallorquines o los croatas y entonces era como beber una buena absenta u oler el perfume de un buen cous-cous 65


con harissa. Las guitarras, las trompetas y los tambores unidos a las palmas y el cante, todos al unísono, resultaban hipnóticos. Un poco más adelante vimos a una gran familia de músicos agrupados en semicírculo. Los hombres, todos vestidos de negro y con sombrero, tocaban un fandango interminable —que era una melaza musical de sabores griegos, andaluces y turcos—, con tubas, laudes, violines y acordeones. Las mujeres, haciendo círculo ante ellos, batían palmas y bailaban con frenesí. Vincent tiró de mi manga, pidiéndome sin hablar que nos apartáramos de la riada humana, para verlas bailar. Para él sus movimientos tenían una armonía nunca vista aunque, tal vez, si hubiera ido alguna vez al Moulin Rouge habría visto algo comprable en flexibilidad y erotismo, pero lo cierto es que nunca había tenido suficiente dinero para eso. Las mujeres que bailaban también se fijaron en él. En su cara pálida, inteligente, en sus ojos verdes radiantes bajo su sombrero de paja y en su sonrisa, divertida tras la barba pelirroja. Aquí hay que decir que los romanís en lo primero que nos fijamos es en la sagacidad de la persona que tenemos delante y, si descubrimos inteligencia en su mirada, la respetamos y la admiramos, porque nuestra principal fuente de alimentación procede precisamente de los otros, los lelos, los vanidosos, los torpes y miedosos. Los panolis, para entendernos mejor. Por eso es tan importante para nosotros saber distinguir de inmediato a una persona inteligente de un panoli, porque se trata de un asunto de supervivencia. Las castañuelas y las palmas alrededor nuestro repiqueteaban un mantra rítmico y sincopado mientras las mujeres seguían bailando. Los vivas a santa Sara se hicieron más intensos y una cíngara gorda y muy colorada comenzó a cantar un ritmo a la vez alegre y desgarrado. Las mujeres, que hasta entonces nos daban la espalda, abrieron el círculo imperceptiblemente mientras seguían batiendo palmas. Así Vincent pudo ver que 66


en el centro del grupo de mujeres bailaba una hija del viento que no debía de tener más de quince años y que era la mera reencarnación de Sara Kali. La jovencita descalza, que ya lo había visto, dio un giro y empezó a bailar para él, sin mirarle a los ojos aunque alzándose de puntillas para alcanzar la altura considerable de Vincent. Siguiendo el ritmo de las mujeres, que daban palmas cada vez más rápido, la pequeña Sara Kali levantó sus brazos morenos y delicados ondulándolos muy cerca del cuerpo de Vincent, que con los ojos muy abiertos y los brazos caídos a lo largo del cuerpo no atinaba a mover un músculo. Las manos menudas de la joven parecían palomas que sobrevolaran los hombros de Vincent buscando un sitio donde posarse, invitándolo a bailar. Sin rozarle, sus brazos bailaban alrededor del cuello del payo que para ella era un gigante de pelo rojo. Entonces la gitanilla se giró, dándole la espalda y alejándose de él, cimbreó su cuerpo y con las manos en las caderas, hizo otro giro en el otro extremo del corro y pareció que su cuerpo, como un junco, levantaba el vuelo y que su larga falda se multiplicaba al girar. En el giro la pequeña Sara Kali se había desprendido de su dikló, el largo pañuelo de colores que las mujeres romaníes llevan a la cintura, y que lanzaba destellos irisados alrededor de su cuerpo como el ala de un insecto al sol. Desde el otro lado del círculo de gente la pequeña Sara volvió a enfrentarse a Vincent y esta vez sí lo miró. A los ojos. Dio un paso seguro, clavando sus pies descalzos en el polvo del suelo y avanzó hacia él bailando y revoleando el dikló sobre su cabeza como si fuera la capa de un torero. Vincent parpadeaba extasiado. En ese momento un bullicioso grupo de gente alegre y despreocupada que bajaba por la calle me empujó, sin querer, fuera del círculo y me vi arrastrado por la riada humana unos metros calle abajo. Cuando pude volver Vincent ya no estaba en el círculo de mujeres que seguían batiendo palmas y bailando. 67


Lo busqué alrededor. Miré a un lado y a otro. Pregunté a mis paisanos cercanos pero, al parecer, nadie lo había visto. Como se acercaba el momento en el que la procesión mete la imagen de nuestra virgen negra en el mar me apresuré a la playa para no perderme el momento más importante de la romería. Este año fue muy emocionante. Las olas casi alcanzaron las andas y los costaleros estiraban el cuello para respirar llevándola lo más mar adentro posible. Los jinetes hacían que sus caballos galoparan playa arriba, tamborileando con fuerza la arena húmeda, para otra vez volver al galope a la procesión por el borde de las olas, levantando encajes de espuma. Las barcas engalanadas se balanceaban siguiendo el ritmo de la música. El pueblo romaní cantaba con esperanza y orgullo. A pesar de la emoción no me olvidé de Vincent. Lo busqué por todo el pueblo el resto de la mañana, en las fondas del muelle, en la plaza entre los grupos de bebedores y en la playa otra vez. Sabía que estaría bien y lo imaginaba divirtiéndose, pero él y yo habíamos quedado para comer con mis primos genoveses e iba a ser ahí cuando empezara la fiesta de verdad. Sin embargo Vincent no volvió a aparecer. Al día siguiente, el último de la fiesta en Saintes-Maries, se termina la romería con un homenaje, mucho más sobrio, dedicado al marqués de Baroncelli, un payo con alma romaní que hace dos siglos consiguió que se autorizaran las procesiones dedicadas a nuestra santa Sara Kali. Sin embargo ese año no me quedé. Esa mañana nada más levantarme del campamento de los genoveses tomé el tren de regreso a Arlés para buscar a Vincent, pero cuando llegué tampoco estaba en su casa. Después de dar unas vueltas por las habitaciones, descorché la botella de vino que había traído conmigo, me serví un vaso y fui hasta la sala. Después de tomar un buen trago de vino rellené de tabaco mi pipa, saqué la caja de fósforos y abrí un poco la ventana. 68


Entonces escuché que me decían, en español, pero con mucho acento francés: —Buenos días, Manuel. —¡Vincent! ¿Dónde estabas? No te oí llegar. —Es que ya estaba aquí. A tu lado. Todo el rato. —¿Aquí? —Sí. —Y se rió con una carcajada española—. ¡Casi te escuchaba pensar! —En serio, Vincent, no bromees conmigo. Ayer no te volví a ver ¿Qué pasó? ¿Y qué es eso de que estabas aquí? No entiendo. —Es demasiado increíble para creerlo, Manuel, incluso para un gitano como tú. —No me llames gitano. —Perdona. Incluso para un calé como tú. —Bueno, pero inténtalo al menos. —¿Sabes qué es esto? Me preguntó, sacando del bolsillo un trozo de tela brillante que cabía en su puño pero que, cuando la desplegó, sacudiéndola con ambas manos ante mí, medía más dos metros de largo. El velo tenía un color irisado indescriptible como indescriptible es la pluma de un pavo real. Distintos amarillos, verdes y naranjas brillaban con destellos dorados. Cuando lo rozó un rayo de sol que entraba por la ventana la habitación quedó salpicada de reflejos espejeantes. —Es un dikló romaní—, le contesté. —Sí, Manuel, pero no es un dikló cualquiera. Es el dikló de Sara Kali. —¿El dikló de Sara Kali? —La pequeña cíngara de Saintes-Maries, ¿recuerdas? Yo estaba bailando con ella antes de que yo desapareciera de tu vista. —Bueno, más bien ella estaba bailando para ti. —No. Estábamos bailando, los dos, pero con la mirada. En un momento dado se soltó la tela que llevaba anudada alrededor de las caderas y, bailando muy cerca de mí, la levantó sobre mi 69


cabeza y la soltó, dejando que ésta descendiera sobre ambos. Después se pegó a mí, me susurró al oído cumple tu deseo y, sin dejar de mirarme a los ojos, se abrazó a mí. —Eso no lo vi. —No, porque ya no estábamos allí. —¿Y dónde estabais? —En España. —¿En España? —Bueno, no en España, sino sobre España, era lo que yo había deseado. Íbamos volando sobre España. En todos los sitios a la vez, como en un sueño. Vi la Alhambra de Granada, El Patio de los Naranjos de Sevilla, La Mezquita de Córdoba, las marismas de Cádiz, todo como si estuviéramos, no sé cómo decirlo, en un sueño o en... —O en una película... —¿En una qué? — No, nada. No me hagas caso. Son cosas mías. —¿Te das cuenta, Manuel?. La leyenda que tú me contaste... Cuando Sara se quitó el velo en la costa de Palestina y Las Marías se hicieron invisibles en cuanto ella puso el dikló entre los soldados y ellas. Cuando navegaban por el Mediterráneo el pañuelo de Sara no es que hiciera de vela, sino que las propulsaba a través del mar y cuando llegaron a la costa de Saintes-Maries y ella cayó al mar, no es que el pañuelo la trajera milagrosamente a tierra, es que el pañuelo la desembarcó en la orilla. Todo eso hizo, y puede hacer, este trozo de tela. Como Vincent creyó ver una cierta incredulidad en mi mirada —aunque en realidad yo me debatía entre las creencias ancestrales de mi pueblo y mi pragmatismo de hombre del siglo diecinueve—, siguió hablando. —Manuel, yo sé que desde hace mucho tiempo quieres hacer un viaje. Anoche volviste a contármelo. ¿Quieres hacerlo ahora?—, me preguntó Vincent con una sonrisa. Yo le contesté 70


que claro que quería hacer ese viaje. Tenía que saber cuánto de verdad había en toda su historia. Entonces Vincent, echando el dikló sobre mi cabeza, gritó a mi lado la frase ritual ¡Cumple tu deseo! Inmediatamente sentí un pequeño vértigo, pero yo seguía sentado en el mismo sitio, sin haberme movido, sin embargo Vincent había desaparecido. La luz había cambiado sutilmente. Me levanté de la silla y me asomé a la ventana. Tuve que parpadear dos o tres veces. Lo que vi por la ventana ya no era Arlés. Era Valparaíso. Volví a meter la cabeza y dentro era Arlés. Seguía siendo la habitación de Van Gogh en Arlés. Me volví a asomar y era Valparaíso. Volví a mirar dentro y era Arlés. Hice este movimiento dos o tres veces más, hasta que lo obvio de la realidad hizo que la comprobación se volviera inútil. ¿Cómo puede ser? No lo podía creer. Me dejé caer, perplejo, en la rústica silla de Vincent pero, de pronto, escuché la sirena de un barco. Profunda, muy cerca, multiplicada por el anfiteatro de los cerros que rodean la bahía. Estiré un poco el cuello sin moverme del asiento y vi, a través de la ventana, las casas verdes, rosas y azules del Cerro Bellavista. Estaba paralizado. En Arlés las casas no tienen esos colores y Bellavista lo conocía bien por cuadros y fotografías. Con solo haber visto aquellas imágenes una vez habría podido distinguir entre mil la orgullosa torre de la iglesia de los Carmelitas, a mitad de altura de la escarpada colina, emergiendo entre las casas como un cohete. Había deseado ir a Valparaíso desde que unos primos míos, que se habían embarcado hacía veinte años para América, se habían asentado finalmente allí y siempre me escribían maravillas de esa ciudad. Había estudiado cientos de veces los grabados y los mapas que me habían mandado desde este puerto erizado de cerros que al instante supe que, si estaba viendo el Cerro Bellavista frente a mí, era porque yo estaba en el Cerro Alegre, muy cerca de 71


la casa de mis primos. Me levanté otra vez de la silla y volví a asomarme a la ventana, esta vez sacando medio cuerpo fuera y mirando hacia abajo. A mi izquierda y descendiendo hacia el mar, contemplé los tejados de hojalata pintados de rojo y verde, rematados con tragaluces épicos, como linternas de galeón, y más abajo, abriéndose ante mis ojos, la bahía. En el reflejo del sol matutino el mar parecía sólido, como un espejo metálico, y los inmensos veleros fondeados —muy quietos y erizados de mástiles— eran insectos fósiles atrapados en su luz ambarina. Abrí la puerta de la habitación a un oscuro pasillo. Todo era distinto a la casa de Arlés. Al final del pasillo había unas escaleras, apenas cinco escalones, que bajé corriendo. Al abrir la puerta la luz americana me cegó un momento. Salí a la acera. La puerta se cerró sola tras de mí. Al oír el sonido me giré, la puerta era roja. Miré hacia arriba para registrar el lugar en mi memoria. La casa era verde, de dos pisos, con un balcón pintado de rojo que miraba a la bahía. Quise memorizarla porque probablemente nunca volvería a entrar en ella. El día era espléndido. El sol otoñal de finales del mayo americano lo iluminaba todo sin filtros. La brisa movía la cabellera de las palmeras. Cumple tu deseo, escuché decir, pero esta vez dentro de mi cabeza. Respiré hondo y, con una sonrisa en los labios, eché a andar por la calle orientándome por la inclinación que me llevaría hasta el mar. Por fin estaba donde quería estar. Apenas unas semanas después de que se cumpliera mi deseo, lo supe años después, a Vincent le ocurrió un lamentable episodio —que más tarde se transformaría en una de las leyendas más manoseadas de la historia del arte—. Durante una noche de borrachera, en el breve tiempo que convivieron Gaugin y él en la Casa Amarilla de Arlés, el bretón de sangre peruana, extrañado por las sorpresivas desapariciones de su desequilibrado amigo, que se había vuelto adicto a viajar con el pañuelo, intentó sonsacarle la verdad. Vincent, en respuesta, le gastó 72


una broma desapareciendo con el dikló ante sus ojos. El bretón, sagaz y avispado, descubrió inmediatamente las ventajas de la extraña pieza de tela e intentó arrebatársela. Pelearon, borrachos de absenta. Paul había sacado el cuchillo del que nunca se separaba y Vincent rompió una botella con la que se enfrentó a Gaugin, para impedir que le arrebatara el dikló. Gaugin fue más rápido que él y le dio un tajo muy peligroso en el cuello, que empezó a sangrar profusamente. Vincent se quejaba pero seguía impidiendo con el gollete afilado de la botella que su amigo se acercara al pañuelo y a él. Gaugin, un poco asustado aunque furioso le dijo, —Está bien. Me largo, pero me llevo todo lo que tengas de valor, maldito colgado—. Y eso hizo. Mientras Vincent protegía el dikló e intentaba restañarse la herida del cuello, Gaugin tomó la caja donde Vincent guardaba el dinero del mes que acaba de recibir de su hermano, su reloj de bolsillo —el único recuerdo de su padre—, y dos o tres cosas más que echó en su saco, como el tabaco y la botella de vino que quedaba en la casa, y se marchó para siempre. Luego se corrió la voz de que Vincent se había automutilado, cortándose una oreja, por una mujer. ¡Qué estupidez! Si Vincent por entonces tenía una amante en Sevilla que le daba cada noche lo que él quería. La semana siguiente, encerrado en su casa hasta que su herida mejoró, Vincent pintó varios cuadros, hermosísimos, en recuerdo de nuestro paseo por Saintes-Maries. Barcas que parecen flores varadas en la playa al sol y uno, muy íntimo, que muestra una calle del pueblo con tres pequeñas casas blancas con techo de paja —el rincón exacto donde tuvo lugar su encuentro con Sara Kali— y que hoy se puede contemplar en la Kunsthaus de Zürich. Poco después del incidente con Gaugin, Vincent buscó refugio en un lugar donde nadie le conociera, el pequeño pueblo de Auvers-sur-Oise, muy cerca de donde vivía el doctor Paul 73


Gachet, su último amigo conocido. Los viajes con el dikló acabaron de trastornarle. Ya lo tenía desde hacía casi un año. Iba a Japón a emborracharse de paisaje, a España de sol y mujeres, a Turquía de opio. Su mente se expandía. Pero los regresos a su vida real eran cada vez más duros. Se volvió más misántropo aún si cabe. ¿Que por qué volvía? Por su hermano, por su padre, por su sobrino, porque temía quedarse solo y porque, en ese momento, como pintor sólo se podía triunfar en París. Había que estar en Francia, más al sur o más al norte, pero cerca de París. Todavía en esa época estaba atrapado por su anhelo de éxito y no podía sustraerse a él. Hubiera querido quedarse en todos los sitios donde había estado, en cada uno por una razón distinta y al no hacerlo una inquietud extraña iba madurando dentro de él, debatiéndose con su razón. El tiempo parecía pasar más de prisa y la necesidad de encontrar una solución empezó a ser acuciante. Unas semanas después esta solución apareció por azar. Una calurosa tarde de verano Vincent estaba paseando por la ribera del Ródano y vio entre unas cañas, semihundido bocarriba, el cuerpo de un hombre. Estaba muerto de un disparo en el cuello que le había destrozado gran parte de la cara. Tenía el pelo rojo, como él. Vincent lo envolvió en el dikló, que siempre llevaba consigo, y con el resto de tela se tapó él. Voló, cargando con el muerto, hasta el trigal de la señora Fillol, en Saint-Rémy, donde toda la gente sabía que él iba a pintar cada tarde. Cambió la chaqueta del cadáver por la suya y salió volando del trigal con el dikló, en medio de una bandada de cuervos, dueño de una nueva identidad y nunca más se le volvió a ver. No hay constancia de que regresara alguna vez a Arlés o a París o a su hogar en Holanda. Nadie sabe dónde fue. Pero es seguro que las ideas de Gaugin debieron influirle y lo más seguro es que se haya ido lo más lejos posible. A las antípodas. Ya no tenía necesidad de trabajar ni de que lo mantuvieran ya que 74


desde hacía un año la invisibilidad le proporcionaba todo lo que necesitaba, comida, bebida, dinero y con esos tres elementos podía tener un sitio donde vivir y pintar, y mujeres, sobre todo mujeres. Se sabe que un predicador pelirrojo, con acento centroeuropeo y bastante heterodoxo, al que le gustaba pintar cuadros muy coloristas, estuvo por esa época radicado en Auckland, Nueva Zelanda, para después desaparecer misteriosamente. Diez años más tarde, ya empezado el siglo veinte, oí hablar de un escurridizo falsificador de obras de arte que vivía en Filadelfia, en una gran casona estilo victoriano, suministrando versiones de cuadros de Van Gogh y de Gaugin de gran calidad, tanto que parecían auténticas, a los coleccionistas de New York y que, al cabo de un tiempo, cercado por la policía, también había desaparecido sin dejar rastro. Luego llegó a mí la noticia de que un pintor de aspecto nórdico, pero que hablaba francés fluido, inmensamente rico, había comprado una torre en lo alto de la Medina de Tánger, frente al mar, de la que no salía nunca y a quienes sus criados casi no conocían. La leyenda decía que podía aparecer y desaparecer a voluntad. Después, a finales de los años treinta, dio mucho que hablar en París un octogenario de nariz aguileña, muy parecido a Vincent, que perteneció durante un tiempo al círculo de Picasso. Se decía que había iniciado al español en varias disciplinas, como la técnica de la cerámica vidriada tradicional japonesa y que, justo antes de empezar a adquirir celebridad y empezar a ser reclamado por otros artistas, se había esfumado como por arte de magia, sin que se volviera a saber nunca más de él. Por supuesto todo esto eran especulaciones. Yo seguía en Valparaíso, cumpliendo mi deseo. Nada más llegar había convencido a mi familia para que abriera una sucursal del negocio de antigüedades aquí, de manera que —aunque en la distancia ya que nunca más volví a Francia— seguí durante todos estos años 75


conectado con el mundo del arte. Regularmente recibía noticias, por distintos medios, de personajes, artistas misteriosos, que me ponían en alerta sobre la pista del Vincent volador, que ahora ya sería un anciano, y me divertía fantaseando en qué caras pondría, qué diría, qué pensaría, viendo el fenómeno extraordinario en el que sus cuadros se habían trasformado apenas unos años después de su muerte. Otras veces, la edad me ha ido haciendo más reflexivo y menos soñador, prefiero pensar que el cuerpo del suicida hallado en el trigal de Saint-Rémy era el suyo y que finalmente Gaugin había conseguido arrebatarle el dikló, cosa que, por otra parte, no dejaría de tener sentido si revisamos un poco la vida que llevó el monumental bretón desde que se marchó de la Casa Amarilla de Arlés hasta su muerte. Sus viajes inverosímiles desde la Polinesia a París mientras vivía aparentemente en la miseria. Su vida crapulosa, polígama, en Tahití mientras el mercado europeo se saturaba inexplicablemente de esos cuadros exóticos suyos. Por no hablar de la misteriosa herencia que recibió, siendo ya un anciano y cuando parecía estar en la mayor de las ruinas, que le permitió cumplir su deseo de morir a cuerpo de rey en las Islas Marquesas. Sin embargo, hoy mismo, recordando otra vez aquellos tiempos, he descubierto que siempre pasé por alto otra posibilidad, quizás la más plausible: Que la reyerta de Arlés se hubiera saldado en tablas. Que aquella noche Gaugin, armado con su cuchillo, en el forcejeo con Vincent hubiera rasgado la tela, haciendo inútil ya la pelea. Y que, tras recobrarse ambos del shock ante lo irreparable —en medio de su estúpida perplejidad alcohólica—, hubieran optado por quedarse cada uno con una mitad del dikló y así, nimbados por su poder inconmensurable, hubieran decidido separar sus caminos para siempre. * * * 76


El Lado Izquierdo de las Cosas

El hombre que dejó de ver el lado izquierdo de las cosas no perdió la visión de su ojo izquierdo, ni tuvo un traumatismo ocular que le limitara la vista. Simplemente, después del accidente, dejó de ver el lado izquierdo de cada cosa. Por ejemplo ahora —que iba cruzando la plaza pavimentada de la zona de negocios de la ciudad—, si miraba al edificio de oficinas donde se disponía a entrar en este momento, toda la parte izquierda de la construcción de vidrio y aluminio quedaba tras una niebla blanquecina y un tanto cegadora, sin embargo, superpuesta a esa neblina, veía perfectamente la mitad derecha de los coches aparcados junto a la acera, la mitad derecha de las farolas, la mitad de la fuente ornamental y la mitad, siempre la derecha, de las personas que transitaban ajetreadas, así como de los objetos que éstas llevaban en sus manos; la mitad derecha de los maletines, la mitad derecha de los paquetes, de las carpetas con documentos... El hombre que dejó de ver el lado izquierdo de las cosas, al que llamaremos señor Right, se encontró teniendo que aceptar hechos dislocantes como que, si miraba a una persona de frente, veía su lado derecho correctamente pero si ésta se giraba delante de él, dándole la espalda, lo que veía era la parte de posterior del lado izquierdo, que antes no veía, sencillamente porque ahora era su derecha. La información que su cerebro recibía de su visión era la de un mosaico en movimiento, con zonas desdibujadas, en blanco, y otras que se entrecruzaban, superponiéndose en una danza de planos que aparecían y desaparecían según cambiaran de eje, como si un productor loco hubiera reunido a Kandinsky y a 77


Mondrian para hacer una película con Pixar. Todo le resultó más comprensible, una vez superada la sensación de vértigo inicial, cuando constató que delante de un espejo —del que por supuesto sólo veía su parte derecha— veía reflejada la parte izquierda de sí mismo que él mismo no se veía a simple vista. Porque si miraba a su brazo izquierdo no veía nada más que la bruma blanquecina, pero si se miraba en el espejo veía como el brazo invisible, ahora reflejado a la derecha, se movía y seguía respondiendo a sus ordenes perfectamente. Era como vivir en un mundo que todo él fuera la mitad derecha de esa novela de Ítalo Calvino, El Vizconde Demediado. Esta referencia literaria le hizo gracia y el señor Right, que era un gran lector, sonrió por primera vez en mucho tiempo. El neurólogo que lo atendía le dijo que la comparación con la obra de Calvino era buena pero que, en realidad, su caso parecía digno de otro escritor: el neurólogo Oliver Sacks, y el médico se puso a buscar en su biblioteca, hasta que le extendió la mitad derecha de un libro con un título largo en su portada. El señor Right leyó: ...qué..., más abajo, …dió a su mujer... y en la línea de más abajo, …un sombrero... y lo abrió para ojearlo. Con el libro abierto sobre sus rodillas sólo veía la página derecha. Dobló el lomo del libro, con el permiso del doctor, con la intención de ver la página completa, pero entonces dejó de ver la mitad izquierda de la página que tenía frente a él. El señor Right devolvió el libro al doctor y concluyó con tristeza, —Es posible que lo mío sea literario pero yo no puedo leer. Sólo veo la mitad de cada página—. El primer día que salió a dar un paseo, caminando solo por primera vez tras el accidente, se transformó en un auténtico experimento para el señor Right. En el hospital le habían proporcionado unas gafas polarizadas, a las que ya había empezado a acostumbrarse, que hacían que los vacíos blancos se atenuaran un poco, permitiendo que la fantasía del señor Right tuviera 78


que trabajar menos en cada movimiento que hacía, pero también constituían un nuevo reto: el tener que soportar que la visión de conjunto variara por momentos del magenta al amarillo o del violeta al verde, según le diera la luz a los objetos. Como durante toda su recuperación no le habían dejado ver la televisión, por los peligros neurológicos que conlleva, ni tampoco había podido leer los periódicos, y sus pocos familiares atendían sólo a conversaciones triviales para quitarle importancia a la gravedad de la situación, el señor Right salió aquella mañana a la calle completamente desinformado de lo que había ocurrido en los dos últimos meses. Mientras hacía la gestión que le había llevado a la zona de negocios el señor Right dedujo por algunos comentarios que escuchó a su alrededor que pronto habría elecciones. Le irritó un poco haber estado tan desconectado de la realidad como para sentirse en su ciudad, en su país, como un viajero de otro continente, que no supiera nada del desarrollo de los acontecimientos de importancia del lugar en donde acababa de aterrizar. Al terminar su gestión, y como la mañana era agradable, el señor Right decidió volver a casa caminando, dando un largo paseo, consciente de que le llevaría, además, el doble de tiempo por las precauciones que permanentemente tenía que tomar. Caminó largo rato por el centro del bulevar de la principal avenida disfrutando de la sensación de libertad recuperada que tiene el enfermo convaleciente que retoma poco a poco la vida cotidiana, que hasta el ruido de los coches esquivándole en el paso de peatones le resulta conmovedor, por ser una señal de que está vivo y caminando por su propio pie. Entonces el señor Right se dio cuenta de que, desde hacía ya un rato, la perspectiva de las farolas del paseo estaba cubierta hasta el infinito con banderolas de propaganda. No las había visto antes porque la brisa al moverlas las trasformaba en un sinfín de planos superpuestos, un mosaico de partes derechas movién79


dose y niebla blanquecina, un tanto incomprensible. Por los colores y la uniformidad que percibía dentro de la distorsión dedujo que, lógicamente, se trataba de propaganda electoral. Sin apartarse del bulevar el señor Right ahora estaba cruzando el barrio más aristocrático de la ciudad, que había conseguido aislarse de la chusma burocrática de los edificios de oficinas más modernos con una frontera artificial, un paso elevado diseñado para que una calle transversal con mucho tráfico sobrevolara el bulevar y se alejara lo antes posible de los dominios exclusivos. Esta frontera la había erigido en los años setenta, con toda intención, un alcalde con título nobiliario que vivía a unas manzanas de allí. En las monumentales columnas de hormigón que sostenían el puente, posándose sin escrúpulos en el centro del viejo bulevar, había propaganda electoral pegada hasta una altura inverosímil. El señor Right se detuvo a la sombra del paso elevado a mirar los carteles. De pronto algo le sobresaltó. En los carteles de la Democracia Cristiana, de los que como todo lo demás solo veía la mitad, sorprendentemente la foto del candidato, que le caía mal a casi todo el mundo con sus ojillos de rata y su estúpida mirada satisfecha, estaba completa. Con los dos ojos, las dos cejas, las dos orejas flotando en el aura blanquecina de la ausencia de lado izquierdo del cartel. Era la primera cara completa que veía desde el accidente. En otro cartel, en el que el mismo candidato posaba con otros dos candidatos segundones que sí aparecían demediados, volvía a pasar lo mismo. El candidato principal aparecía con su cara y su cuerpo completos. El señor Right reflexionó durante un momento, y luego dijo en voz alta, —Está claro que el líder de la DC no tiene lado izquierdo—. Giró alrededor de la columna buscando propaganda de otras formaciones políticas, pero se dio cuenta de que en este barrio eso era imposible, de manera que siguió andando. Todavía estaba a mitad de camino de su casa en el barrio de la Estación. 80


Al llegar al centro el señor Right tuvo que extremar las precauciones, ya que tuvo que cruzar dos grandes avenidas, varios pasos de peatones atestados de gente y no pudo fijarse demasiado en si volvía a ocurrir aquello en otros carteles del líder de la derecha. Cuando por fin pudo atajar por una calle más tranquila se sintió más seguro y comenzó otra vez a caminar más rápido y con decisión. Ya faltaba menos. Pero cuando desembocó en la gran plaza delante de la Estación le sorprendió que las paradas de los autobuses que venían de los suburbios estaban literalmente vacías. A medida que bajaba hacia el sur parecía que la ciudad se despoblaba, sin embargo el tráfico seguía igual, y el ajetreo de personas —ahora prácticamente invisible para el señor Right— parecía que continuaba invariable, por la cantidad de bultos, maletas, bolsas, mochilas, que veía aparecer a su alrededor en destellos sobre un magma lechoso. De vez en cuando percibía medias personas pero tan filtradas por distintos planos blanquecinos que, a los pocos que veía, le parecía que estuvieran bajo el agua. En ese momento a su lado arrancó un autobús que, cerrando las puertas, aceleró y giró en la rotonda. Iba vacío, tan vacío que no solo no había nadie en su interior sino que además nadie lo conducía. El señor Right no acertaba a comprender. ¿Estaría perdiendo ahora la facultad de ver las personas? El señor Right cruzó la plaza dejando atrás la Estación y enfiló por fin el principio de su calle a paso ligero. Estaba preocupado, sintiendo que tropezaba con seres invisibles que protestaban e incluso le empujaban, increpándole. Ahora sólo veía subir por la calle la mitad derecha de carritos de la compra, carteras escolares, mochilas, paquetes. De un furgón de reparto los paquetes salían solos volando por el aire, los taxis circulaban sin conductor. El mundo entero se había vuelto loco. Un momento. El señor Right se detuvo, entorpeciendo a medio cochecito de bebé que subía autopropulsado por la acera 81


a toda velocidad, porque sin darse apenas cuenta acababa de hacer una asociación de ideas que le aclaró todo. Pidió disculpas al cochecito y se apartó lo mejor que pudo en medio de la confusión de peatones invisibles. La asociación de ideas que había hecho era que, si el líder de la DC no tenía lado izquierdo ni siquiera en los carteles —y él lo había visto completo— lo que estaba ocurriendo era que cuanto más al sur bajaba y más se alejaba de los barrios burgueses, vería a menos gente porque no sólo no podía ver el lado izquierdo de las cosas, ¡sino que tampoco veía el lado izquierdo de las personas! Y por aquí casi todo el mundo era completamente de izquierdas. El señor Right, haciendo otro símil literario, pensó ahora que su vida empezaba a parecer una novela de Saramago y eso le animó extrañamente, porque, a pesar de que eso no resolvía su problema visual, pensó que quizás podría ser útil a la sociedad de alguna manera, porque esta lesión empezaba, por primera vez, a parecerle un don, una facultad única. En esos pensamientos estaba cuando desembocó en la plaza próxima a su casa donde se indicaba el inicio de la Autopista del Sur. Entonces lo distrajo, porque era imposible abstraerse de él, un inmenso telón impreso con fondo rojo que cubría la fachada completa de un edificio. El señor Right se quedó estupefacto: sobre el cartel, y de diez pisos de altura, le miraba fijamente la efigie casi juvenil, de sonrisa discreta, del presidente del gobierno socialista —que según todos los indicios se jugaba su futuro en estas elecciones, criticado por su propio partido por su excesiva tibieza política— cuyo rostro aparecía sospechosamente completo, con sus dos ojos, sus dos cejas, sus dos orejas y la nariz completa, flotando sobre el aura blanquecina de la ausencia de lado izquierdo del inmenso telón.

* * * 82


Amelia en silencio

Aquella mañana Amelia se despertó más temprano de lo habitual, salió de su habitación y, caminando descalza por el largo pasillo de la casa todavía en silencio, fue hasta el solemne despacho de su padre, vacío a esas horas, y una vez allí tomó de la estantería un sobre nuevo de color marfil, guardó en él su voz y a partir de ese momento se negó a hablar. Amelia creyó que nadie la había visto hacerlo, pero no estaba sola. Su madre, que en ese momento iba a entrar en la cocina, la vio —por pura casualidad, si eso es posible— a través de la puerta entornada del despacho, buscar en el estante donde su marido guardaba la papelería, tomar un sobre de color marfil y meter su voz dentro. Luego la vio cerrar el extremo engomado, humedeciéndolo apenas con la punta de su lengua sonrosada. Después la vio salir otra vez, cerrar la puerta tras de sí, y alejarse, iluminando con su camisón blanco la oscuridad del pasillo y, con el rectángulo de papel color marfil en su mano, entrar en su habitación. No tardó más de lo que he tardado en contártelo, la madre de Amelia siempre añadía a quién quisiera escuchar su historia. Como Amelia se negó a hablar no pudo, ni quiso, explicar los motivos que le llevaron a hacerlo. Ni siquiera por gestos o escribiendo ya que, al menos para Amelia, la voz no era sólo la palabra. Para ella la voz, además de los sonidos articulados por sus cuerdas vocales, era la suma de la expresión y los gestos que siempre acompañan a las palabras, es decir, el total de modos de comunicarse asociados a lo verbal. Por tanto, al guardar su voz en un sobre cerrado, toda su expresividad desapareció dejando a Amelia muda e inexpresiva como un pez. 83


Todos los esfuerzos por hacerla cambiar de parecer chocaron frontalmente con su hieratismo imperturbable que, poco a poco, fue desanimando a todos los miembros de la familia, que no comprendían cómo alguien podía tomar esa decisión y mantenerla a pesar de los ruegos, las súplicas, las lágrimas y, por último, las estériles amenazas. Amelia, sin su voz, no sólo dejó de ser la persona alegre y confiada que todos recordábamos, sino que, además, tuvo que dejar su trabajo, porque sin voz ya no era útil para nadie. Inmóvil, sumergida en un sillón de la sala, simplemente miraba por la ventana y contemplaba –o eso nos parecía a nosotros— pasar la vida de los otros. Se diría que sin voz incluso sus necesidades habían desaparecido. No comía, no bebía y no dormía, daba la impresión de que se alimentaba únicamente de la luz que entraba por la ventana que daba a la calle Victoria. Lo cierto es que, antes de ese domingo aciago, Amelia ya estaba algo rara. Desde hacía unas semanas parecía todavía más pálida de lo habitual y sus ojos aún más grandes. Daba la impresión de que la mayor parte de su expresión se había trasladado a la parte superior de su cara, ya que su frente redonda, casi infantil, transmitía —con pliegues interrogativos y arrugas circunflejas—, cosas que parecía que nunca antes se hubiera preguntado. Amelia había sido una niña alegre, aunque nunca había confesado que en los difíciles años de la pubertad se había sentido presionada por los comentarios que todas las amigas de su madre hacían sobre su delgadez, sus brazos flacos, sus patas de alambre. Quizás no debería de haberse guardado todas estas cosas dentro porque quién sabe si ahora, que estaba en esta edad tan mala, casi a punto de cumplir los treinta, todo habría sido mucho más sencillo. Durante la semana Amelia estaba fuera de casa exactamente ocho horas y treinta minutos, es decir su jornada laboral y quince minutos para ir caminando 84


desde la calle Victoria hasta la avenida Brasil, donde estaba la oficina, y otros quince para volver. Nunca se entretenía camino de casa. Nunca. Jamás. Por eso todos en la casa recordaban perfectamente que el viernes, dos días antes de guardar su voz en el sobre de color marfil, Amelia había vuelto un poco más tarde del trabajo. No demasiado. Quizás diez minutos más tarde de lo habitual en su rígida cronología y se encerró en su habitación sin querer cenar. Al día siguiente —el sábado, que no trabajaba—, apenas si cruzó un par de palabras con su madre y estuvo todo el día metida en su cuarto oyendo la radio, con la puerta cerrada. Estaba nerviosa, impaciente, como ansiosa, decía su madre, que ya se había rendido a la evidencia de que nada se podía hacer, más que esperar a que ella depusiera su actitud. A esto había que sumar la desgracia de que, en poquísimo tiempo, la noticia había recorrido la calle Victoria en ambos sentidos y ya todos sabían que Amelia estaba enferma, que ya no iba a trabajar, que hacía semanas que no salía de su casa. —Fíjese que yo ya había notado que últimamente estaba más pálida, pobrecita—, le decían a la madre, pero a ella recibir las condolencias de las vecinas que de verdad la apreciaban la deprimían más que los chismorreos a sus espaldas. —Sólo me faltaba esto. Así no va a haber manera de casar a esta niña—, se lamentaba en un susurro cuando nadie la oía. El hijo de los vecinos de toda la vida, Felipe, era todo lo opuesto a Amelia que se podía ser. Recio, compacto, anguloso, pequeño, de piernas fuertes, tez morena y pelo muy negro. Su cabeza era como una pelota de cuero achatada por los polos. Esto hacía que la expresión de su cara pareciera como comprimida a la fuerza y que su boca grande y sus bonitos ojos oscuros quedaran demasiado cerca, unidos por una nariz muy ancha que buscaba hacerse sitio entre ambos. Felipe vivía dos pisos más arriba y, durante buena parte de la infancia, él y Amelia habían sido compañeros de juegos por 85


pura proximidad. Él siempre la había mirado con admiración porque Amelia le parecía muy hermosa, pero a medida que se fueron haciendo mayores —y Amelia más taciturna— su amistad inocente y callejera se había diluido en apenas un saludo al cruzarse en la escalera o en el portal. Para Felipe la enfermedad, la debilidad, como él llamaba al nuevo estado de Amelia, le había dado la oportunidad de recuperar un espacio cerca de la chica que había idolatrado desde niño, de manera que, con el permiso de la madre de Amelia empezó a visitarla algunos días por las tardes, al volver de su trabajo. Cuando Felipe se sentaba frente a ella, los dos sin hablar, con las sillas de ambos arrimadas a la mesita junto a la ventana —desde la que se contemplaba con toda comodidad la perspectiva de la calle Victoria, siempre ajetreada al atardecer—, la palidez y las facciones afiladas de Amelia parecían acentuarse. El óvalo de su rostro y su amplia frente enmarcada por su pelo color miel, parecían aureoladas de una claridad especial cuando estaba junto a él, tan oscuro, tan hosco. Quizás fueran las circunstancias, el barrio —o sea, la calle Victoria— o los colegios a los que fueron y lo que aprendieron en ellos, sumado a que los años cincuenta fueron un poco grises —con la eterna banda sonora de boleros y canciones españolas e italianas, siempre sobre desengaños amorosos, cuando no se trataba de algún tango, que era casi peor—, amén del clima siempre cambiante de Valparaíso, que incluso en verano cuando vas a la playa tienes que llevar una chaqueta por el viento que se levanta al caer el sol, hizo que ambos niños —aburridos la mayoría de las veces, pero ingeniándoselas para inventarse juegos y diversiones en una época en la casi no había juguetes— y cada uno a su manera, fueran en realidad unos niños normales, con la normalidad de los niños de entonces. Ahora tenían veintisiete, quizás veintiocho y, que se supiera, ninguno de los dos había tenido pareja conocida. Aunque algo 86


había cambiado para Felipe, porque ahora cada día después de salir de su trabajo administrativo en la municipalidad se iba directamente a casa. Subía los escalones, resonando sus pasos —sólidos, como él— en la vieja escalera de madera, pasando por delante de la puerta de Amelia, a dejar sus cosas en su casa. Después de quitarse la chaqueta, lavarse la cara y tomar un nescafé bebido, que le daba fuerzas, bajaba otra vez los dos pisos que les separaban y llamaba al timbre de la casa de Amelia. Allí su madre le abría la puerta cada día con el rostro más compungido. A Felipe le parecía que a la madre de Amelia la vejez la iba alcanzando a mayor velocidad que a las demás señoras del barrio, a medida que su hija persistía en su actitud. La madre lo hacía pasar a la sala sin decir una palabra y, después de cerrar con exagerado cuidado la puerta acristalada del pasillo, los dejaba solos. Así, también cada día, Felipe podía comprobar que nada había cambiado desde el día anterior. Allí estaba ella de perfil, inmóvil, con su pelo color miel muy liso mirando hacia la calle a través de la luz tamizada por los visillos, pálida, quieta, radiante, como una figurita más en la recargada sala de estar. Felipe empezó a traerle cada día un pequeño detalle, una revista, una cajita con tres bombones rellenos, un pasador para el pelo, baratijas compradas en el kiosco de la esquina, sin saber que con ese pequeño gesto estaba haciendo que esos ratos que él estaba de visita fueran para ella los únicos momentos especiales, distintos cada vez, de un día que, hasta que él llegaba, había sido igual que ayer y que antes de ayer y que toda la semana. Una de esas tardes a Felipe le pareció ver que en el rostro inerte de Amelia había aparecido, como un destello, un atisbo de sonrisa microscópica justo cuando él había puesto sobre el tapete de la mesa y frente a sus ojos el pequeño obsequio diario. Eso fue lo que lo decidió a dar lo que para él sería un paso de gigante. Al día siguiente le traería una flor. Cuando Amelia vio la flor que Felipe acababa de dejar sobre 87


la mesa, delante de ella, abrió mucho los ojos y se giró hacia Felipe, clavando sus inmensos ojos tristes en la mirada de él. Felipe, que había seguido todo el movimiento con detalle, le sostuvo la mirada un largo segundo, dos largos segundos, tres largos segundos, cuatro largos segundos, hasta que ya no pudo más y, bajando la vista, volvió a posar la mirada sobre la flor y, señalándosela, le preguntó muy bajito si le gustaba. Amelia seguía mirándole fijamente así es que para obtener respuesta Felipe no tuvo más remedio que volver a mirar los ojos de Amelia que parecían no querer moverse por temor a que esa lágrima que se acumulaba en la frontera de su párpado se desbordara sobre su mejilla. Al día siguiente, tras abrirle la puerta, la madre aprovechó la oscuridad del vestíbulo para decirle a Felipe, en un susurro, que parecía que lo de la flor no había sido muy buena idea porque ayer, después de que él se había marchado, Amelia había pasado toda la tarde llorando en silencio. Felipe escuchó a la madre sin decir nada. Después, mirándola a los ojos, levantó su mano derecha que sostenía otra flor solitaria, tan humilde como la de ayer. Ambos observaron la flor en silencio, quietos en la penumbra, hasta que Felipe, abriendo otra vez la puerta de la calle, musitó —Ahora vengo— y se marchó cerrando sin hacer ruido. La madre de Amelia se quedó quieta, sin moverse, mientras escuchaba los pasos de Felipe que bajaban cada vez más deprisa la vieja escalera de madera y, cuando dejó de oírlos, volvió a encerrarse en la cocina. Pasó media hora, quizás más, y ya estaba pensando que Felipe jamás volvería, que había sido una tonta diciéndole lo de la flor que, al fin y al cabo, él era la única compañía que tenía la pobre Amelia y unas lágrimas no hacían mal a nadie e incluso podían ser el principio de que Amelia empezara a reaccionar, y ahí estaba, castigándose en silencio, cuando sonó el timbre una sola vez, brevemente, como cuando llama alguien de la familia. 88


Fue hasta la entrada apresuradamente y, sin mirar por la mirilla como hacía habitualmente, abrió la puerta y vio a Felipe sonriente como hacía mucho tiempo que no lo veía. De hecho desde que era un niño y venía a buscar a Amelia a la carrera, como hacen todos los niños, no le había vuelto a ver sonreír así. Intentando ocultarlo tras de sí, traía un inmenso ramo de rosas que era como una explosión. Cuarenta rosas frescas, rojo sangre, que, cuando Felipe lo puso entre ambos, la madre sintió que todo alrededor era gris, no sólo la escalera o el vestíbulo de la casa siempre en penumbra, sino que toda su vida le pareció triste, oscura y sin color. Felipe aprovechó que la madre seguía como hipnotizada por el monumental ramo de rosas para pasar junto a ella, abrir la puerta de cristal de la sala y cerrarla tras de sí con sumo cuidado. Al principio hubo un silencio espectral en toda la casa –incluso los ruidos de la calle Victoria parecieron atenuarse— y luego la madre, inmóvil todavía en el vestíbulo, empezó a escuchar al otro lado de la puerta un susurro como el arrullo de una paloma. Al principio sonaba muy bajito pero fue subiendo de volumen, definiéndose como un sollozo ascendente, adagio sostenuto, justo hasta que se abrió la compuerta del llanto y fue aumentando de intensidad, llegando hasta la cima del llanto afligido para allí romper en un lamento desgarrado. Un grito larguísimo de desconsuelo total. La madre dudaba si entrar o no porque, tras la puerta de cristal, ahora se veía sólo una silueta de pie al contraluz de la ventana de la sala. Debían de estar uno al lado del otro, muy juntos o tal vez abrazados, así es que se quedó muy quieta, esperando. El llanto de Amelia fue amainando y poco a poco, casi una hora después de las rosas rojas, la tranquilidad pareció regresar a la casa. Durante un buen rato el silencio estuvo pesando sobre los hombros de la madre, hasta que la puerta de cristal de la sala se abrió y se escucharon unos pasos decididos por el pasillo que 89


sólo podían ser los de Felipe. La madre asomó la cabeza desde la puerta de la cocina, lo vio entrar en el cuarto de Amelia y lo escuchó buscar ruidosamente entre sus cosas. Un minuto después Felipe salió, esta vez llevando en su mano el sobre de color marfil donde Amelia había guardado su voz, y volvió a la sala, cerrando otra vez la puerta de cristal tras de sí. Amelia mientras tanto, con las manos juntas sobre el regazo y su palidez algo más sonrosada, volvía a estar sentada en la sala, aunque ya no miraba, ausente, por la ventana, sino que, con la vista puesta en la puerta de cristal abierta, esperaba –escuchando atenta el sonido de los pasos por la casa—, el regreso de Felipe. Amelia tomó lentamente el sobre de color marfil que Felipe le extendió y lo sujetó entre las palmas de sus manos, frotándolo suavemente como para darle calor. Felipe se sentó frente a ella, muy quieto, sin moverse, mirando únicamente los dedos de Amelia que sujetaban el sobre. Entonces Amelia inspiró profundamente y comenzó a hacer el gesto que todos habían esperado durante meses. Lentamente despegó la goma del sobre donde había guardado su voz y luego, abriéndolo muy despacio, miró en su interior. Amelia abrió la boca e intentó hablar, pero no pudo. Volvió a intentarlo pero sólo emitió un jadeo inarticulado, a la vez que un grito mudo de espanto se dibujaba en sus grandes ojos verdes. Felipe tomó el sobre de color marfil que había caído sobre la alfombra y sin dudar miró en su interior. Entonces comprendió el terror en la mirada de Amelia. El sobre estaba vacío. Dentro no había nada.

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La fuente de los signos de interrogación (Dedicado a Enrique Porta)

Solo aquél que ha preguntado mucho puede comprender mucho. Y solo aquél que mucho comprende hace justicia. Stefan Zweig (1881-1942)

Esa vieja idea de que el ser humano habría desarrollado en el devenir de su evolución lo que conocemos como lenguaje ha quedado obsoleta. Recientes descubrimientos científicos demuestran que elementos fundamentales del lenguaje son anteriores a la aparición del hombre y por tanto independientes de él. Científicos limniólogos suizos del Instituto de Microbiología de la Universidad de Locarno han descubierto en una zona agreste de los Abruzzos italianos un manantial que ha dado al traste con toda la teoría de la evolución del lenguaje. Durante una investigación sobre los hidrozoos que viven en los manantiales de agua dulce han sido descubiertas ciertas macrobacterias, densas y visibles a simple vista, que tienen la forma de signos de interrogación. Aislados e investigados en el laboratorio los signos de interrogación se han comportado como tales, dando mudas muestras de extrañeza de encontrarse en dicha situación, agrupándose en parejas y ejecutando movimientos, aparentemente voluntarios, de contracción, expansión y dilatación frente al microscopio, que ya han sido denominados como movimientos de interrogación. Posteriormente se procedió a aislar a varios ejemplares para su estudio, algunos de los cuales fueron viviseccionados, ante la aparente estupefacción de los demás miembros de la co91


lonia estudiada, que realizaron innumerables movimientos de interrogación. Pero lo verdaderamente extraordinario del descubrimiento estaba por venir, ya que una vez analizada la secuencia genética de los signos de interrogación se comprobó que era completamente diferente a las del resto de las especies, puesto que, a pesar de tratarse de entes de apariencia zoomórfica, los signos de interrogación comparten muy pocos cromosomas con los animales. Por otra parte, tampoco se puede decir que se trate de ninguna forma vegetal relacionada con el plancton de agua dulce y, desde luego, en caso de que se tratara de un mineral, sería el único mineral capaz de realizar movimientos voluntarios, de modo que los asombrados científicos tuvieron que admitir que se encontraban ante un nuevo tipo de organismo en el panorama de las Ciencias Físicas, al que bautizaron con el nombre de interroguita. Tras un primer análisis epidemiológico se constató que los signos de interrogación no afectaban negativamente a la potabilidad del agua del manantial y que podían ser ingeridos como un componente más, exactamente igual que las sales y minerales que se encuentran habitualmente en el agua de montaña. El agua de la fuente de los signos de interrogación primero fue testada en animales, por vía oral, simplemente añadida al agua diaria. Así ovejas, palomas y ratas han dado un resultado negativo en todos los aspectos. No dándose en ellos ningún indicio de cambio de comportamiento. Sin embargo probada en chimpancés dio como resultado una gran inquietud en los primates, así como muestras de nerviosismo seguidas de estados de melancolía, que ha obligado a retirar del test a los sujetos experimentales a petición de la Comisión de Protección de los Animales. Al retirárseles la ingesta de agua del manantial de los signos de interrogación los primates, tristes y meditabundos, tardaron varios días en recuperarse, aunque la analítica posterior no desveló ninguna toxicidad, ni se detectaron efec92


tos secundarios al suspenderse el tratamiento, por tanto se la consideró segura y, con sumas precauciones, se procedió a darla a beber, en pequeñas dosis, a humanos. Así, durante primavera del año dieciséis, una serie de voluntarios de distintas características, encerrados en el laboratorio suizo, bebieron el agua de la fuente de los signos de interrogación. El resultado fue notable. Tras la primera ingestión de agua la cantidad de preguntas que suscitó en los sujetos estudiados fue enorme. ¿Qué hacemos aquí? ¿Es esto algo de mi incumbencia? ¿Y usted quién es? ¿Qué hago yo formando parte de un experimento científico? ¿Me pagan lo suficiente? ¿No estaría mejor ganándome la vida de otra manera? ¿Para qué quiere saber cómo me siento después de beber el experimento si no sé adónde voy ni de dónde venimos?, si ni tan siquiera me he podido responder al sempiterno ¿quién soy? Además ¿qué sentido tiene estar aquí? O mejor dicho ¿estamos realmente aquí o es una ilusión? ¿Por qué existe este laboratorio? ¿Y ya que existe, por qué es de éste modo y no de otro? Es más, pensándolo bien, ¿para qué existe, cuando podría haber nada? Y, en cualquier caso, me gustaría saber ¿qué contenía esta agua, que me encuentro lleno de dudas? Y, como última pregunta, ¿Tienen a mano un antídoto? ¿Puedo tomarlo ya? Después de estudiar detenidamente el caótico diagrama resultante del test, el director del Instituto Microbiológico decidió catalogar la fuente de los Abruzzos como alucinógena, sellando el manantial temporalmente. Así mismo solicitó a los controladores de los Parques Nacionales de las provincias orientales de Italia muestras de todos los manantiales a partir de mil quinientos metros de altura, por acotar el muestreo. Un mes después el resultado de los análisis de todas las aguas recibidas determinó que, en al menos el cincuenta por ciento de los manantiales se encontraron trazas de signos de interrogación aunque nunca la altísima concentración encontrada en los 93


Abruzzos. Pero lo más curioso fue que los rutinarios informes del laboratorio, además de intentar definir los parámetros de la nueva especie, estaban llenos de preguntas ¿Habían existido siempre los signos de interrogación entre los compuestos del agua de montaña? Y si es así, ¿cómo es posible que no se hayan detectado hasta ahora? ¿Cómo se relacionan los signos de interrogación en su hábitat natural? ¿Cómo se reproducen? ¿Estarán afectando los signos de interrogación a las plantas y animales de su entorno? ¿Cuán perjudicial puede resultar para el organismo humano la ingestión continuada de signos de interrogación? ¿En qué medida esta nueva bacteria afectaría a las depuradoras de agua? Para concluir en unas conclusiones generales que no eran más que otra sucesión de interrogantes ¿Desde cuándo se puede establecer que los signos de interrogación están manando? ¿Se trata de un fenómeno nuevo? Y si es así ¿se trataría de una reacción al cambio climático o por el contrario lleva ocurriendo desde el principio de los tiempos? y, de ser así, ¿qué importancia habría tenido en la evolución de las especies? ¿Podemos trabajar con el supuesto de la posible existencia de otras bacterias ortográficas? Cuando el director terminó de leer el informe se puso de pie inmediatamente para tomar medidas pertinentes ya que sospechaba que dentro de su propia institución se estaba bebiendo el agua contaminada, pero esa impresión le duró tan solo un instante porque de pronto, derrumbándose otra vez en su cómodo sillón de cuero, se hizo un montón de preguntas ¿Qué derecho tengo yo a cuestionar la lealtad de mis subordinados? ¿Por qué la llamo agua contaminada? ¿A qué se debe esta repentina curiosidad por lo que se bebe en mi laboratorio? ¿Es que no estamos en Suiza y todo está bajo control? ¿Por qué no puedo controlar este inesperado deseo de convocar a la prensa para que me hagan algunas preguntas sobre una nueva epidemia que puede poner en peligro el funcionamiento del 94


país? Por otra parte y, llegado el caso, ¿deberíamos de activar el protocolo de pandemia? ¿Pandemia he dicho? ¿Por qué llamarla así? ¿Por qué no llamarla nada? pero, ¿qué es la nada? ¿La negación del ser?, aunque ¿no es más cierto que una parte de mí —que soy y estoy siendo— es, así mismo, nada también? ¿Y si contengo a ambas, no seré por tanto absoluto? ¿O incluso no-nada? Esa misma semana el director del Instituto Microbiológico de Locarno fue relevado de su cargo por comportamiento errático y abandono de sus funciones. El panorama que encontraron los inspectores de la Agencia de Racionalidad Suiza (ARS) —enviados por el gobierno para investigar, acompañados por un contingente de la Guardia Suiza Vaticana— al llegar a la afamada institución locarnesa era caótico. El servicio de seguridad había, literalmente, desaparecido. Allí podía entrar y salir quién quisiera. El panorama en el interior del edificio era desalentador para un suizo, sin barrer ni limpiar desde hacía días, ya que el equipo de limpieza había tenido una epifanía existencialista simultánea y grupal —si se puede llamar así a cuestionárselo todo— y se encontraban reunidos en asamblea permanente en el parking subterráneo. El vestíbulo por otra parte se encontraba lleno de grupos de personas que conversaban, discutían, pero sobre todo preguntaban, se preguntaban. En las plantas de investigación muchos habían sacado el mobiliario a los pasillos para poder conversar mejor. Nadie trabajaba. Se debatía, se contestaba, se preguntaba y cada pregunta generaba más preguntas, siempre otras preguntas. Sorprendió a los inspectores que entre los hombres de ciencia había dos bandos bien diferenciados a la hora de cuestionarse las cosas. Por un lado los del Absolutismo Dogmático —que creían que solo había una pregunta para llegar al centro de todos los asuntos y que había que encontrarla—, que se habían atrincherado en el despacho de dirección y enviaban emisarios al bando del 95


Relativismo Subjetivo —que opinaban que ninguna pregunta les daría la entera verdad— y que se encontraban, como era habitual, en la cafetería de la planta baja que daba al jardín. Los pocos que se decantaban por el Juicio Razonado –que planteaban la inutilidad de quedarse atrapados en un dilema retroalimentado por un eterno interrogante— habían creado un conciliábulo en los lavabos de hombres de la segunda planta, en una atmósfera irrespirable ya que la mayoría de ellos había vuelto a fumar, después de discutir, eso sí, los pros y contras del feo vicio de echar humo. Entre los pros, que ganó ampliamente, estaba el de que, cuando uno tenía un dilema real, una verdadera pregunta que hacerse y debía de, finalmente, tomar una decisión, no había nada más relajante que fumar un cigarrito tras otro. En el cuarto de calderas situado en el sótano se localizó al autodenominado Grupo Nihilista Unificado (GNU) –formado por dos miembros, el encargado de mantenimiento y el jardinero—, hijos de emigrantes españoles avezados en viejas batallas sindicalistas, que se encontraban mucho más organizados. Entre otras acciones notorias habían creado consignas interrogativas concretas, que rimaban apropiadamente, y se habían encargado de pintarlas en las paredes. Larguísimas preguntas, pespunteadas de enormes signos de interrogación, a lo largo de los pasillos de la planta baja y en las escaleras que conducían al sótano, hecho éste que condujo a su rápida localización, quedando neutralizados sin oponer resistencia, aunque pusieron en duda la legalidad de la acción represiva de la Guardia Suiza Vaticana, declarándose, de paso, agnósticos empedernidos. Se estima que los daños producidos en el edificio sólo por los dos miembros del GNU podrían alcanzar las quinientas mil libras suizas. Otros, más reservados y sin duda dotados de menor pensamiento crítico —personal administrativo contratado, en su mayoría— que, sin militar en ninguno de los bandos, pasaban 96


su jornada lánguidamente sentados en los marcos de las ventanas, contemplando el cielo en actitud interrogante. A simple vista toda la plantilla presentaba dejación de sus responsabilidades, sin embargo hay que añadir que de todo este aparente descontrol con el correr del tiempo saldrían interesantes estudios, alguno de ellos cuestionando teorías dadas por válidas desde hacía décadas. El Instituto de Microbiología y un perímetro de doscientos metros alrededor de él se declaró en cuarentena. El ejército acordó la zona argumentando un posible escape biológico y solo la prensa local apareció por allí. Los agentes del ARS, ayudados por la Guardia Vaticana, consiguieron finalmente agrupar en el aula magna de la institución a todos los grupos de discutidores dispersos por el edificio, científicos, administrativos y trabajadores –todos hablando por los codos—, requisando todos los dispositivos móviles del personal del Instituto, lo que suscitó gran cantidad de comentarios interrogativos por su parte. En total eran unas ciento cincuenta personas, pero producían una batahola como si fueran quinientos, todos vociferando interrogativamente, los grupos beligerantes se rebatían a gritos de un extremo a otro de la sala. Lo primero, y más difícil, se procedió a imponer silencio y a identificarlos. Mientras tanto en los jardines aledaños se instalaron varios hospitales de campaña. Las autoridades sanitarias decidieron que los habituales equipos de sicólogos, siempre presentes en la asistencia a los damnificados en catástrofes, serían sustituidos por un equipo de filósofos, que trabajarían las veinticuatro horas del día, atendiendo a las víctimas del incidente, estudiando cada caso individualmente, antes de proceder al pertinente lavado de estómago de los ciento cincuenta colaboradores intoxicados. Al principio la existencia del manantial era únicamente conocida en los círculos académicos y si hoy dicho conflicto, y el 97


posterior cierre temporal del Instituto, es noticia es debido a que el descubrimiento fue puesto en valor por los representantes de las diversas academias filosóficas —precisamente porque, ya lo dijo Jaspers, en filosofía son más esenciales las preguntas que las respuestas—, subrayando sobre todo la importancia del hallazgo de un elemento orgánico presente en la naturaleza que pueda influir sobre el comportamiento del hombre, haciéndole que se haga aún más preguntas, resultaría de indudable valor para el avance del pensamiento actual. Sin embargo la preocupación primordial de las autoridades, más que la comprensión última del fenómeno, era el control de cada gota que manara de las montañas italianas, ya que en varias universidades se habían comenzado a detectar casos evidentes de mercado negro del agua de la interrogación. Ahora está tan claro como el agua que este gran descubrimiento se le ha querido ocultar al gran público, con la connivencia de los medios de comunicación que trasladaron la noticia a las páginas de ciencia, páginas que, como todo el mundo sabe, nadie lee. Pero tras esta cortina de humo, no seamos ilusos, el proceso de investigación del manantial de los signos de interrogación ha continuado a puerta cerrada a cargo de científicos nórdicos que, como es bien sabido, nunca beben agua. Algunas páginas web de periodismo gonzo, calificadas de seudocientíficas y conspiranoicas por sus detractores, hablaron de que la aparición de los signos de interrogación, como entes independientes en la creación, eran una clara demostración de que la civilización sobre el planeta Tierra era un experimento extraterrestre y que dichos elementos bacteriológicos, introducidos en los manantiales de agua prehistóricos, habían funcionado como una semilla para que el pensamiento humano floreciera ya que su datación coincidía sospechosamente con la aparición de los primeros indicios de inteligencia, puesto que los científicos nórdicos ya habían po98


dido determinar con claridad, gracias a varios experimentos paralelos, que la antigüedad de macrobacterias similares a los signos de interrogación encontrados en los Abruzzos podría remontarse a ciento cincuenta mil años atrás, justo antes de que el homo erectus iniciara su nomadismo desde el centro de África hacia otros continentes. En unos pocos meses, la fuente de los signos de interrogación se trasformó en una leyenda en internet, difundida con gran facilidad por la estulticia congénita a las redes sociales. Esotéricos y neomísticos también se interesaron en ella otorgándole el dudoso título de Fuente del Saber, cuando era evidente que el agua de los Abruzzos sólo proporcionaba interrogantes, no respuestas. Así, los conspiranoicos afirman, que quienes conocían desde tiempo inmemorial la verdadera procedencia de los signos de interrogación —los illuminati y los masones, como siempre— introdujeron en los manuales gramaticales la leyenda de que el signo de interrogación provenía de la abreviatura latina QO que se ponía, siempre en letras mayúsculas, al final de las frases interrogativas y que quería decir questio, es decir, pregunta. Más tarde la abreviatura pasó a escribirse con minúsculas y que, allá por la Edad Media, los monjes copistas amanuenses empezaron a escribir la «q» encima de la «o», para que no se confundiera con otras palabras o abreviaturas, acabando finalmente la q como un garabato en forma de s invertida y la o simplemente como un punto. Lo cierto es que esta forma no se fija como signo ortográfico hasta 1566, cuando uno de los primeros desarrolladores de la imprenta —el impresor florentino Aldo Manuzio, también inventor de la letra cursiva—, publicó Orthographiae Ratio, el primer libro de normas de puntuación, donde definió la aplicación y la forma correcta de escribir dicho signo de interrogación, que ahora sabemos que no es más que copiar la ya descrita forma bacteriana. Así la fábula del na99


cimiento del signo de interrogación como un mero elemento caligráfico inventado por el hombre caló en esas mentes frágiles y perezosas que no desean cuestionarse más cosas en su vida y que se dedican, en la mayoría de los casos, a sentarse en las cátedras de las academias y a escribir libros de historia, perpetuando la ignorancia y contribuyendo a que la estupidez se extienda como si fuera una mancha y no una mancha de aceite, sino una mancha de caca. En esta línea no hay que olvidar que, aunque los políticos al principio no mostraron el más mínimo interés en que este descubrimiento fuera un asunto de calado en la realidad italiana y europea, el recientemente elegido gobierno de banqueros llegó a considerarlo como una potencial amenaza. Hoy en día no se sabe a ciencia cierta qué hay de verdad y qué hay de fantasía en las informaciones que, al parecer, se han filtrado desde la Agencia de Racionalidad Suiza, lo que sí podemos confirmar es que, ahora mismo, en algún lugar desconocido a dos mil cuatrocientos metros de altitud —en un paraje antes protegido como un santuario de la naturaleza y ahora cerrado al público—, el agua de la fuente de los signos de interrogación sigue manando, aunque ahora canalizada y derivada a una depuradora que extrae todos y cada uno de los signos de interrogación que —una vez almacenados en los conocidos contenedores amarillos para materiales con riesgo biológico— son trasladados a una planta donde son neutralizados al enfrentarlos a un sencillo sistema de espejos. Las macrobacterias al verse reflejadas en dichos espejos cuestionan su propia función cuestionante, quedando bloqueado su efecto interrogativo, tras lo cual son destruidas con gran facilidad. Hasta ahora todo este complejo entramado se encontraba bajo el control de la Comisión de Investigación de Microbiología de la Universidad de Locarno pero, tras los últimos acontecimientos —incluido un intento de control gubernamental por parte 100


de la Agencia de Racionalidad— han solicitado su gestión, a través del parlamento italiano, tanto la Cátedra Risorgimento de la Facultad de Filosofía la Universidad de Nápoles como la Accademia Italiana di Lingua, aunque también se ha sabido que organismos internacionales como el Depósito Mundial de Semillas, la conocida como Bóveda Global de Semillas, situada en Svalbard —un paraje en territorio noruego cercano al Polo Norte— y el archivo de la Sociedad Genealógica de Utah, cuya sede se encuentra en Salt Lake City, han mostrado, interés en su gestión y conservación. Llegados a este punto es posible que ustedes, después de tomar un refrescante vaso de agua corriente, se pregunten ¿Por qué el autor escribió todo esto? ¿Cuál ha sido su propósito último? ¿Qué pretende, realmente, conseguir? ¿Sembrar la duda? ¿Crear más interrogantes? Si yo respondiera que simplemente se trataba de un juego, de un pase de magia en el aire, ¿de qué habría que preocuparse? Sin embargo, si se tratara de algo más que eso, ¿se han preguntado a quién perjudicaría que se supiera la verdad?

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Horizonte de sucesos Todos viajamos hacia el futuro, tanto si queremos como si no. Stephen Hawkings

El hombre que había inventado la máquina del tiempo no era precisamente un aventurero. A pesar de haber descubierto el modo de crear un pliegue en el espacio-tiempo por el que colarse y navegar hacia adelante o hacia atrás en el calendario, era un hombre pausado, calmo, siempre impoluto. Lo suyo era la teoría, la investigación, la rutina, hasta tal punto que llegó a pensar en contratar a un ayudante que hiciera de explorador en el tiempo y así él poder quedarse en el taller a supervisar los resultados, las grabaciones, las fotografías, que corroboraran ante la comunidad científica su extraordinario descubrimiento, que aun permanecía inédito. El hombre que había inventado la máquina del tiempo también era un tipo metódico. Siempre, después de haber trabajado desde el amanecer, hiciera sol o lloviera, cada día a mediodía salía a caminar durante media hora. Cuando el hombre que había inventado la máquina del tiempo concluyó que podía poner en práctica el funcionamiento de su invento, como es lógico, no viajó a los tiempos de Jesucristo ni a la época de Napoleón, sino que las primeras veces fue un año atrás, dos a lo sumo, sin salir de su laboratorio hasta que tuvo la máquina ajustada. Finalmente, tras uno de aquellos primeros breves viajes en el tiempo, una vez superada la sensación de nausea y vértigo en sus órganos internos tras la reconstrucción molecular de su cuerpo, se animó a salir de su casa, para tener mejores referencias temporales. Fue caminando al quiosco de periódicos de la plaza y comprobó que efectivamente estaba dos años atrás, en el año 2016, correctamente situado respecto 103


a las coordenadas espacio-tiempo que había programado. ¡La máquina funcionaba! Entusiasmado con los resultados, tomó un café en el bar de la plaza y después regresó al laboratorio dando un paseo por una de sus rutas habituales. Durante esos paseos cotidianos a menudo pasaba por delante de la casa de una adorable ancianita, que casi siempre estaba regando su jardín a esas horas. Si ella levantaba la vista en ese momento y lo veía, él la saludaba sin hablar, inclinando la cabeza, y seguía su camino, pero esta vez, quizás por su excelente estado de ánimo, se detuvo en la acera a admirar las flores del jardín que ella cuidaba con tanto esmero. Como siempre la saludó con una inclinación de cabeza pero, tras el saludo, el hombre que había inventado la máquina del tiempo alabó las flores, el verde del césped y los arriates, entablando por primera vez conversación con ella. El hombre que había inventado la máquina del tiempo estaba tan exultante de alegría que, cuando se despidió de la ancianita después de aquella primera conversación, ella pensó que era un joven realmente encantador ¡y tan educado! que se sintió afortunada de que se hubiera detenido un rato a charlar con ella, sin embargo después de ese instante de gozo interno la ancianita sintió nostalgia. La misma nostalgia que llevaba sintiendo desde hacía cincuenta años. Al hombre que había inventado la máquina del tiempo no le interesaba mucho el futuro, de manera que continuó experimentando con una sucesiva serie de viajes cortos, breves saltos en el tiempo, siempre hacia atrás, en los que realizaba la misma rutina. Iba al quiosco de la plaza, compraba el diario, paseaba por su barrio y, como única novedad, ahora se detenía siempre un ratito ante el jardín de la anciana, cada vez por primera vez para ella, y fue, poco a poco, sonsacándole su historia. La adorable ancianita se llamaba Clara y, mientras ocupaba sus manos haciendo que arreglaba sus malvones tras la reja 104


de su jardín, fue desgranando al hombre que había inventado la máquina del tiempo, al que llamaremos Herbert, los detalles de su vida. Su procedencia. Sus viajes. Cuándo se jubiló y cómo había llegado a esta casa. Datos con los que Herbert fue hilvanando poco a poco la vida de su vecina. De sus palabras se desprendían flecos de referencias familiares, hermanas lejanas, sobrinos universitarios, pero nunca de un marido o de hijos propios. Herbert la encontraba deliciosa, tierna, dulce pero también chispeante, y se preguntaba cómo habría sido en su juventud. Herbert tenía unos treinta y cinco años aproximadamente y empezó a seducir con su atenta compañía a la ancianita, cada día un año más atrás, ella cada día un año más joven y siempre ignorante de que ese joven apuesto que entablaba conversación con ella a través de la verja de su jardín ya la conocía de varios años después. A la vez Herbert comenzó a rentabilizar su invento. Lo primero que hizo fue jugar a la lotería comprando el número que ya había tocado mañana. En tres o cuatro sencillos saltos en el tiempo, día adelante, día atrás, se hizo con una pequeña fortuna que le permitió abandonar las clases que daba en la universidad para seguir con sus investigaciones, y vivir plácidamente, dedicado en exclusiva a perfeccionar la máquina del tiempo. Transcurrieron dos meses en los que Herbert mejoró varios aspectos de la máquina y se sentía dispuesto a ir mucho más atrás en el tiempo que la fecha de construcción de su laboratorio. Siendo como era, un pragmático, le inquietaba no haber resuelto aún uno de los mayores problemas, que era el hecho físico de la máquina. Si iba más atrás de noventa años, fecha en la que había sido construida la casa en cuyo sótano la escondía, se encontraría con el incómodo y absurdo problema de tener que ocultarla mientras durara su estancia en el tiempo al que hubiera viajado. 105


Además de resolver lo del ocultamiento de la máquina debía calibrar el margen dentro del cual podría moverse con comodidad en el calendario, incluyendo las dificultades del tiempo cuando no existía red eléctrica, aunque siguiera pensando en no correr grandes aventuras ni salir de su propia ciudad. Estudió con detalle la historia de los barrios más antiguos y, casi en el límite del margen de noventa años de seguridad que le proporcionaba su sótano, localizó una casona que estaba en venta, que aún permanecía en pie desde su construcción en el siglo dieciocho, y se dispuso a cambiar la historia. Descartados los juegos propiamente de azar y puesto que los premios de la lotería en 1924 eran ridículos, se decidió por el hipódromo, que en esa época sí movía cifras importantes. Esta vez necesitó de unos ocho viajes, a distintos derbys, para poder reunir el dinero necesario, así como contratar a un abogado ambicioso y con pocos escrúpulos que, sin preguntar una palabra, abrió una cuenta en un banco donde depositó la creciente fortuna de Herbert y acto seguido levantó un poder general para que Herbert pudiera tener, con nombre falso, una firma reconocida en la cuenta bancaria y sin necesidad de documentos que demostraran su identidad. Una semana después, cuando tuvo el dinero reunido en el banco, también por mediación del abogado, pagó una suma muy alta a un falsificador que le suministró toda la documentación para ser un ciudadano legal medio siglo antes de haber nacido. Con todas estas gestiones, aunque parecía un pequeño paso, Herbert compró una cuadra que ya tenía cien años, cerca del centro de la ciudad, donde pensaba instalar la máquina del tiempo. Los preparativos para su viaje al pasado fueron prolijos como en todos los asuntos en los que él se embarcaba. Después de varios viajes muy arriesgados, en los que tuvo que dejar la máquina a la intemperie, contrató a un transportista, con un carro tirado por un par de mulas asmáticas, para que estuviera 106


en la parcela que correspondía a su casa en el siglo veintiuno y que ciento veinte años atrás no era más que un cultivo de cereal de las afueras. Previamente había hecho varios viajes para ocultar en el sembrado varias baterías cargadas, que le suministrarían energía en caso de alguna desconexión con su siglo, además una gran lona para cubrir la máquina y una caja de herramientas para desmontar las partes más llamativas antes de que llegara el carretero, en el viaje definitivo, todo esto vestido con ropa apropiada para la época. Aquella noche Herbert volvió a montar la máquina en su laboratorio provisional, impaciente por comprobar su funcionamiento. El riesgo que había corrido era grande, desmontándola en pleno campo, sin embargo la máquina funcionó a la perfección. Así, la cuadra se transformó en su lanzadera para ir hasta cien años más atrás con toda comodidad. Pudiendo ahora viajar hasta 1810, consiguió los papeles que le acreditaban como su propio abuelo, lo que le permitiría heredar legalmente, tanto la casa que comprara como su dinero, en el futuro. Y volvió a los hipódromos del siglo diecinueve gracias a lo cual, con muy poco trabajo y mucha precaución, Herbert pudo comprar, por primera vez en su vida, la casa de sus sueños, donde trasladar definitivamente la máquina lejos de miradas curiosas. La propiedad que había adquirido era una casona en pleno centro, de estilo neoclásico —que ya en 1810 tenía más de cien años y que él conocía bien porque seguía en pie en el siglo veintiuno—, con patio y jardín, comprada a una viuda reciente que no había querido, por tristeza, habitar la casa que su marido había comprado para ella. La casa tenía un espacioso sótano que, una vez instalado Herbert más que un laboratorio parecía una fábrica. El principal problema que había tenido era la energía eléctrica que hacía falta para cargar los acumuladores que ponían en funcionamiento los quinientos láser de alta densidad que rodeaban toda la estructura de la cápsula del tiempo. 107


En las cocheras del patio instaló una subestación eléctrica de acumuladores de energía, con los que habría podido mover sin problemas todos los aparatos eléctricos que en esa época había en el país. Su primera prueba fue volver a finales del siglo veinte, a 1983, sin ninguna razón especial. Salió a la calle, compró el diario y fue caminando hasta su barrio del siglo veintiuno, divertido con el éxito de sus últimas ocurrencias y, casualmente, al llegar a la plaza reconoció a Clara, que entraba en una pastelería que él no recordaba porque en su época no existía. Mirándola, calculó que Clara tendría cincuenta y cinco. Se la veía elegante y sonriente y, desde luego, muchísimo más joven. Herbert entró tras ella y esperó a que la atendieran, mientras la contemplaba, disimuladamente. Luego, después de comprar un pastelillo, salió a la calle tras ella. La siguió un buen rato desde lejos. Empezaba a ser una mujer muy bella, todavía. Esa tarde Herbert, tranquilamente de vuelta en su casa del siglo diecinueve, se propuso seducir a Clara. La época que eligió para abordarla fue la primavera de 1960. Le parecía que la moda femenina de aquella época era muy graciosa y se deleitaba imaginando a Clara, recién cumplidos los treinta años, deslumbrante, seguramente con una falda de tubo y una chaquetita de lana de angora de color vainilla muy ceñida, ajustándose a su esbelta figura. Era una moda pensada para gustar y Herbert estaba convencido de que se gustarían mutuamente. De hecho en toda su vida había estado tan seguro de algo como de esto ahora. Sabía tantas cosas de ella que podría sorprenderla sin que ella siquiera pudiera imaginar la trampa. Así, el hombre metódico que era, se dispuso, nervioso como un colegial, a seducir por primera vez a una mujer, e iba a empezar por una que tenía cincuenta años más que él. La joven Clara había terminado los cursos de Bellas Artes y era una consumada acuarelista que daba clases de pintura en un club social de buen tono al que Herbert no tuvo dema108


siados problemas en acceder, pagando las cuotas correspondientes y cambiando levemente su nombre por el de Henry, e inmediatamente se matriculó en su clase. Al tercer día los comentarios que Herbert fue desgranando sutilmente hicieron que Clara se interesara por este desconocido, que no parecía estar especialmente dotado para el arte pero que era cuidadoso y disciplinado. Herbert, en clase —al poder inventarse a sí mismo— se transformó en un científico viajero especialmente interesado por el arte. Y aunque en realidad Herbert prácticamente no había viajado, las menciones que hacía del museo del Louvre, Le Hermitage o la Accademia de Venecia, estudiadas en internet la noche anterior, encandilaron a Clara que poco o nada se había movido de su ciudad. Herbert comenzó a traerle láminas de reproducciones de obras de arte de una calidad nunca vista para ella. Las ampliaciones de detalles de la Mona Lisa o La Tempestad de Giorgone eran extraordinarias, tan extraordinarias cómo que eran impresiones digitales adquiridas en el siglo veintiuno. Herbert cada día se planteaba como tarea, además de rematar en clase alguna acuarela con sumo esfuerzo, tratar algún asunto que le permitiera estar un rato más a su lado al finalizar la clase, sintiendo en su hombro el roce de la minúscula chaquetita de angora de Clara cuando se inclinaba junto a él para contemplar, extasiada, el espectacular libro de arte que ese día Herbert le había traído, siempre después de haber eliminado la página de los créditos o cualquier otra donde pudiera haber cualquier referencia al año de edición. Tras una de aquellas charlas, que empezaron a prolongarse hasta que las luces del club social comenzaban a apagarse, Clara accedió, encantada, a tomar un té al día siguiente con Herbert. Esa tarde Clara rió, habló por los codos, escuchó atentamente, asintiendo con una dulce sonrisa, y también se ruborizó un poquito, con una modestia encantadora, ante los 109


primeros elogios que Herbert se animó a hacerle. Cuando iban a despedirse, después de esta deliciosa e inocente velada en el salón de té, Herbert comentó que él se dirigía a una reunión con unos colegas y dio el nombre de la calle a la que iba que, casualmente, se encontraba muy cerca de la casa de Clara, de manera que fueron dando un grato paseo, sin prisas. Clara en su mirada brillante traslucía felicidad y para él ese destello fue la confirmación de que gracias a su detallismo, su elaborada galantería, su ingenio y —por qué no decirlo— su pinta de hombre moderno, estaba empezando a entrar, de puntillas, en el tierno corazón de la joven artista. Así es como Herbert inició una frenética carrera contra el tiempo. Trabajando en 2018 en su proyecto por las mañanas, asistiendo a clases de pintura por las tardes en 1960 y reformando su casa de 1810 por las noches para tener un laboratorio del siglo veintiuno a principios del diecinueve. Pero eran las tardes junto a la joven Clara lo que de verdad le llenaba. Por fin un día se decidió y la invitó a pasear un sábado. Ella aceptó. Era un día primaveral delicioso, perfecto, y mientras remaban por el estanque del parque se le declaró como él imaginaba se hacían estas cosas en los años 60 del siglo veinte, cuando él todavía no había nacido. Como única respuesta Clara le dio un abrazo silencioso que casi hizo volcar la barca. Cuando volvió a sentarse en su sitio ella tenía los ojos llenos de lágrimas. Una semana más tarde, después de agasajarla con una cena espectacular a la luz de las velas en su impresionante caserón, ella se le entregó en cuerpo y alma. Así comenzó una pasión que Herbert nunca había imaginado sentir. Clara le amaba. Habían transcurrido apenas cuatro meses desde que Herbert experimentara con éxito su primer viaje en el tiempo y tantas cosas habían pasado que tuvo que parar un poco a reflexionar. A Clara le dijo que se iba de viaje de negocios y desapareció. Se refugió unos días en su tiempo, en 2018, y en sus estudios. Pare110


cía que Herbert había recobrado la lucidez. Él era un científico y sin embargo estaba usando su descubrimiento para su único provecho, sin compartirlo con nadie y estaba distorsionando los hechos del pasado, cosa que todos los manuales sobre viajes en el tiempo dicen que es algo que no se debe de hacer. Todavía seguía conservando parte del laboratorio en su tiempo actual y si necesitaba algo que ya había trasladado al caserón de 1810, aunque ahora parecía abandonado, iba hasta allí dando un paseo y entraba sin ser visto por la puerta de atrás. Pero aquella mañana no pudo evitar pasar por la calle de Clara. El corazón le dio un vuelco cuando, desde la acera de enfrente, la vio trabajando en el jardín. Intentó volver atrás pero ella en ese momento levantó la mirada y lo vio. Se saludaron con la mano y no tuvo más remedio que cruzar la calle y hablar con ella. Era una ancianita tan dulce. Tan tierna. Le emocionó volver a verla, tan mayor, tan hermosa. Clara se interesó sinceramente por él. ¿Cómo es que no le había visto en tantos días? Herbert se dominó, recordando su posición privilegiada, y saliendo de su sorpresa le dio una respuesta convencional, viajes, obligaciones y rápidamente cambió de tema para iniciar una conversación que necesitaba conducir a tiempos pasados. ¿Cómo es que vivía sola? ¿No se había casado? Ella le respondió que era viuda. Herbert se sobresaltó. ¿Viuda? ¿Desde cuándo? A Clara le costaba hablar de eso y mirándolo a los ojos le confesó tímidamente que, de hecho, él le recordaba un poco a su difunto marido y a continuación le dijo que era una historia un poco larga para contarla con una valla de por medio, los dos de pie, pero que si quería pasar y tomar un té... Herbert aceptó de inmediato y, atravesando por primera vez el senderito de losas grises que cruzaba a lo ancho el primoroso jardín, subió detrás de ella los tres escalones para entrar en la casa. El salón era como un museo de otro tiempo. Grandes cuadros —la mayoría abstractos— y espejos enmarcados en dorado. 111


Todo muy ecléctico. Alfombras persas y muebles decó combinados con lámparas de acero de los años 50 y, presidiendo la sala, dos monumentales chaise-longues tapizadas en cuero rojo, diseñadas por Mies van der Rohe, según sabría pronto Herbert, debajo de un tapiz hindú antiguo, muy oscuro, que colgaba en la pared contraria a donde daban las ventanas del jardincito delantero donde se habían conocido. Clara le dijo que se sentara donde quisiera y fue hasta la cocina a preparar el té. Varias butacas de distintos estilos estaban repartidas sobre las mullidas alfombras como en una revista de decoración pasada de moda. Herbert, sonriendo, se sentó en una butaca de estilo rococó contemplando aquél lugar detenido en el pasado. En una pared había dos grandes acuarelas abstractas, muy hermosas, en las que reconoció la firma de Clara. De pronto Herbert se sobresaltó. Junto a la butaca de lectura, bellamente enmarcado y colgado en un lugar privilegiado, estaba uno de aquellos torpes ensayos que él había pintado hacía cincuenta años, aunque había sido apenas unas semanas atrás, en una de sus primeras clases de pintura con ella. Herbert se acercó a mirarlo. El papel había envejecido cincuenta años. Para él era increíble poder contemplar ahora ese documento que había salido de sus manos y que realmente había viajado en el tiempo, pero día a día, mes a mes, envejeciendo, no como él. Una gota de sudor frío corrió por su frente. Intentó recomponerse y no parecer demasiado confuso por si ella aparecía de repente. Siguió paseando por la recargada sala. Entonces vio que el objeto más futurista de toda la sala había permanecido en parte oculto por un pesado biombo chino. Se trataba de un audaz muebletocadiscos de los años sesenta, un artefacto con forma de molusco gigante, de plástico gris y negro, realmente extraño, que en la parte inferior tenía varios compartimentos para guardar discos de vinilo. Cuando Clara entró con la bandeja con el té Herbert estaba mirando con sorpresa que muchos de los discos 112


coincidían con la música que él más amaba. —El tocadiscos es uno de los primeros diseños de Bang and Olufsen, dijo, orgullosa. Me lo regaló Henry, mi marido. No le gustaba mucho salir y pasábamos muchas tardes en casa, oyendo música. ¡Es un modelo de 1962! ¡Y todavía funciona!—, exclamó, divertida. Se sentaron a tomar el té. Herbert no podía recordar nada de lo que Clara le fue contando, porque para él todo aquello aún no había sucedido, aunque ya habían transcurrido cincuenta años. Así Herbert se enteró de que Henry había fallecido en 1963, apenas un mes después de casarse con ella, en un accidente de ferrocarril. Que ella había permanecido fiel a su memoria más de veinte años, y pretendientes no le habían faltado, añadió ella, puntillosa, como si esas palabras fueran una medalla que diera mayor valor a su soledad, dedicada en cuerpo y alma a su galería de arte, un empeño de Henry —que a veces parecía que veía el futuro, dijo, algo turbada—. Desde luego fue la primera galería de arte moderno que hubo en la ciudad y la más importante hasta los años noventa. Treinta años de funcionamiento ininterrumpido. Después, ya mayor, se había casado con un buen hombre, un anticuario de Providence muy culto y reposado, que lamentablemente también había fallecido, dejándole como legado gran parte de esta deslumbrante colección de piezas de museo pero que, en realidad, ella siempre había amado, y seguía amando, a su primer marido, el efímero Henry. Después, señalando con ternura y orgullo la acuarela de Herbert colgada en la pared, le dijo que a pesar de todos los muebles y pinturas, algunas bastante valiosas, esa era la pieza de la que estaba más orgullosa, la modesta acuarelita que había pintado su Henry cuando era su alumno. En la cabeza de Herbert bullían un centenar de ideas. Con el pulso acelerado pensó contarle la verdad. Hablarle de la máquina del tiempo. De sus viajes. Que se había enamorado de ella ahora, en 2018, y que había viajado hacia atrás en el tiempo 113


para conocerla, sabiendo que iba a amarla y que ella le correspondería. Decirle que él no había muerto. ¿Cómo iba a morir si estaba allí delante de ella? Era imposible. Al día siguiente muy temprano Herbert viajó a 1960 y lo primero que hizo fue llamarla por teléfono para invitarla a comer en su casa. Herbert encargó la comida a la primera trattoria que acababan de abrir en la ciudad, siguiendo la exótica moda de todo lo italiano, con Dean Martin a la cabeza cantando Volare. Cuando ella llegó la mesa estaba puesta con un gusto exquisito. Comieron pasta alla bolognese y bebieron Chianti y hablaron y rieron y se miraron y se tomaron de las manos y se besaron y, a los postres, superada ya toda la contención, hicieron el amor con pasión desenfrenada. Cuando despertaron del letargo ya anochecía. Herbert acarició el hermoso y delicado cuerpo de Clara con ternura. No quería dejar escapar este momento ni otros como éste. En ese instante Herbert supo que no quería separarse de ella y olvidando toda precaución, embriagado de amor, pensó en pedirle que se casara con él. Pero no lo hizo, aunque él sabía que, después de una tarde como esta, esas palabras flotaban en el aire. Aquí hay que recordar que Providence es una ciudad pequeña y que estamos en 1960, con una hermosa joven de buena familia que se nos ha entregado sin condiciones. Hay que tener en cuenta que aun no existían las canciones de los Beatles, ni se había estrenado la película El Graduado, ni el musical Hair y, desde luego, no se había inventado el amor libre. El sexo en determinadas clases sociales aun era algo muy protocolario pero trascendente a la vez. Sin embargo podemos decir en descargo de Herbert que lo resolvió dignamente, con más embestidas apasionadas en el amor, que incluso a él mismo le sorprendieron, y ya de noche cerrada salieron para continuar la velada inolvidable en la boîte más selecta de la ciudad, con Herbert transmitiéndole con las manos y las palabras lo mucho que la amaba y lo importante que 114


era para él, mientras la orquesta desgranaba sin compasión, uno tras otro, todos los éxitos de Burt Bacharach. Enamorados, bailaron hasta que amaneció y luego volvieron paseando, muy abrazados, otra vez a la casona de Herbert envueltos en una nube de champagne. Herbert nunca se había sentido tan seguro como hombre y su vanidad le hizo pensar durante unos instantes que su éxito con Clara se debía a su encanto personal y no la superioridad de su posición en la historia. Se veía a sí mismo seguro, galante, con aplomo, tierno, ingenioso, divertido incluso y eso le daba poder. De hecho Herbert nunca había hablado ni, desde luego, acariciado, con tanto descaro a ninguna mujer en toda su vida. Inconscientemente Clara, con su inocencia anticuada y elegante, estaba despertando a un hombre diferente dentro del, hasta hacía poco, misántropo Herbert. Sin saber muy bien cómo el amor incondicional de ella y esta recién estrenada seguridad dieron alas al pequeño perverso que habitaba dentro de él. Cada día la sorprendía con algo distinto. Cada día algo que se salía de lo convencional. La artista que había dentro de ella, abierta de mente y sedienta de experiencias, dejó que la pasión se desbocara. Hacían el amor en el suelo del salón. En la cocina. En el baño. En el jardín. De resultas de este despertar sexual Clara empezó a pintar grandes cuadros con un salvajismo inusitado, flores gigantes de luz y color, entre la abstracción y el éxtasis. El amor, o los sucesivos orgasmos, fueron milagrosos para el avance de una obra personal que ella siempre había sentido como poco más que una debilidad de profesora de acuarela un poco más apasionada de lo habitual pero, cuando los lienzos empezaron a acumularse apoyados en las paredes de su estudio, Clara empezó a considerar seriamente la proposición de Herbert de alquilar una galería de arte para exponer sus cuadros abstractos. Herbert tenía una idea de la posición de la mujer en el mundo del arte que parecía de otro tiempo, de 115


un tiempo que aún no había llegado, al menos a Providence. Así transcurrieron varios meses sin demasiados avances en el trabajo científico de Herbert, dedicado en cuerpo y alma al hedonismo más puro. Lo cierto es que esos días, que para Clara resultaban tan inspiradores, para él tenían otras consecuencias. Su desarrollo como investigador estaba sufriendo un parón. Es lógico, cuando hay felicidad no hay rendimiento. Hay languidez y molicie y deseos de abrazos y el mundo entero se vuelve un lugar mezquino que pretende separarte del objeto de tu pasión. ¡Qué tontería! pensó Herbert y reflexionó que, al igual que a ella en la pintura, la seguridad que le proporcionaba el amor lo que debía de hacer era darle alas también a él, así es que se puso otra vez en movimiento y con nuevos bríos retomó sus viajes con mucha más audacia. ¿Qué era esta pequeña aventura erótica comparada con la inmensidad del océano de tiempo en el que podía sumergirse a voluntad? Entonces Herbert pensó que era un buen momento para viajar al futuro. Tal y como imaginaba, experimentó con perplejidad científica su personal shock del futuro. En sus sucesivos viajes hacia adelante en el tiempo indagaba hacia dónde se dirigía la ciencia y la política, veinte, treinta, cincuenta años adelante. Iba y venía con libros, carpetas llenas de legajos de impresiones recopiladas de sus investigaciones por la doublenet del porvenir encerrado en su laboratorio y las tardes que pasaba con Clara estaba ensimismado en sus cosas o eso le pareció a ella. Ya no era el tipo jovial y galante de otros tiempos. Estaba distraído, ausente. También dejó de asistir a sus clases de acuarela. Pasaba las noches absorto en su sótano o eso le decía a ella. Se veían una vez a la semana, dos a lo sumo, pero Clara —tras casi dos años de relación— necesitaba más, cada vez más, mucho más. Quizás por el cambio de actitud de Herbert, más que por una verdadera carencia de atenciones, Clara se volvió cada vez más posesiva. Las desapariciones de Herbert empezaron a irritarla. 116


Sabido es que la inseguridad nos vuelve mezquinos y Clara no fue una excepción. Empezó a sospechar de todo. ¿Por qué no respondía al teléfono cuando le aseguraba que había pasado toda la tarde en su laboratorio? O aquella vez que Clara olvidó algo en su casa y, cinco minutos después de haberse marchado, él ya no le había abierto la puerta... ¿Dónde se metía? ¿Qué hacía? El timbre se oía en toda la casa, incluyendo el sótano, el teléfono también, así es que no le valía que le dijera que no lo había escuchado. Él, a su vez, comenzó a cansarse de sus interrogatorios, exigencias, caras largas, enfados y debido a la presión ocurrió exactamente lo que Clara más temía, que Herbert empezó, esta vez inevitablemente, a distanciarse de ella. Herbert estaba asombrado. Había algo que no concordaba. ¿Cómo era posible que se hubieran casado un año después? La Clara ancianita del año 2018 le había dicho que era viuda, que su marido se llamaba Henry y que había pintado esa acuarela que estaba colgada en su salón. ¿Si del amor y la pasión del primer año poco quedaba, cómo se le había ocurrido casarse con ella?. Aun más extraño era lo de su propia muerte en un accidente de tren, lo que le producía una tremenda aversión a acercarse siquiera a las proximidades de 1963. En un primer momento de curiosidad, en el que contempló la posibilidad de que la Clara ancianita le hubiera mentido, buscó la lista de fallecidos de ese año en Providence. Al encontrar su nombre en la lista, y leerlo con todas sus letras, decidió que de momento no quería saber nada de su muerte. Herbert, estaba procurando no distraerse de lo verdaderamente importante, que era viajar hacia el futuro, y lo hizo sin pudor. En el año 2090 Providence había cambiado muchísimo. Ya no era la urbe secundaria, demasiado cerca de la metrópoli y demasiado provinciana a la vez. Ahora era la capital tecnológica del archipiélago ¿Habría tenido su descubrimiento algo que ver con eso? Fue dando un paseo hasta su viejo labora117


torio y en la fachada de su casa, que seguía en pie, no había ninguna placa recordando su memoria. Buscó en los archivos digitales en un locutorio de tetranet y su nombre no aparecía unido al desarrollo científico y tecnológico de la ciudad. Esto lo hizo sentirse un poco nostálgico. Avanzó un poco más en el tiempo, hasta el 2180. Para entonces la población mundial había mermado un setenta por ciento por todas las causas imaginables, y ya previstas, sumadas y elevadas a la décima potencia. Algunas zonas del planeta ya no eran habitables o visitables, pero eso, francamente, no difería demasiado de la situación del siglo veintiuno. Afortunadamente su caserón de 1810, donde estaba depositada la máquina del tiempo, formaba parte del casco histórico de la ciudad y todo el barrio se había preservado intacto, transformándose en un museo de arquitectura al aire libre que gente de toda la Federación venía a visitar como si fuera un parque temático del pasado. Pero lo que de verdad le interesó de llegar a ese tiempo fue descubrir que al fin se estaban publicando estudios serios sobre los viajes temporales. Herbert siguió avanzando en el tiempo tras la pista de los avances en los estudios espaciotemporales y tuvo que llegar hasta el año 2266 para encontrar en pleno funcionamiento al LCT, el Laboratorio de Ciencias Temporales de la Universidad de Estudios Hipercuánticos, la UEHC, cuya sede, casualmente, estaba a dos manzanas de donde había estado su primer laboratorio del año 2018, en el vecindario donde había conocido a Clara ancianita. Aquella zona de la ciudad había sido demolida tras la despoblación que comenzó en 2112 y sobre aquellos terrenos se había construido el parque corporativo de gestión donde estaba instalada, entre otras, la UEHC, una de las quince universidades-empresa propiedad de Gestión Estatal, la corporación que desde mediados del siglo veintiuno dirigía la ciudad, en sustitución del viejo sistema político que había sido abolido 118


en toda la Federación en 2045. Herbert consiguió ser admitido como alumno oyente en sus aulas, en los cursos de Estudios Hipercuánticos Básicos, a pesar de su avanzada edad (36), tras haber superado las pruebas de ingreso que consistían en varias transfusiones neuronales de datos y que dieron como resultado una aceptable compatibilidad con los conocimientos que ya poseía, a pesar de que la tecnología que se estaba desarrollando lo hacía sentirse un escolar de primaria. Tuvo que encerrarse muchas horas, durante varios meses, navegando por la pentanet de 2266 para hacerse una idea aproximada de los enloquecedores cambios que se habían producido en la civilización en estos últimos doscientos cincuenta años. Le ayudó notablemente un inyector de conocimiento por sinapsis artificial que compró en el mercado negro y que le permitió inocularse por perfusión varios cursos de ciencias temporales y físicas, así como un somero resumen de las noticias de los últimos dos siglos. Todo le entusiasmaba por encima de lo imaginable, aunque había un pequeño problema en este futuro perfecto: Ya no existía la lotería y el dinero que tenía en los otros siglos ya no era de curso legal así es que, para poder vivir cómodamente en 2266, empezó a traficar, discretamente, con antigüedades que traía del pasado para coleccionistas excéntricos. Tocadiscos, radios, cámaras fotográficas, proyectores de diapositivas, lectores laser, hornos microondas, computadoras portátiles, teléfonos móviles además de parafernalia científica variada y, por supuesto, libros impresos —sin duda lo más valorado—, aunque debía actuar sigilosamente ya que la aparición de antigüedades o restos arqueológicos se fiscalizaba y su tráfico estaba penado por Gestión Estatal. Pensando en la Clara de 1962 se había inventado un trabajo en la metrópoli, de lunes a viernes, que lo mantendría a salvo de su presión y de los conflictos en sus relaciones prematri119


moniales, como se empezaba a decir entonces, para poder sumergirse a tiempo completo en los descubrimientos de la física del siglo veintitrés y en los nuevos acontecimientos sensoriales que empezaba a experimentar. En esos primeros paseos por su propia ciudad de 2266 uno de los principales misterios para Herbert fueron las mujeres. Herbert estaba gratamente sorprendido con este nuevo siglo. Contra lo que él había podido imaginar el futuro era un tiempo de sinceridad total. Las nuevas fibras de vestir hacían que la gente fuera prácticamente desnuda, a lo que Herbert tardó en acostumbrarse. La alimentación pura y los trasplantes habían hecho que, al menos en nuestro frívolo Occidente, las imperfecciones y deformaciones físicas, todavía habituales a principios del siglo veintiuno, fueran asuntos olvidados. El estúpido consumismo había desaparecido tras la reducción de la humanidad. Todo el mundo tenía lo que necesitaba y parecía que se trabajaba razonablemente bien y no más de lo justo. Los gestores de Gestión Estatal —cargos que antes ejercían esos aficionados llamados políticos—, gestionaban óptimamente, por lo que a cambio recibían un salario razonable. Además las ciudades estaban prácticamente vacías. Y eso era delicioso. El sexo casual era la tónica y todo lo propiciaba. El sistema de gestión había previsto la satisfacción de todos los ciudadanos por igual. Herbert empezó a probar las drogas sintéticas, de libre circulación y sin efecto veisálgico, y sintió que maduraba tras experimentar con ellas. A veces se sorprendía no añorando nada del pasado. Se sentía un hombre libre y, a pesar de toda la tecnología, casi salvaje. Hubiera querido poseer a todas las mujeres que deseaba pero en realidad solo perseguía a la presa que escapaba de él. Se volvió un cazador. Sin embargo no olvidaba que tenía una relación en el siglo veinte y eso tenía que resolverlo. No podía dejar ningún cabo desatado que a la larga pudiera traerle problemas a él o a la máquina del tiempo. 120


Así es que seguía volviendo los fines de semana al año 1962 pero eso sólo sirvió para echar más de menos todavía aquél tiempo que él ya sentía como suyo, porque Herbert adoraba el futuro y, de un tiempo a esta parte y más concretamente, a su profesora de Cálculo Eventual, de apenas diecisiete años, que daba clases en la Universidad de Estudios Hipercuánticos, con un cerebro —y un cuerpecito— que lo tenían loco. Y fue durante uno de esos aburridos fines de semana en el siglo veinte cuando entendió lo del accidente de tren que la propia Clara le había contado. ¡Él mismo lo había planeado todo! Revisó las noticias y sería concretamente dentro de dos semanas. Un terrible accidente ferroviario que conmocionó a la opinión pública. Con todo planeado viajó a principios de 1963 y, entre cariñoso y zalamero, le dijo a Clara que en un mes se iría de viaje a un congreso científico en la costa, pero que antes —¡tachán!— podrían casarse. Clara sintió que sus problemas terminarían con esta ceremonia y le dio el sí que esperaba pronunciar hacía mucho tiempo. Para Herbert su propia muerte sería como otro de sus juegos, como la lotería o ganar en el hipódromo, así es que aquél día, haciendo gala de un excelente humor, se fue a la Estación a comprar un pasaje para la capital en el recién estrenado tren de alta velocidad que iba sufrir el primer trágico accidente en la historia del archipiélago, apenas un año después de su inauguración. Lo suyo sería una salida de escena a lo grande, con repercusión en la prensa mundial, sólo que nadie lo sabría, excepto él que se bajaría discretamente en Toyohashi, la estación anterior a que el tren descarrilara, se iría a la playa un par de días y no volvería más a los años 60. En el trayecto a la Estación recordó aquél clásico de Hitchcock, North by Northwest, que se había estrenado hacía un par de años, y se propuso que su actuación durante el viaje debía ser, precisamente, la opuesta a la de Cary Grant. Ese día se aseguraría de que mucha gente le viera en el vestíbulo de la 121


estación o le escuchara hablando alto en el bar del propio tren. Cuando llegara a la estación anterior al accidente se bajaría del tren, abandonando su equipaje, y volvería dos días después, sigilosamente, a su ciudad, ansioso de navegar otra vez hacia el futuro. Aquellos días Herbert dejó todo bien atado: Para asegurar la discreción de la casona, refugio de la máquina del tiempo, creó una fundación fantasma, con idea de perpetuar su memoria, a la que dejó en su testamento el control del edificio y todo lo que se contuviera en él. Y, para que su mala conciencia no se resintiera en su huída hacia adelante, se hizo un millonario seguro de vida, por una cifra tan abultada que permitirían a Clara olvidarlo o recordarlo, quién sabe, en una holgada situación económica. Para rematar, como recuerdo de su compromiso matrimonial, Herbert la sorprendió antes de la boda con un regalo mucho más práctico que una pulsera de brillantes: un moderno local comercial totalmente reformado, en la zona más chic de Providence, para que Clara instalara en él la que llegaría a ser la galería de arte más importante de la era pop en la ciudad. Y, aunque en algún momento todos estos preparativos le produjeron una nostalgia indefinida, se la sacudió pensando que siempre podría volver para tomar el té con ella, cincuenta años después, claro. Así el nuevo Herbert por primera vez pudo mirar a su futuro cara a cara, con seguridad y libremente. Clara pasó a ser parte de su pasado a una velocidad vertiginosa. Y ahí tenemos al difunto Herbert revoloteando adelante y atrás por los primeros cien años del siglo veintitrés con una soltura pasmosa. Su jovencísima profesora de Cálculo Eventual, Rebecca, resultó ser una perversa a la que le gustaban los hombres mayores y un poco atildados, como él. La atención que Herbert prestaba en sus clases hizo que ella se percatara de su presencia y, tras los primeros cafés casuales de rigor, sus modales de caballero de 122


otro tiempo, que le hacían parecer tan exótico, la terminaron de conquistar. El proceso con Rebecca fue similar al que había ensayado hacía menos de un año con su vecina ancianita más de dos siglos atrás. Los encuentros casuales, los libros espectaculares —esta vez en formato de hologramas digitoplásmicos incorpóreos— sobre macroquasars o hipersuperficies cuánticas, obviamente traídos de todavía más allá en el futuro. Después, un día, durante uno de esos cafés después de clase, las risas, las coincidencias en gustos, datos que obviamente Herbert había obtenido de ella misma, con el truco de ir delante y atrás tras su pista, les hicieron empezar a intimar. Rebecca escuchaba hipnotizada a Herbert hablándole de las Ciencias Físicas anteriores al exterminio de la mayoría de la población casi en primera persona, como si él mismo los hubiera vivido. Del conflicto ciencia-religión que había opacado los avances por tantos siglos. De cómo el simple hecho de hablar de viajar en el tiempo había sido un tema tabú entre los científicos hasta hacía apenas cien años, ridiculizado y relegado a un lugar casi infantil habitado únicamente por chalados amantes de la literatura especulativa. Sus charlas para seducirla eran auténticas conferencias, dignas de una celebridad de la paleofísica. Gracias a esta creciente —y estimulante— relación con Rebecca el ya bicentenario Herbert pudo entrar en contacto con la créme de la créme de la UEHC, los responsables del Gabinete de Ciencias Temporales Avanzadas (GCTA), que estaba desarrollando un dispositivo que no solo se ajustaba al pliegue espacio-temporal sino que, por lo visto, no requería de la inmensa cantidad de energía que él había utilizado hacía dos siglos. Ahora hacía ya ciento sesenta años que la Teoría M de las membranas, enunciada en el siglo veinte apenas como un balbuceo, había sido corroborada por algo tan simple como una plasmografía —una foto digital en relieve— precisa, exacta, 123


sin retoques, de la famosa membrana, una retícula de partículas subatómicas ondulando, o lo que es lo mismo: Un universo simultáneo al nuestro cuya anchura apenas medía la billonésima parte de un milímetro. Esto había significado un salto de gigante para la física. Hubo que entender que lo que hasta entonces se había llamado el universo no era uno ni dos, sino millones, infinitos, simultáneos y paralelos, universos conformando un multiverso, un pluriverso o —con casi total seguridad— un infinitiverso. Los viejos ensayos de simultaneidad con partículas subatómicas como los fotones —que él conocía muy bien en su siglo— habían avanzado hasta el punto de que en varios laboratorios universitarios se había conseguido crear agujeros de gusano que conectaban tiempos dispares, como si de un atajo se tratara. Herbert les pidió a los científicos desarrolladores del GCTA que le permitieran colaborar con ellos. Que le pusieran un problema y que le dieran veinticuatro horas para resolverlo, para así poder demostrarles sus conocimientos avanzados. Lógicamente Herbert sólo tuvo que avanzar 30 años con su máquina primitiva, a 2296, y conectarse a la hexanet para acceder a la solución a las preguntas le plantearon. Allí encontró que un dispositivo espacio-temporal, llamado Sacajawea en honor de la famosa exploradora, desarrollado por la Universidad Lewis and Clark, había hecho unas aproximaciones a viajes en el tiempo con resultados positivos. Herbert estudió el procedimiento de la Lewis and Clark avanzando otros treinta años más adelante, donde lo encontró plasmado en sencillos magacines de divulgación escolares y volvió del año 2356, un poco mareado con tantos datos nuevos pero con la solución, que presentó al día siguiente como si de un pase de magia se tratara. En poco tiempo Herbert se transformó en la Esfinge de Tebas de los científicos de finales del siglo veintitrés en asuntos, digamos, “temporales” y contribuyó decisivamente al de124


sarrollo de la Singularity, el primer dispositivo espaciotemporal oficialmente conocido, dos siglos y medio después de que él hubiera desarrollado en solitario su máquina del tiempo en un sótano que apenas distaba quinientos metros de donde se encontraba él en ese mismo momento, dos siglos después. Pero, claro, el dispositivo actual era desmesuradamente más avanzado que la primitiva máquina de Herbert, que él secretamente había bautizado como la FTL (Faster Than Light). En la Singularity no había cables ni palancas, ni concentraciones de haces de laser para generar el pliegue del tiempo y desde luego no había relojes con contadores para marcar la fecha exacta del viaje, ni asientos de cuero, ni lucecitas intermitentes, ni tampoco vibración, ni aceleración. Era la estructura más leve y bella que había visto Herbert en todos sus siglos de investigador en el tiempo. La Singularity era apenas una plataforma circular, blanca, lisa, de un metro y medio de diámetro y unos cincuenta centímetros de altura, plantada en el centro del laboratorio e iluminada por un foco cenital. De la plataforma se erguían a ambos lados dos relucientes aros de iridio-titanio, muy finos y de forma ovoide, hasta unos dos metros y medio de altura, con un tercer aro, también en forma de óvalo, uniendo a los anteriores por la parte superior. En funcionamiento el sofisticado artefacto apenas emitía un tranquilizador zumbido hogareño. El viajero en el tiempo, vestido y calzado con una fibra térmica molecularmente idéntica a la piel humana, se ponía de pie en el centro de la plataforma, que era un sensor táctil, y sencillamente tenía que pensar una fecha cualquiera, por ejemplo, 21 de diciembre de 2012, para trasladarse allí. Todo esto era posible porque la Singularity no era, en estricto sentido, una máquina del tiempo tal y como Herbert había entendido el tiempo hasta entonces, sino que era una máquina para viajar por la membrana de las distintas dimensiones, en las que todos tiempos, transcurridos y por transcurrir, están 125


contenidos, simultáneamente. Su desarrollo permitía navegar por la llamada Undécima Dimensión, que atravesaba transversalmente la espiral de diez dimensiones donde están flotando los distintos universos que conforman el multiverso, donde todos los aconteceres de la historia pasada y por venir están ocurriendo a la vez. Cuando Herbert viajaba con su primitiva máquina en realidad estaba saltando, sin saberlo, de un universo a otro por las diez dimensiones paralelas a través de la Undécima Dimensión transversal. Por tanto no estaba viviendo una sola vida, su vida, en distintos tiempos. En realidad él seguía atrapado inexorablemente en el Herbert del 2018. Lo que se conseguía con la Singularity era ver lo que los otros Herberts posibles estaban haciendo y, de alguna manera, experimentar conexiones sensoriales con fragmentos de todas sus otras vidas simultáneas. Una caricia, el olor de una fruta, la sonrisa de uno de sus hijos, el destello del sol al borde de una piscina o la vibración emocional de un sentimiento. El equipo que trabajaba en el desarrollo de la Singularity descubrió que la base de la estructura visible de todo lo que conocemos no es sólo materia y energía, sino que, además, lo que termina de conformar nuestro universo es la coincidencia de circunstancias de todos los elementos participantes de un instante tetradimensional preciso. Y —como siempre en física, que hay que acabar poniendo una metáfora prosaica para explicarse— el ejemplo más certero que definía los universos simultáneos era este: Si el multiverso es la pata de jamón de mil kilos, cada uno de los universos, incluyendo el nuestro, es una de las innumerables de tajadas posibles en las que podríamos cortarlo. Teniendo en cuenta que cada loncha no tendría más grosor que un angstrom, que es 0,1 milimicra, y que en cada una de esas lonchas infinitesimales transcurre una de las múltiples vidas posibles de cada uno de nosotros. Supongamos 126


ahora que, si en vez de ir comiéndonos el jamón siempre en el mismo corte, día a día, año a año, lo taladráramos en diagonal con un instrumento que permitiera extraer una parte del centro del jamón, o como viajeros en el tiempo, simplemente nos permitiera viajar por el interior del jamón libremente, a nuestro antojo, comiendo de aquí y de allá. Por tanto, no solo la teoría de Herbert estaba apuntando en una dirección incorrecta y los viajes en el tiempo que él había hecho eran, en realidad, viajes interuniversales más que espaciotemporales, —un error de apreciación equivalente al que tuvo Colón—, sino que su procedimiento, su forma de llegar a la misma conclusión, aunque hubiera conseguido un resultado similar, quedaba ahora completamente superada. Esto era muchísimo más interesante. La primitiva máquina de Herbert, la Faster Than Light, era una carcasa cilíndrica metálica, en cuyo interior él iba sentado, que funcionaba gracias a quinientos laser, situados a ambos lados de la estructura, dotados de cristales ópticos concentrados para crear dos vórtices de energía que convergían con el campo magnético generado por la inducción de seis electroimanes que giraban a altísima velocidad, envolviendo al viajero en el tiempo. Con esta tecnología anterior al exterminio Herbert conseguía abrir un agujero de gusano de un metro de diámetro, en un pliegue espacio-temporal medianamente eficaz, donde a duras penas cabía su anticuada máquina girando en espiral. Sin embargo la Singularity era, en sí misma, pura energía. Cada uno de los tres aros de iridio-titanio contenía una micromembrana, llamada brana, invisible a simple vista, compuesta por partículas subatómicas generadas por supergravedad. Cuando el viajero subía a la plataforma ésta percibía las constantes vitales del viajero y procesaba su orden mental. Entonces los aros comenzaban a oscilar, al principio suavemente, haciendo vibrar las membranas subatómicas. La oscilación de los aros aumentaba de velocidad hasta que las 127


membranas, en su ondulación, se expandían, elásticas, separándose de su marco como una pompa de jabón y chocando entre sí en el centro de la plataforma. Esta colisión daba de lleno en el cuerpo del viajero arrastrándolo a la undécima dimensión, lo que le permitía hacer el viaje transversal a través del multiverso. La explicación de tanta sencillez era que cada una de las membranas, esas invisibles agrupaciones de fotones, era en sí misma un universo, de dimensiones increíblemente diminutas, creado por seres humanos en un laboratorio. El nombre de Singularity era un homenaje a la gran incógnita que hizo devanarse los sesos a los científicos que empezaron a hablar de las branas por primera vez, allá por los años 80 de tres siglos atrás. La singularidad era la explicación teórica a la vía muerta a la que llegaban los científicos cuando reproducían la cadena de acontecimientos históricos hasta una milésima de segundo antes del Big Bang. Porque el Big Bang estaba muy bien como planteamiento teórico pero la pregunta era qué coño había producido la más famosa de todas las explosiones y por qué tras ella se habían creado galaxias y planetas en los que era posible la vida conocida y no cualquier otra cosa. La respuesta que encontraron era una no-respuesta. Se encontraron ante una vía muerta metafilosófica: El Big Bang y sus consecuencias eran algo que no se podía explicar. Era algo único y singular. Aunque, si nos paramos un momento a pensar, aquella era una respuesta comodín, porque cualquier opción que se hubiera dado tras el Big Bang habría sido igualmente singular. Es decir que el hasta entonces llamado universo, ahora más ampliamente definido por los físicos cuánticos como multiverso, debió de empezar en algún momento —bajo alguna circunstancia concreta— y esa combinación de factores, en cualquier caso, también fue una singularidad. Las primeras pruebas de funcionamiento de la Singularity fueron un éxito y dilucidaron todas las conjeturas que se habían 128


hecho sobre el concepto tiempo desde el inicio de la historia de la ciencia. Aclaró los conceptos, simplificó los términos. Los científicos del Laboratorio de Ciencias Temporales llegaron a la conclusión de que el tiempo era una superficie plana, un plano secante, que cortaba trasversalmente a todas las demás dimensiones y que contenía en sí, cerrados y a la vez infinitos, todos los aconteceres posibles desde el inicio de la humanidad hasta su inevitable colapso final. A pesar de todas la explicaciones que recibía Herbert no estaba satisfecho con permanecer sentado en el aula magna de la UEHC, en calidad de observador y colaborador del GCTA, y limitarse a contemplar en una pantalla holográfica los primeros viajes de la Singularity. Cada día que pasaba estaba más nervioso e impaciente por conocer nuevos resultados y deseoso, por otra parte, de experimentarla en él mismo y empezó a fantasear con la posibilidad de colarse en la LCT a medianoche y usarla sin autorización, algo que con toda probabilidad sería casi imposible. Esa creciente inquietud le hizo darse cuenta que debía detener durante unos días su frenética actividad y pararse a reflexionar sobre los últimos acontecimientos —como había hecho antes de huir de Clara—, para no cometer ningún error del que luego pudiera arrepentirse. Entonces vio claramente cómo su vida se había precipitado en una espiral donde el tiempo, ahora en sus manos, era algo tan pequeño que podía condensar en minutos los sucesos que para cualquier otro mortal se extendían a lo largo de décadas. Todas sus necesidades fisiológicas básicas se habían visto alteradas. Casi no necesitaba dormir, comer, cagar. Los distintos y sucesivos shocks emocionales y sensoriales que había experimentado en el último año lo habían transformado en un ser aun más austero de lo que ya era. Como si se alimentara solo del plancton del tiempo. Eso por solo mencionar el lado más prosaico, sin embargo en lo vivencial se podría decir que Herbert era un ser 129


al límite de sus ambiciones. Había ido a lo largo y ancho de sus pasiones viviendo libre, sin freno y ahora estaba aquí, doscientos cincuenta años después de él mismo, cuestionándose su vida. ¿O tendría que decir sus vidas? Desde hacía meses la vieja máquina del tiempo descansaba inactiva en el sótano de su mansión. Al encender el conmutador de luz del laboratorio subterráneo las partes metálicas de la Faster Than Light relucieron orgullosas como lo hace una pieza de museo en una vitrina. Herbert bajó los escalones pausadamente y se sentó frente a la máquina. No podía evitar mirarla con ternura, comparada con la Singularity era una antigüedad de hacía dos siglos y medio. Una hermosa reliquia anacrónica acabada de construir apenas dos años atrás. La sensación que sentía Herbert al contemplarla era similar a la que se siente cuando en una exposición vemos un modelo recién hecho de una máquina voladora de Leonardo da Vinci. Quizás podría parecer que en ese momento Herbert tomó una decisión pero, en realidad, cuando bajó al sótano aquella noche ya lo tenía todo decidido. El plan era simple, y se basaba en el micromecenazgo, apoyo a los pequeños investigadores lo llamaba Herbert, aunque un juez lo habría llamado latrocinio. Del Laboratorio de Ciencias Temporales extraería, a modo de préstamo, poco a poco, circuitos y piezas empleadas en el desarrollo de la Singularity para luego aplicarlas a escondidas a su vieja máquina, así le introduciría a la Faster Than Light, junto a los nuevos datos y cifras, unas mejoras impensables en su tiempo. Hasta entonces Herbert nunca había trasgredido las normas de este siglo, si exceptuamos los pequeños delitos temporales como el tráfico de antigüedades, menudencias para poder continuar con su investigación científica, pero estaba tranquilo pensando que las piezas de las que pensaba surtirse eran bagatelas que la universidad no echaría de menos. Así, con bastante trabajo nocturno, mucha paciencia y aplicación, interrumpi130


dos por los subidones de adrenalina de cuando sustraía piezas en el LCT, en un par de meses Herbert terminó de convertir su rudimentaria máquina del tiempo en un dispositivo interdimensional muy aproximado a la Singularity. La Faster Than Light de ser un prototipo único se había transformado en un extraño híbrido de tecnología primitiva y avances que en el siglo veinte habrían parecido sobrenaturales. Mientras sus manos trabajaban en la reconstrucción a menudo su pensamiento estaba puesto en el uso práctico que podría tener el nuevo dispositivo, como la posibilidad de vivir con simultaneidad diversas vidas, especialmente en la vida amorosa y pensando en todas estas útiles ventajas recordó otra vez a Clara, su cuerpo espigado y las noches de placer que le había dado, y decidió que el primer viaje que haría con la NewSingularity, como había dado en llamar a su vieja máquina, sería para comprobar si hubiera podido quedarse con ella en 1963, seguir con su vida en el 2018 y estar evolucionando en 2266, todo a la vez, según los nuevos descubrimientos de Multidimensionalidad del Tiempo. Intentó recordar algún día concreto, cuando su felicidad era completa y sí, le parecía que había sido una tarde de sábado. Era el día que ella cumplía treinta y un años. Él había aparecido por sorpresa con un ramo de flores en su estudio. Ella estaba radiante, plena, ya había empezado a pintar sus cuadros abstractos y tenía los dedos y la cara manchados de pintura cuando él llegó. Un instante después estaba aún más deliciosa, completamente desnuda sobre el sofá, tomada con la impaciencia que sólo da el amor intenso. Herbert no lo dudó. Subió a la reluciente plataforma de la nueva máquina interdimensional y pensó 12 de marzo de 1961... y al instante sintió su vida en otro lugar y su propia piel, desnuda. Eran sus rodillas contra la textura de la tela del sofá del estudio de Clara. Entonces Herbert abrió los ojos y vio su propio brazo desnudo, 131


apoyando todo el peso de su cuerpo, junto a las costillas de ella. Levantó la vista lentamente y, primero el pecho y luego la boca entreabierta de Clara, casi tapados por su espesa mata de pelo, aparecieron apenas a unos centímetros de su cara. Sintió los muslos de ella aferrándose con fuerza a sus caderas. Herbert quería estar así siempre pero, a la vez, pensó que, como la NewSingularity respondía a su pensamiento, era el momento de ampliar el experimento y conocer las verdaderas posibilidades del nuevo dispositivo y, en lugar de una fecha, dijo a la máquina: Quiero vivir toda mi vida. Simultáneamente y en paralelo, sin dejar de sentir el abrazo de Clara, notó que unos brazos inmensos lo levantaban, la luz de una ventana y, como en un destello, detallado y rapidísimo, pasó toda su infancia hasta llegar a las primeras percepciones de la pubertad donde las imágenes cobraron una velocidad normal. Empezó a distinguir caras. Aquella niña de su barrio a la que había amado dolorosamente, casi desde el jardín de infancia, sin ser correspondido. Ese día que ella estaba frente a él, años después, en el baile del gimnasio y él no se atrevió a hablarle, ¿Qué pasaría si ahora se atreviese? Al instante estaba bailando con ella, sumido en una total felicidad. La película volvió a avanzar. Revivió el instante en que decidió abandonar los estudios de arquitectura y decantarse por las físicas exactas. Aguzó todos los sentidos y descubrió que en realidad había estudiado las dos carreras. Igual que cuando su padre le ofreció pagarle un año en el extranjero para estudiar inglés y él había pasado y se había quedado apoltronado en casa, sin aprender inglés, ni viajar, mientras a la vez, otro como él, hacía tímidamente la maleta y tomaba un avión por primera vez y conocía a gente distinta mientras balbucía sus primeras frases en el idioma del Imperio y de ahí surgía un Herbert que era un ser social, distinto de este Herbert misántropo que era él. Esta no era su vida, como había ordenado a la máquina, sino que 132


la NewSingularity lo había lanzado al extremo del multiverso a contemplar todas las posibles vidas de su vida. Entonces vio que todas las posibles soluciones que tuvo para construir la primera máquina del tiempo las llevó a cabo, en todas sus versiones, cada una plenamente calculada, argumentada, tantas máquinas del tiempo como vidas él había tenido y, como siempre ocurre, unas veces había funcionado y otras no, mientras él sólo había tenido conciencia de una vida, de una máquina, una sola vida como una ininterrumpida percepción sensorial y causal, pero que en realidad era la única que había aparecido en primer plano, enfocada y palpable. La única vida que había conocido hasta que probó la NewSingularity. Mientras tanto toda una sucesión de herberts seguía apareciendo ante él como una proyección lisérgica de hologramas superpuestos. En otros barrios, en otros países, reconoció a gentes desconocidas para este Herbert pero no para el multiherbert. Fue feliz, fue desdichado, triunfó o pasó simplemente por la vida, tuvo hijos, no los tuvo, fue soltero, casado o viudo y en ocasiones disfrutó de cada uno de los estados. A veces amó, a veces le amaron y otras veces, las menos, todo ocurrió sencillamente tal y como lo había soñado. Pero ahora todo eso eran solo palabras. Palabras inútiles, absurdas para quién ha traspasado la frontera dimensional, porque la respuesta a todas las preguntas de antaño era que cada vez que se vio en una encrucijada había, en realidad, optado por todas las posibilidades y que, en cada uno de los universos, había tomado la decisión correcta. Herbert se dio cuenta de que lo había vivido todo, sólo que no podía recordar todas las demás, infinitas y paralelas, que correspondían a cada una de sus vidas dentro del jamón dimensional y presintió que la única posibilidad, remota, de haber sentido en algún momento esa pluralidad, la de ejercer como una entidad consciente de todos los otros herberts, era durante los sueños. Allí, mientras 133


su cuerpo descansaba, su mente, la más prodigiosa máquina interdimensional jamás inventada, podía visitar a los otros, verlos desde fuera, infiltrarse en su universo o, directamente ser ellos, vivir sus cuerpos, encarnándose en cualquiera de las agrupaciones de partículas subatómicas que conformaban cada uno de los egos de su multiego que se hallaban diseminados a lo largo del multiverso. Ahora entendía por qué sus intervenciones en el pasado, como comprar una casa en 1810, que en 2018 no le pertenecía, ganar la lotería en 1960 o los sucesivos derbys en el hipódromo del siglo diecinueve, no habían afectado al futuro. Estaba equivocado. El tiempo no era una acumulación sucesiva de acontecimientos. Él no había viajado a su pasado sino al universo simultáneo en el que dicha posibilidad había sido real. Siempre que tuvo que elegir entre un juguete y otro o cuando sus padres se divorciaron y tuvo que elegir entre vivir con uno o con otro. Cuando su grupo de amigos del colegio se desmembró se pudo ir, por fin, con las ovejas negras, que eran mucho más divertidos y acabó viviendo una vida bohemia, lejos de la ciencia. Cada vez que estuvo en la disyuntiva entre un trabajo y otro, unas vacaciones y otras, un libro u otro, una película u otra, una fiesta u otra. Cuando dijo que no a las drogas. Cuando, hacía poco, había dicho sí a las drogas. Todas las veces que tuvo una milésima de segundo para decidir si esquivar al perro que se cruzó en la carretera dando un volantazo hacia la cuneta, poniendo en peligro su vida, o seguir recto, y apretando con fuerza las manos sobre el volante, atropellarlo. Como aquella vez, lo recordó claramente, en el metro, aquella atractiva mujer madura que lo miraba fijamente, turbándole, insinuante, precisamente el día que iba tan ilusionado a su primera cita con una chica de la universidad. ¿Y si hubiera abordado a la inquietante desconocida? ¿Cuánto habría cambiado su vida? O mejor aún: ¿Estaría ahora, en 2266, en este instante sobre la plataforma de 134


la NewSingularity viajando por el corte en sección de todas las oportunidades que se presentaron en su vida? Entonces, en pleno viaje dimensional y poseído por todos los herberts, entró en un estado de lucidez desconocido, ya que una fracción condensada de la conciencia del Herbert científico obtuvo la visión total, el destello clarividente que aclaraba todas sus dudas. Había llegado al Horizonte de Sucesos del tiempo, el horizonte final de todo suceso posible, donde ya no le podía ocurrir nada más que caer, inerte, absorbido en el interior de un agujero negro. Y contempló con sus propios ojos la totalidad de sus vidas y, súbitamente, pensó en lo mucho que se parecía lo que veía a la concepción que se tenía de la Tierra en la época medieval: El navegante que llegara hasta el borde del disco plano que conformaba La Tierra Conocida se precipitaría sin remedio al abismo cósmico. Así Herbert, mientras contemplaba la hormigueante perspectiva que se abría de todas sus vidas desplegadas ante él, pensó que su vida consciente, la del Herbert que había inventado la máquina del tiempo, y la de cada hombre en realidad, estaba rodeada por un Horizonte de Sucesos, opaco e imperturbable, que impide a nuestros limitados sentidos contemplar la magnitud de todas las otras vidas, simultáneas y paralelas, que configuraban nuestra compleja multivida. ¡Ah! Si fuéramos conscientes de su existencia, si dispusiéramos de todas ellas a la vez, qué grandes podríamos ser los seres humanos. Esta idea le produjo una nostalgia indefinible. No éramos más que antozoos ciegos flotando en el caldo abisal de un cosmos indiferente. Sin embargo de pronto Herbert, contemplándolo todo desde la multidimensión, sintió que también podía ser todo lo contrario, que El Hombre como habitante de millones de dimensiones, fuera la máxima perfección de toda la creación. El poseedor de un destino permanente y eterno. Esto le desconcentró. Por un instante volvió a pensar en Cla135


ra y en su abrazo en 1961, donde había comenzado este viaje. Olió su pelo. Le gustaba saber que en alguna parte, en otra vida, se había reconciliado con ella y había vivido una vida a su lado. Le daba paz. Herbert intentó recomponer esa primera imagen, regresar a la plenitud de aquél día de marzo, los dos desnudos en el sofá, pero la NewSingularity se estaba deteniendo, devolviéndolo suavemente, como a través de un conducto cada vez más estrecho, a la conciencia de su tiempo actual. Los aros dejaron de oscilar. Herbert descendió de la plataforma, que se apagó instantáneamente, y el laboratorio quedó sumido en una suave penumbra. En la consola de control del centro de la sala Herbert desconectó los generadores de energía y activó los sistemas de seguridad del sótano mientras se desprendía de la parte superior del traje orgánico. Todavía tenía que cambiarse de ropa. Había quedado con Rebecca y dos amigas de ella para cenar. Esta noche todo era posible.

(Valparaíso, octubre 2010)

* * * 136



Horizonte de sucesos

Cubierta: «Après Jim Campbell» © Erik Stuborn (2015) Foto del autor: © Sabina Primera edición: diciembre 2015 Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el permiso previo, por escrito, del editor. Todos los derechos reservados. © Luis Pita Moreno, 2015 ISBN: 978-84-608-2802-0 Depósito Legal: M-31616-2015 © The Obelisk Press / Paris-Madrid theobeliskpress.wordpress.com Printed in Spain




Luis Pita Moreno creció en Madrid, aunque nació en Valparaíso, con un 75% de sangre española y un 25% de procedencia desconocida, ya que a los cincuenta y tantos años de edad descubrió que su abuelo materno (el del 25%) «tenía ciudadanía chilena pero en realidad había nacido en algún país de Centroamérica», hecho determinante que le hace considerarse un Ciudadano del Mundo con todas sus consecuencias y gracias a esto considerar, además, que parte del desarraigo que siempre ha sentido no es un síntoma de la emigración familiar forzosa de su juventud sino producto de un gen viajero que le ha impedido hasta la fecha tomarse demasiado en serio esto de la vida. Sin estudios superiores, y haciendo alarde de esas listas que tanto gustan en las solapas de los libros de escritores, en los últimos cuarenta años ha sido: camarero de restaurante, de bar, de pub; planchero de hamburguesería, ferretero, chófer de furgoneta; ha hecho promociones de videojuegos, equipos de música, productos de jardinería y máquinas de bricolage; fue dibujante, jefe de taller y finalmente representante comercial en diversas empresas de Artes Gráficas, momento en el que se lanzó al mundo free-lance como diseñador gráfico editorial, portadista e ilustrador de libros —por lo que afirma que durante quince años le pagaron por leer—; mientras tanto también fue escenógrafo, diseñador de muebles, interiorista, librero, diseñador y maquetador de una revista underground (por afición) y de una de actualidad política (por la pasta); pero lo abandonó todo por aprender a pintar al óleo, hecho que le condujo a terminar trabajando de peón de jardinero y peón de construcción de parques —probablemente dos de los oficios más duros del mundo— hasta que volvió a salir a la superficie haciéndose diseñador de exposiciones didácticas, mientras se entretenía con sus primeros blogs y volviendo (obligado) al diseño gráfico de revistas comerciales de viajes y de coches, aunque después, y durante tres estupendos años, fue maquinista, chófer y roadmanager de una compañía de teatro en gira permanente por España. Entonces decidió que era hora de contar parte de lo que bullía en su cabeza y se encerró a escribir, lo que lo llevó a un periplo vivencial transatlántico demasiado largo para contar en una solapa. Su primer libro encontró editor con una facilidad pasmosa, lo que le hizo confiar en que siempre sería así. Este es su segundo libro y ha tardado cinco años en salir a la luz.

Sus autores favoritos son Henry Miller, David Foster Wallace, J. D. Salinger, Philip K. Dick y Jonathan y Christopher Nolan; admira muy especialmente a Vladimir Navokov, Raymond Carver, Kurt Vonnegut, Mijail Bulgakov, Stefan Zweig, Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Roberto Bolaño y Rodrigo García; y siente sincera devoción por Julio Cortázar, Miguel de Cervantes y Fiodor Dostoievski.


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