Revista Tehura
Una primavera tardía
Nº 3 diciembre 2010
fos. ¿Por qué un botijo para un colegio de “señoritas”? ¿Quizás para economizar? ¿Era más cómodo? Lo cierto es que tenía mucho éxito y había a veces incluso colas para beber de él. Además nos divertíamos viendo a quién no se le derramaba el agua por el uniforme azul, o a quién se le daba mejor. Eran momentos de connivencia, de risas, de alegría. Se puede decir que confraternizábamos alrededor de él, haciendo mil comentarios. Un botijo, algo tan español como un botijo en un colegio de monjas francesas. Algo, diría, yo tan, ¿cañí?
El nido de gorriones Cuando se miró en el espejo y vio aquel nidito de gorriones sobre su lengua, se sobresaltó. No tenía ni la menor idea de dónde habrían salido. Se preguntó qué había cenado la noche anterior; los huevos fue lo primero que se le vino a la mente. Pero no, había cenado pescado; nada entonces explicaba aquella escena. De repente, se puso a deambular por toda la casa, casi corriendo. De la boca le salían unos ruidos, chillidos, casi cánticos, que no podía evitar. Comenzó a costarle tragar saliva, no sabía si por la presencia de aquellos gorrioncillos o por el susto que llevaba encima. Una vez más sereno, intentó quitarse aquel nido de su boca, pero resultó que éste estaba estrechamente pegado a su lengua. Intentó argüir algunas palabras pero estas se convertían en un vientecillo caliente que chocaba contra el nido y sus pequeños habitantes, que oclusionaban así cualquier intento de comunicación. No podía hacer nada, se sentía impotente. Estaba solo en su casa, nadie más podía ayudarle, y le daba vergüenza acudir a algún vecino. No obstante, a medida que transcurría el tiempo, se iba familiarizando con esos pequeños habitantes. Se preguntó si necesitarían alimentarse, aunque ahora que lo pensaba bien, él también necesitaría comer algo si no lograba desprenderlos de su boca. En un momento de altruismo se acercó al balcón y abrió grande la boca, con el fin de que aquellos gorrioncillos contemplaran la ciudad y vieran algo de luz. Desde su casa se divisaba gran parte de la ciudad. En aquella extraña mañana la luz era casi cegadora, los gorriones empezaron a emitir sonidos más vivos; a Nico le pareció que canturreaban. Todo aquello no dejaba de ser algo mágico, se decía Nico, como asumiendo ya su condición de anfitrión. Aunque se iba acostumbrando a aquellos habitantes, sabía que de una manera o de otra tenía que desprenderse de ellos. Se le ocurrió que tal vez pronunciando unas palabras mágicas, las adecuadas, aquel nido desaparecería. Empezó ensayando en su mente esas palabras, pero... ¡Si no podía pronunciarlas! Aquello se le escapaba de las manos. Entonces pensó en tragarse todo el nido, los gorriones incluidos, aquellos pobres a los que empezaba a tomar cariño. Esta solución, pensó, no era viable. Tenía que intentar desprenderse de aquel nido de la manera más pacífica posible. Se le ocurrió que si aquel nido, con aquellos gorriones había nacido en la oscuridad de su boca, de su garganta, tal vez la luz, espléndida aquél día, podría liberarlos de su boca. Se acercó de nuevo al balcón y abrió y abrió la boca, todo lo que pudo, hasta que lentamente fue sintiendo como al calor de aquella luz
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