Mujeres de ojos grandes angeles mastretta

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esposa y ella, que nunca se hubiera atrevido a mencionar tal palabra, se dispuso al divorcio si su marido no vendía cuanto antes las cinco hectáreas de aquella playa inhóspita. Puestas las cosas de aquel modo, el papá de Elvira vendió su playa y perdió lo que hubiera sido el único buen negocio de su vida. —Algo malo va a salir de todo esto —dijo la tarde que le compraron sus terrenos—. No se puede despreciar tal maravilla sin pagarlo. Gastadas todas sus fantasías empresariales, el señor Almada entró a la política con la misma vehemencia y la misma ignorancia con que había ido por el mundo de los negocios. Como si no supiera todo el mundo que con el gobierno era mejor no ponerse, el papá de la tía Elvira tuvo a bien desempolvar su carrera de abogado para defender a un torero que no había podido cobrarle al gobernador su trabajo en la corrida de toros en que lidió seis bestias con los cuernos sin rasurar, e hizo una faena tras otra en honor a los valientes del 5 de mayo. Al papá de la tía Elvira, que había visto la corrida con la misma devoción con que otros oyen misa o van al banco, le pareció el colmo. Una cosa era que el gobernador llevara la autoridad de su investidura hasta manejar las finanzas públicas como si fueran las suyas, y otra que con toda su calma le negara el salario a un artista, porque al último toro no lo había matado en el primer intento. —Aquí el circo es gratis —le dijo el gobernador—. Te puedo dar pan y mujer, pero billetes ni los sueñes. Además, te portaste como un carnicero. El torero había demostrado su valor durante tres horas seguidas y no tuvo manera de guardárselo. Se puso a llamar tirano, asesino y ladrón al gobernador quien, en su turno, lo mandó encerrar. No tardó el papá de la tía Elvira en salir rumbo a la cárcel a ofrecerle sus servicios al torero. Puso una demanda contra el jefe del gobierno, acusándolo de robo y abuso de autoridad. Para la hora de la comida, estaba casi seguro de que ganaría el pleito. Se había hecho ayudar por sus amigos de la prensa, que tanto café le debían y a quienes les pareció un litigio de tamaño tolerable para tenerlo con el gobernador. Dedicaron largas prosas a dudar de que un señor tan magnánimo y aficionado a la fiesta brava como era el gobernador, hubiera podido maltratar a un torero. Seguro no sería así, pero que si algún malentendido había, ahí estaba ese hombre de bien llamado don José Antonio Almada. Comían el postre cuando un ayudante llegó con el aviso de que el torero iba a salir libre. La tía Elvira le dio tres cucharadas a su natilla y se fue corriendo tras su papá. Llegaron a tiempo para presenciar la firma de libertad y fue tal el gusto de su padre que se llevó a la tía Elvira a una cantina a la que poco a poco fueron llegando celebradores. Se armó una fiesta de brandy y anises, música y leperadas de la que no se repuso nunca la reputación de Elvira Almada. Había bailado con el torero hasta que ambos cayeron sobre una mesa desvencijados del cansancio. Había bebido chinchón y usado palabras de hombre con tal descaro y habilidad que todos los presentes llegaron a olvidarse de que estaba entre ellos una de las recatadas señoritas Almada. No se acordaron de que ella era ella, sino hasta la mañana siguiente. Entonces la tía Elvira y su padre volvieron a la casa canturreando Estrellita y declarándose su amor. —Óyelo bien, niña —le dijo su padre—. Yo soy el único hombre de tu vida que te va a querer sin pedirte algo, —Y yo la única mujer que te va a seguir queriendo cuando seas un anciano y te hagas pipí en los pantalones le contestó la tía Elvira. Entraron riéndose al patio alumbrado por un sol tibio. En el centro, detenida como un fantasma, estaba la madre de la tía Elvira.


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