The Foodie Studies Magazine

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MAGAZINE #5 exclusivamente biológica. La experiencia del hambre se enmarcaría, al contrario, dentro de unas reglas culturales determinadas que ofrecen sentidos y significados particulares (Mariano Juárez Julián, 2013). De este modo, cuando el hambre es mirada desde las lentes del etnógrafo, el concepto se ve tensionado de tal manera que lo que en un principio podría suponerse como algo universal y uniforme, se vuelve ciertamente dúctil. Sería la cultura, siguiendo a Douglas (1973), la que determinaría las representaciones de hambre y no hambre. Desde esta perspectiva, el hambre está directamente relacionada con la ausencia de aquellos alimentos que tienen importancia y significado contextual. Es por ello por lo que, mientras que para los visitantes de Las Hurdes la ausencia de pan de trigo podría ser sinónimo del hambre más atroz: “Y lo que es peor, que “apenas conoce el pan” (Madoz, 1847. Cit. en Mateos, 2016: 232)”, para los propios hurdanos, donde nunca lo hubo13, su ausencia pudiera no ser tan determinante, y sí la presencia de otros alimentos cuyo potencial simbólico en la zona fuera mayor porque siempre se han comido por allí. Las castañas y sus derivados podrían ser un buen ejemplo, una afirmación algo indiciaria que, sin embargo, precisa de una investigación más profunda. Solo de esta manera es posible explicar la afirmación recogida por Sánchez (1933) que reivindica que en el mismo año en el que Buñuel filmaba su cinta, “aquí se comen patatas, habichuelas, nabos, berzas, lechugas, habas, guisantes y en las fiestas se come carne; en las matanzas se comen cerdos, se hacen morcillas, chorizos y longanizas…” (Cit. en Matías Marcos, 2017: 259). O las recogidas en nuestra propia etnografía, donde uno de los informantes nos confiesa:

“Aquí han faltado muchas cosas. Es verdad que no ha habido pan hasta hace muy poco tiempo. Si querías pan te tenías que ir muy lejos, y era imposible. Pero no nos han faltado otras cosas de la tierra. Siempre ha habido patatas y aceitunas, y yo que sé… de todo. Pobres hemos sido, pero nunca hemos pasado hambre. Siempre hemos vivido del campo…”. En cualquier caso, lo que proponemos aquí no es nada nuevo, puesto que como indican López-García y Mariano Juárez (2006: 218), todos los estudios que se han realizado histórica y transculturalmente acerca del hambre vienen a determinar que es la ausencia de los alimentos culturalmente cargados de valores, aquellos que se pueden llamar como alimentos “fetiche”, los que realmente quitan el hambre y los que realmente generan las representaciones locales en torno al concepto de hambre. El maíz para la experiencia de Mariano-Juárez (2013) y López-García, (2000) en Guatemala, los frijoles para la brasileña de Scheper-Hughes (1997), o el pan, para el caso de la posguerra española y la investigación de CondeCaballero (2019b). Se trata de la comida por excelencia, de ese alimento cuyas propiedades materiales, pero también simbólicas e identitarias, permiten satisfacer y nutrir. El resto de los alimentos pueden llenar ese agujero que se forma en el estómago, pero nunca el que se da en la mente. Y en Las Hurdes, tradicionalmente aislada como pocas regiones, es probable- a falta de una investigación de mayor calado -que estos alimentos no fueran los mismos que en el resto del país, lo que permite dotar al hambre en la zona de un carácter cultural y, en consecuencia, cierta negación por parte del hurdano.

Un presente de excelencia renacido sobre cenizas No obstante, si hay algo que el hurdano no puede negar y que ha quedado reflejado en nuestra investigación, es que sus conductas alimentarias del presente se ven en cierto modo condicionadas por aquellos tiempos de escasez y precariedad -por mucho que el hambre sea negada-, sobre todo cuando se trata de mostrarse ante el forastero. En este sentido, Badillo et al. (1991) afirman que la extraordinaria

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