Nuestra Señora de fatima
de París, encargado de la investigación de los crímenes, delitos y malos hechos, encargado del control de los oficios y de prohibir su monopolio, de conservar el empedrado, de impedir la reventa de aves y caza y de distribuir la leña y otras clases de madera; de preservar a la ciudad del barro y al aire de enfermedades contagiosas, de mirar continuamente por el bien del público, en una palabra, sin gajes ni esperanza de salarios. ¿Sabéis que me llamo Florian Barbedienne, lugarteniente en propiedad del señor preboste y además comisario, cuestor, controlador y observador con igual poder en prebostería, bailiaje, conservación y presidial...? No hay razón especial para que un sordo se pare mientras está hablando a otro sordo. Dios sabe dónde y cuándo habría tomado tierra maese Florian, lanzado así por las ramas de la alta elocuencia, si la puerta baja del fondo no se hubiera abierto de repente para dar paso al mismísimo preboste en persona. No se turbó maese Florian ante su aparición, sino que volviéndose hacia él y enfocando bruscamente hacia el preboste la arenga con la que estaba fulminando a Quasimodo unos momentos antes dijo: Señor, requiero la pena que os plazca contra el acusado aquí presente por grave y mirífico desacato a la justicia. Y se sentó, sofocado, secándose las gruesas gotas de sudor que caían de su frente y empapaban como lágrimas los pergaminos expuestos ante él. Micer Robert de Estouteville frunció el entrecejo a hizo a Quasimodo un gesto tan imperioso y significativo que el sordo comprendió en buena parte. El preboste le dirigió la palabra con severidad. ¿Qué has hecho para estar aquí, rufián? El pobre diablo, suponiendo que el preboste le preguntaba su nombre, rompió el silencio que había mantenido hasta entonces y respondió con una voz ronca y gutural. Quasimodo.
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