TRAVESIA INICIAL

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LA TRAVESÍA INICIAL ANA MORA ESTRADA, NICOLÁS ROJAS, ROSSELA AGURTO FUENTES, MATÍAS CARVAJAL RADIC, NASTIÁN RODRÍGUEZ y CRISTÓBAL NICANOR SALAZAR.

PRÓLOGO: RODRIGO ROJAS

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La primera versión del TALLER DE TRAVESÍA se llevó a cabo en los meses de septiembre y octubre de 2021 en la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales. Estos textos pertenecen a los integrantes del taller y son un registro de un primer viaje individual, pero con una bitácora compartida. El timón de las sesiones estuvo en las manos de Rodrigo Rojas, el skipper.

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CONTENIDO:

Prólogo: ANTES DEL MAPA LA FIEBRE,

Rodrigo Rojas. -11-

Travesía 1: A GUAYAQUIL DE MEMORIA,

Ana Mora Estrada. -21-

Travesía 2: TERCERA ENTRADA EN LA BITÁCORA DE VIAJE DE KELLAM EL ADJURADOR, Nicolás Rojas. -43-

Travesía 3: ESA VEZ QUE SALÍ A COMPRAR COMIDA CHINA,

Rossela Agurto Fuentes. -49-

Travesía 4: POR AHÍ,

Matías Carvajal Radic. -61-

Travesía 5: ARRIVAL,

Nastián Rodríguez. -77-

Travesía 6: EL VIAJE: EUFÓRICO SILENCIADOR,

Cristóbal Nicanor Salazar. -85-

Retrato de los viajeros. -97-

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ANTES DEL MAPA LA FIEBRE Rodrigo Rojas, skipper.

¿Es posible diferenciar el viaje del deseo del viaje? ¿Acaso ese deseo no provoca un desplazamiento de la imaginación tan intenso como el recorrido físico? Más aún ahora, en un contexto de pandemia en que se ha restringido la libertad de movimiento, ese deseo puede llegar a ser la fiebre de un futuro viaje. Se trata de algo más potente que solo imaginar una aventura, el deseo de viajar puede expresarse como una certeza de que alguna vez seré yo quien cruce ese bosque y pise esas nieves para llegar al otro lado. Esa certeza se alcanza en el momento en que aceptamos que anhelamos el otro lado, cuando el cuerpo admite que siente un apetito por la otra orilla. El anhelo de viajar se hereda, se traspasa, viene del deseo que cultivaron otros, del viaje que emprendieron así como del relato que dejaron de esa experiencia. Si escuchamos de un viaje, sobretodo si reconocemos el tono épico, hay algo en nosotros que se despierta. Ese efecto sobre nosotros, la fiebre, no distingue si se trata de un viaje ficcional o de una expedición que se llevó a cabo. La fiebre puede surgir al imaginar a Ulises zarpando de la playa sangrienta de Troya, escuchando a Kavafis llevando la ciudad a cuestas, al enterarnos del preso político que mira los muros alambrados del campo de concentración, o Alvar Núñez Cabeza de Vaca mirando un nuevo océano con el mismo gesto del profesor Lindenbrock en Islandia mientras observa el cráter volcánico por el cual descenderá. Pero la fiebre no es solo la gesta épica, a veces es un deseo intenso y silencioso como el de María

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Sybilla Merian, una de mis viajeras favoritas del siglo XVII. Ella abandona su vida en Europa sin aspavientos y se interna en la selva de Surinam armada con papeles y acuarelas. El recorrido de su viaje no se mide tanto en kilómetros como en la transgresión. A los 52 años y separada decide viajar a las indias occidentales acompañada de su hija. Su obra, considerada precursora en el estudio de los insectos, empuja la observación minuciosa desde la ciencia al campo de las artes. Su trabajo aporta al conocimiento naturalista, pero es también un viaje hacia la frontera de transformación entre vida y muerte. Sus pinturas en que retrata la metamorfosis son el relato de un viaje interior y misterioso que solo es interrumpido cuando ella contrae malaria. Los viajeros que están reunidos en estas páginas se enfrentaron al punto cero, a ese momento inicial que pone en movimiento un futuro viaje. Las expediciones que emprendieron son muy distintas entre sí. Algunas cruzaron en micro la ciudad, otras salieron del valle del Mapocho en bus, hay una que usó la memoria como medio de transporte y la terminó convirtiendo en el punto de llegada. Hay viajes aquí relatados que se nutren de la gesta épica, otros que se proponen explorar lo más cercano desde el silencio. Hemos llamado a esta compilación “La Travesía Inicial” porque la principal exploración es el deseo, el anhelo. En un tiempo de encierro estos viajeros se han entrenado en reconocer ese apetito por la otra orilla y, como corresponde, cada uno reconoció ese otro lado de manera caprichosa y personal. Para acomodar esa subjetividad en un ejercicio colectivo (después de todo este es un grupo que conforma un taller), acordamos seguir un método. Este nos fue dado por una frase de un gran explorador y autor, Bruce Chatwin.

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DESPUÉS DE LA FIEBRE EL MÉTODO

En el año 2018 la escritora Inés Bortagaray dictó una conferencia sobre expediciones y extravíos en la Cátedra Bolaño. En algún momento llegamos a conversar sobre María Sybilla Merian. Yo acababa de ver un documental de mujeres en el arte donde descubrí a esa artista y Bortagaray en cambio acababa de leer sobre ella en un libro sobre exploradores. Ese anzuelo me llevó a Explorer’s Sketchbooks, the art of Discovery & adventure (Thames & Hudson 2016). Aquí se compilan imágenes de los cuadernos de exploración de muchos viajeros. En la página 86 hay una fotografía de un cuaderno moleskine con anotaciones de Bruce Chatwin (1940-1989). Chatwin mantuvo varios diarios, cada uno en un cuaderno separado que usaba de manera desorganizada. A menudo tomaba el que tenía más a mano cada vez que salía de viaje. En ellos anotaba perfiles de quienes se topaba en el camino, versos de algún poema que nunca terminaría, lista de tareas y, como en el caso de la página que revisé, una lista de títulos para algo, quizás para un libro de viajes, un poemario o, también es probable, no eran títulos sino acciones que se proponía llevar a cabo. Cada uno de los puntos en la lista son lo suficientemente sugerentes como para que la expedición que sugieren no sea necesario llevarla a cabo. En otras palabras basta con el título para experimentar la travesía. Entre estos: Wandering for God, Forward the Revolution, Campfire & Pyramid, Hunters and Song. El que logró cautivarme más profundamente es el que dice The Slow Walk, la caminata lenta. Esa fue la idea chispa que encendió la travesía: la caminata lenta, una travesía en movimiento imperceptible, algo que permitiría a un grupo de viajeros emprender una aventura

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intensa a diez pasos de su casa. Este título nos daba una solución para viajar con las restricciones del Estado de Excepción impuesto por el gobierno apropósito de la pandemia. Podríamos tener viajes extendidos y vertiginosos moviéndonos apenas de nuestra casa. Inspirados por la caminata lenta cada uno escogió su destino. UNA TRAVESÍA EN SEIS REGISTROS

A continuación podrán leer viajes de seis autores que utilizan el método de la caminata lenta según su propia interpretación. Matías Carvajal parte en una fecha exacta y con una misión. Sale de Santiago rumbo al Norte Chico. Convierte un traslado que a menudo es un proceso automático en una experiencia abierta a la sensorialidad. En su viaje hay comida y digestión, se registran voces, humor, insultos, tedio y también compañerismo. Una tarea común en la pandemia, buscar comida china, pasa a ser la medida de un barrio y de una familia. Rossela Agurto introduce una mirada dedicada a lo cotidiano. Su viaje es a lo pequeño y la distancia que guarda con lo épico permite que personajes, como el conserje de un edificio en Ñuñoa, pueble el texto de una humanidad reconocible y verosímil. Los viajes más extensos son los que se sostienen principalmente en la imaginación. Nicolás Rojas se interna en un mundo fantástico y distópico que tiene como referencia el juego Dungeons & Dragons. Este, que comenzó como un juego de mesa, es ahora es una comunidad narrativa maleable que admite a diferentes autores (y jugadores) participar en la creación de relatos y mundos que pueden tomar su lugar tanto en una tierra mágica medieval como en una sociedad steampunk. Este relato, un fragmento de diario de viaje,

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incorpora el cansancio, la crueldad y tiene una riqueza emotiva propia de la épica. La percepción fina de lo que sucede a baja velocidad no garantiza necesariamente un goce para el viajero. Cristóbal Nicanor Salazar lo sintetiza en solo una frase: “el viaje es una caminata lenta identificando a los demonios que están en las estrellas, en la realidad que nos mata”. Su viaje es una expedición por la ciudad nocturna, una travesía que lleva a una tropa colérica a la frontera de la percepción. En este viaje todo es impulso, desde el lenguaje de una oralidad periférica a los paraísos psicotrópicos del tussi. El narrador, como si fuera un cerdo en la isla de Circe, se abandona a los sentidos sin posibilidad de escapar del cuerpo, del barrio, de la precariedad o de la maltratada conciencia. El delirio es un viaje en si mismo, pero no es una experiencia que se pueda compartir si no se encuentra un lenguaje que esté a la altura de esa misión. Nastián Rodríguez busca ese lenguaje y en el relato Arrival parece llegar al punto de ebullición. Un personaje, el niño, encuentra un prodigio y a la vez él mismo demuestra, gracias a su vocabulario y las visiones, ser un prodigio. Este viaje es una travesía de la memoria, la imaginación, de la síntesis de diferentes registros orales y de una sorprendente biblioteca de curiosidad y apetito literario. La memoria es un lugar, al menos eso parece en el viaje que relata Ana Mora. El recuerdo de todos los viajes a Guayaquil se comprimen en un solo relato donde el barrio, la casa, los objetos son presentados como tales, pero hay algo en ellos que parecen contar la historia de la familia que los usa, la distancia geográfica que los separa, el esfuerzo de una madre que crea la unidad familiar sostenida en tres puntos, tres nombres, tres piezas, todo en tres. La memoria que se despliega hacia ese

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Guayaquil recordado trae sabores, olores, texturas, temperaturas. El cuerpo del texto parece vivo, late tranquilamente ante los ojos de quien lee. Una travesía comienza antes de la idea de viajar, surge como un deseo y se mantiene siempre en ese ámbito: lo alimenta, lo destruye, es lo que llamamos inspiración y propósito, es también lo que sigue latiendo en forma de nostalgia una vez que se ha alcanzado el punto de llegada. La travesía es experimentar la certeza de que la llegada en realidad nunca sucede, que el desplazamiento es un vector de fuerza que una vez puesto en marcha nunca se apaga, nunca.

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Diario de Bruce Chatwin

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TRAVESÍA 1

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A GUAYAQUIL DE MEMORIA Ana Mora Estrada

Tuve que escoger un destino para trabajar en el taller de Travesía. Pensé en escoger un viaje simple, algo corto dentro de Santiago, para poder hacer el ejercicio de manera precisa, como un recorrido lineal y nítido. Pero tenía muchas ganas de hablar de Ecuador, de donde es mi familia y el destino frecuente y único de las vacaciones. Era especialmente habitual cuando era niña, pero después los viajes eran cada vez menos, porque era muy complicado. Especialmente ahora, en pandemia. Quise hablar de Guayaquil en específico, porque me di cuenta de que sería imposible escribir un texto en tan poco plazo que hablara de más ciudades, como Machala, donde vivió mi papá, Zaruma, donde vivió mi otra abuelita y mi tata, y Manta, donde vive mi tío paterno; que también las visitamos casi siempre (además de otras ciudades ocasionales como Salinas, Quito, Cuenca y muchas otras playas). Guayaquil siempre fue un destino principal, porque ahí está la casa de mi mamá. Tengo muchos recuerdos. Muchos cumpleaños míos los celebré en Guayaquil. La última vez que viajé, casi no estuve en Guayaquil. Todo lo que está escrito aquí son recuerdos desde el 2018 hacia atrás: es lo que recordé en este tiempo y quise escribir. No es un escrito lineal, porque a medida que iba a avanzando, me acordaba de cosas al mismo tiempo. Nunca había tenido que hablar sobre Guayaquil, mucho menos escribir. Siempre ha sido una parte natural de mi vida. Por qué tendría que describirle Santiago a alguien, si todos sabemos cómo es.

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Pero resulta que, en realidad, casi nadie (aquí) sabe cómo es Guayaquil.

LA LLEGADA

Cuando bajas del avión lo primero que se siente es la humedad, como una cortina de agua. Es evidente entonces que no se está en Chile. Siempre hace calor, incluso cuando se llega en la noche. En los meses de diciembre a febrero el clima es especialmente húmedo, porque es temporada de lluvias. A la salida del aeropuerto siempre nos quedamos viendo los peces anaranjados de la laguna artificial, sobre todo si llegamos de día. Es mi parte favorita del aeropuerto, aunque las últimas veces que fui era de noche y creo que ya no estaban. Eso me dio mucha pena. Siempre nos va a buscar un primo de mi mamá, que tiene una furgoneta grande donde cabemos con nuestras maletas. Los asientos son duros y no tienen cinturón, y el aire acondicionado siempre está encendido. A cualquier parte que se va, siempre hay tanto aire acondicionado que llega a dar frío. En el auto es especialmente importante, porque aunque se baje la ventana el viento es caliente y no refresca. El aeropuerto no está lejos de la casa de mi abuelita, que vive en el centro de la ciudad. El camino siempre es muy tranquilo. En Guayaquil no hay edificios, lo que es algo de lo que solo me he dado cuenta ahora que he tenido que describir la ciudad. Supongo que es porque el suelo es pura arena y agua y es muy peligroso construir cosas especialmente grandes. En el camino solo hay casas bajas, de un solo piso y de colores gastados como blanco o amarillo o a veces rojo. En Guayaquil hay muchos árboles de gran tamaño y muy frondosos y la última vez que fui recuerdo que pensé que parecían los árboles

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de Avatar por la forma de sus copas. Los hay en todas partes. También la ciudad tiene varias estatuas, grandes, de diez metros quizás, cubiertas con mosaico. Siempre pasamos por una de un loro, que está sobre una rama, es verde y está frente al Citymall. Cerca de la casa de mi abuelita hay también de esas esculturas, pero mucho más pequeñas y son de frutas. De esas estatuas grandes hay en todo el país, mi papá me decía que era un artista, cuyo nombre no recuerdo, que trabajaba con mosaico y viajó por el Ecuador haciendo esculturas distintivas de cada provincia.

LA CASA DE MI ABUELITA

Mi abuelita vive en un pasaje, detrás del hospital de la Alborada (así se llama el sector). El auto puede estacionarse en la casa, pero es más difícil y casi siempre lo dejan estacionado en el hospital y entramos caminando. Aunque cuando llegamos del aeropuerto sí entramos en auto, para no tener que llevar las maletas. En el pasaje hay más o menos diez casas, bajas, con el techo plano y rejas, y están alrededor de un parque. El parque es amplio, tiene un pasamanos, dos columpios, un sube y baja y un resbalín bastante alto. Todos los juegos son de metal, y son fríos y resbalosos, a veces, especialmente el pasamanos. El tobogán suele llenarse de agua. Ahora nadie usa esos juegos, porque mi abuelita dice que el pasaje está lleno de abuelitos como ella y ya no hay niños. Cuando era chica los ocupaba con mi hermano y con una vecina de mi edad, que era hija de un amigo de mi mamá, que había sido vecino de ella. Ya no viven ahí y no los he visto hace mucho. Y la última vez que fui, éramos muy altos para usar los juegos, excepto los columpios, aunque tampoco los usamos.

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2004. Mi papá conmigo y mi amiga vecina Carelis en el sube y baja. Atrás se ve el columpio y el resbalín.

2008. Mi hermano y yo en el tobogán.

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2017. Mis primos y yo en los columpios.

Alrededor del parque hay árboles y el más grande es el que está frente a la casa de mi abuelita, que es un árbol de mangos. Da frutas justo cuando vamos y hay que recogerlos trepando o con un gancho especial, porque los mangos están muy altos. La mayoría se los roban, o se caen y quedan aplastados en la vereda chorreando pulpa. Su sabor es muy dulce y me han empezado a gustar solo ahora, las últimas veces que fui, porque cuando era chica no los comía por nada del mundo. Creo que los del árbol de mi abuelita tampoco me gustan tanto, porque son de los mangos de chupar, que no se pican ni se comen con tenedor, porque tienen muchas hilachas que se enredan en los dientes y son imposibles de masticar. La casa de mi abuelita es blanca y tiene el techo ondulado. Tiene un estacionamiento, tres dormitorios, sala, cocina y tres baños, en un solo piso. Es la casa donde vivió mi mamá con mi tío y mi abuelita. Es todo de tres, mi abuelita siempre recalca eso, porque

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cuando nosotros vamos no alcanzan los dormitorios y tenemos que dormir en la sala, en los sillones o compartiendo cama cuando éramos más pequeños. La sala tiene fotos varias de mí y mis hermanos de chicos, y hay un sillón de color naranja intenso que tiene tres partes, formando un cuadrado incompleto. Hay solo una parte del sillón desde donde no se siente el aire acondicionado, en las otras dos llega a hacer mucho frío y es imposible estar ahí más de media hora.

2021. La casa de mi abuelita. Mi tío me mandó esta foto hace poco.

Los baños son pequeños y no tienen agua caliente, al menos hasta hace muy poco. En Guayaquil siempre hace tanto calor que no hacía falta. Cuando mi hermana era guagua, mi mamá hervía agua y la bañaba en una tina. En Guayaquil no se puede tomar agua de la llave, siempre debe hervirse o ser de botella. Hay un problema en el agua, nunca he sabido cuál exactamente.

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2008. Mi hermano bañándose con agua caliente (con las tarrinas del encebollado).

Tras la cocina hay un pasillo y el primer dormitorio era el de mi tío, ahí siempre duermo yo y mi hermano. Al final del pasillo hay un dormitorio a cada lado. El de la izquierda era el de mi abuelita y tiene un espejo grande en el closet y un tocador como los de las películas. Es una pieza amplia, con una cama gigantesca.

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2004. Mi abuelita conmigo en su pieza.

El de la derecha era el de mi mamá, es rosado y tiene una tele. Una vez recuerdo haber revisado su clóset con mi abuelita y haber encontrado muñecas y fotos. En la casa de mi abuelita hay muchas fotos, sobre todo de sus hermanos y muy especialmente del menor: Hernán, a quién mi abuelita crio como si fuera su hijo y le pagó el colegio y vivió en su casa cuando era niño. Hernán falleció a los 30 años más o menos, en una operación a corazón abierto (o algo así, no estoy segura). Mi abuelita siempre habla de él. No lo conocí. También se puede subir al techo, algo que descubrí hasta hace muy poco, considerando las veces que he visitado esa casa. Detrás de la cocina está la lavadora y la refri y hay una puerta de metal. Detrás de ella hay un pasillo estrecho con piso y paredes de piedra. Siempre, siempre está mojado. Hay alambres contra la pared que es contigua al vecino y ahí se cuelga la ropa. Si uno avanza más, el pasillo da la

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vuelta a la parte de atrás de la casa y hay una escalera. Si uno sube, llega al techo y ahí hay dos o tres alambres. Ahí sube mi abuelita, mi mamá y ahora yo también a colgar la ropa. Se puede ver el parque. Está todo lleno de agua. Antes la casa de mi abuelita tenía un estudio, donde era su consulta de dentista. No me acuerdo mucho de esa, porque remodelaron la casa hace unos años y ahora hay una tele y un sofá. La consulta era de paredes claras y tenía un escritorio de madera. Me gustaba ir allí cuando era chica porque era como un cuarto secreto, porque para entrar había que salir por la puerta principal y entrar por otro lado. Mi abuelo no vive en esa casa. Él y mi abuelita se divorciaron hace mucho tiempo. LA COMIDA

La comida en Guayaquil es radicalmente distinta a la de Santiago. En las mañanas, muy temprano, se escucha que pasa un caballero vendiendo pan recién hecho. Se desayuna con frutas, como la papaya o el mango, y solo hay azúcar rubia, porque es más barata. También es muy común desayunar cosas saladas, como patacones, o humitas, que son rellenas de queso. Además, puede comerse encebollado, que es una sopa de pescado con cebolla, tomate y yuca. Se usa para curar la caña, que allá se le dice chuchaqui. Se comen muchos mariscos, cangrejo especialmente. Es tanto así que todos los años hay veda, que en general coincide con los meses de enero y febrero, por lo que cuando vamos mi mamá y mi papá se apuran en ir a comer antes de que se acabe. A mí no me gusta y ya no voy, pero recuerdo haber ido a un local de mesas y sillas de plástico color rojo. El cangrejo se come de manera especial, a uno le sirven una tabla de madera con un martillo pequeñito y una fuente llena de cangrejos. Uno se sirve cuantos quiere y tiene que partirlos con el martillo y se come con la mano. A veces abren el carapacho y le ponen

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tomate y plátano maduro. Cuando uno va a comer cangrejo siempre hay mucho ruido, porque todo lo que se oye es el martillar de la gente. Todo se come con verde, el plátano barraganete que venden acá. Se hacen distintas preparaciones: dulce cuando el plátano está maduro y saladas cuando está verde. Se comen con queso y en algunos sectores de Ecuador con maní, o con una mezcla de maní con especias que se llama salprieta. Para picar, los chifles o patacones son típicos, en un restaurante en vez de servir pan de entrada, sirven el verde. También es muy común el tostado, que es maíz que se tuesta a veces con sal y otras con azúcar y se puede comer solo o con ceviche. También se come mucho arroz con menestra y carne/pollo/pescado. La menestra es un preparado de alguna legumbre (puede ser poroto, lenteja, garbanzo y hasta haba), que es entre líquido y espeso y se le pone cebolla y al comerse se mezcla con arroz. Se come también mucha yuca, en especial el pan de yuca, que son pancitos como de coctel, rellenos con queso y se toma con yogur, que también es distinto al de Chile porque es “más natural”, es decir, más agrio. Venden también helados en vasito, hay personas con carritos que hacen helado natural y lo sirven congelado en un vaso plástico con un palito en medio. Hay mucho comercio ambulante. También, todas las grandes cadenas de comida, como McDonalds, Kentucky, entre otras, tienen opciones “ecuatorianas”, con chifles, menestra y otras cosas. Hay también varios dulces típicos como lo son aquí el Super8 o la, ahora, Chokita. Nuestro favorito es el Tango, que es un alfajor de galleta, cubierto con chocolate y con crema adentro, hubo un momento que vendían Tango Mora y la crema era de ese sabor, pero solo compramos una bolsa y nunca más los volvimos a ver. Nos gustan mucho los chocolates, en especial el Manicho (chocolate con maní) y el Galak (chocolate blanco). Una mención especial a los jugos y las frutas. Allá es muy común tomar jugo de fruta natural, en los restaurantes, pero sobre todo en las casas. Los preferidos son de maracuyá, naranjilla, mango,

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tomate de árbol (es dulce), mora y tamarindo. También se hacen de guayaba y guanábana (de la guayaba se hace un jugo rojo y mermelada, y de la guanábana el jugo es blanco y se parece al sabor de la chirimoya). Antes de que en los supermercados de aquí comenzaran a vender estas “frutas tropicales”, traíamos bolsas de pulpa congelada para tomar jugo en Santiago. Algo que me causa gracia ahora, es que es por eso que no reconocemos ninguna de las frutas cuando están enteras, porque solo las conocemos como bloques congelados de colores. Cabe recalcar que toda esta comida ecuatoriana la comemos también en Chile, porque mi mamá y mi papá han ideado formas de traer las cosas que aquí no hay o preparar con lo que venden acá y soy mucho más familiar a esta comida que a la chilena.

LA CIUDAD

A los alrededores de la casa de mi abuelita hay un banco, un supermercado Tía, una iglesia, una farmacia y pequeños locales de comida. Casi nunca vamos por ahí, sino que vamos a la parte “turística” de la ciudad. En Guayaquil no hay metro, solo buses y muchos taxis. La última vez que fui con mi familia era muy difícil moverse porque éramos muchos y los taxis no nos querían parar. Cuando éramos menos usábamos el auto de mi tío. Hay un tema con los taxis, siempre he escuchado que son peligrosos y que hay que tener mucho cuidado. Es muy común que la gente tenga a su “taxista amigo” o una compañía o persona en particular que sea la única, la única que le de confianza. Guayaquil también está lleno de puentes. Como no se pueden hacer túneles por el suelo, hay múltiples puentes hacia arriba. La última vez que fui, lo encontré tan feo. Las calles son opacas, aunque

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haya mucho sol y todo se ve viejo. Quizás siempre ha sido así, pero no me había dado cuenta. El panorama principal es ir al Malecón 2000, un parque que se extiende por toda la orilla del río Guayas. Del otro lado pueden verse las ciudades de Durán y Daule (ya no estoy segura de esto). Ahora hay un puente que las une con Guayaquil, pero antes mi papá dice que había que cruzar en barco. El Malecón es gigante, cada vez tiene más cosas. Tiene una vereda muy amplia para caminar y está lleno, lleno de árboles. En los árboles suelen haber iguanas, y hubo una vez que estábamos sentados y una iguana cayó súper fuerte contra el piso y nos asustó mucho. Mi mamá dice que en su colegio eso ocurría siempre y que le daban mucho miedo cuando era chica. También hay muchos restaurantes, miradores y juegos.

2004. Mi papá conmigo en el Malecón.

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2017. Mi hermano menor en el carrusel (nuevo) del Malecón.

2017. Mis hermanos y yo en los columpios del Malecón.

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En el centro, hay una estatua grande de Simón Bolívar y San Martín dándose de la mano, que representa el momento en que estos se encontraron (Simón Bolívar venía desde Venezuela y San Martín desde Argentina) y a su alrededor hay distintas banderas de Latinoamérica. Hay también un sector de grandes placas de vidrio con los nombres de todos aquellos que en su momento aportaron plata (aunque sea un dólar) para construir el malecón. Se supone que está el de mi mamá, pero nunca lo hemos encontrado, porque hay muchas, pero muchas placas. También hay un cine, el cual, al menos la única vez que fui, tenía la pantalla 180° grados encima de las cabezas y había que mirar hacia arriba para ver la película, y la pantalla era circular y daba la ilusión de ser 3D sin usar lentes. Ahora (hace unos años, en realidad) construyeron una rueda de la fortuna como la de Londres, pero mucho mucho más pequeña, que se llama La Perla. La última vez que fui nos subimos a ella, tiene cabinas de vidrio y se puede ver toda la ciudad. Me dio mucho miedo.

2017. Mis hermanos chicos viendo La Perla en el Malecón.

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Mi mamá y mi papá siempre dicen que ahora el Malecón es muy lindo. Que antes, cuando estaban en la universidad, era un sector peligroso, porque era muy oscuro y casi nadie lo transitaba. Ahora, es un lugar completamente diferente. Uno puede pasar del Malecón al cerro Santa Ana, un cerro que también, según mi mamá y mi papá, se ha hecho mucho más turístico y menos peligroso con los años. Está poblado de casitas de colores, como las de Valparaíso, y uno puede subir hasta el final por una escalera gigante que tiene números en cada escalón. Al final hay estatuas y un parque, pero no recuerdo mucho. Después de la gran escalera hay más escaleritas y siempre contamos esas para agregarlas al número de la escalera principal. Del Malecón uno puede caminar por los alrededores, está en una de las calles principales de la ciudad, 9 de octubre. Creo que tengo una imagen distorsionada de las cosas, porque la última vez que fui el sector ya no me parecía lindo. Los recuerdos ya no son tan claros. Los edificios son bajos y viejos, pero no están cuidados como para ser pintorescos, y cae agua de los techos así que hay que tener cuidado al caminar. Los colores de los edificios son gastados. Las calles no son muy grandes y no tienen carteles que indiquen sus nombres. Si mal no recuerdo, estos están escritos en el edificio de la esquina de cada calle. Creo que estas ni siquiera tienen nombres, sino números, aunque puede que eso sea un recuerdo inventado. Lo que sí me gusta mucho de ese sector es la cafetería Las Palmas. Ese, definitivamente, es el panorama favorito de mi familia. Se puede llegar caminando desde el Malecón y es muy antigua. Histórica, diría, tiene muchas fotos de la fundación en blanco y negro. Nos gusta mucho ir allá porque tienen unos dulces que nos encantan. Se llaman borrachitos y son masas de bizcocho en forma de gota, pero empapados en almíbar (nótese el empapados, porque chorrean la miel en los platos y en las cajas cuando uno los pide para llevar). Venden también otras cosas, pero no las recuerdo. Pedimos siempre veinte borrachitos quizás y

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jugos naturales. Siempre pedimos para llevar y mi abuelita a veces logra traer una caja a Chile, pero llegan un poco aplastados y fríos e igual no es lo mismo que estar sentado en el lugar. Es muy acogedor, como cafetería de película, con sillas negras de metal y mesas redondas. Es muy agradable después de caminar largo rato por el Malecón, ir a Las Palmas a tomar once. Cuando éramos chicos también íbamos al Parque Histórico, del cual no recuerdo casi nada excepto que tenía un tren y que me gustaba subirme en él, y que había shows de bailes folklóricos y casas de madera.

2008. Mis primos y yo en el tren del Parque Histórico.

También está el Parque de las Iguanas, que está alrededor de muchos restaurantes y, como dice el nombre, está lleno de iguanas. Es un parque grande con rejas y hay iguanas sueltas caminando entre la gente y uno las puede ver también en los árboles y el agua. Son muy feas y grandes. La última vez que fui a mi hermano chico le dieron muchísimo miedo. Son más grandes de lo que uno esperaría, sobre todo sus colas, tienen la piel muy seca y opaca y con cara de dinosaurios.

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Vamos a más lugares, pero esos son los clásicos de Guayaquil. Lo demás es muy vago y largo para contarlo. SAMBORONDÓN

Hay un sector en Guayaquil que se llama Samborondón, que es donde vive la gente cuica o aniñada como dicen allá. Nunca había ido, hasta que mi tío se casó y fuimos a su casa. Samborondón es completamente distinto al resto de la ciudad. Las calles son amplias y bien iluminadas y todo lo que se ve es condominio tras condominio tras condominio. Recién ahora hay malls o tiendas. Las casas son blancas y grandes y de muchos pisos y tienen piscina y canchas de básquet. Los condominios tienen nombres de dioses o piedras preciosas, uno pasa en el auto y se ve Hermes, Poseidón, Afrodita. Me cargó. He ido también porque ahí viven algunos tíos de mi papá y los hemos ido a visitar. Mi tío ya no vive en esa casa, hace años, ahora vive en la Alborada en la casa de mi abuelita. EL CLIMA

En Guayaquil solo hay dos estaciones: invierno y verano, pero estas no se diferencian porque en una haga frío y en la otra calor, sino que en invierno llueve y en verano no. Desde noviembre hasta abril, más o menos, es el invierno. El resto es verano. Las lluvias son muy fuertes allá. Recuerdo como sonaba el agua contra el techo de la casa, tan fuerte que parecía que se iba a caer. Las gotas son gigantes. Mi abuelita siempre dice que aquí en Santiago no llueve, solo garúa. La lluvia allá también es cálida, por lo que uno puede caminar bajo ella sin resfriarse. Es repentina, a veces llueve un poquito y después sale el sol, y la gente sigue caminando tranquila. Recuerdo que una vez empezó a llover y yo salí de la casa con mi hermano y mi papá a propósito porque no podía creer que el agua era caliente.

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También, por la lluvia, hay muchas historias de mi familia acerca de las veces que se inundaba la ciudad. Historias de cuando eran chicos y venía la corriente del Niño y llovía, llovía, llovía por meses. Mi mamá dice que se metía el agua a todas las casas del pasaje, pero que a ellos nunca les pasó. Por lo mismo, hay muchos insectos en la temporada húmeda. Mosquitos sobre todo, aunque en Guayaquil no hay tantos como en otras ciudades (como Machala, de donde es mi papá). De todas formas, como somos extranjeros siempre nos pican mucho y hay que usar repelente. Hay un tema al dormir, que uno se quiere destapar porque hace mucho calor, pero si lo haces amaneces con miles de picaduras de mosquitos. Por eso se duerme con el aire acondicionado prendido. Las picaduras pican muchísimo, se ponen rojas y se hacen más grandes cuanto más las rascas. Siempre regresamos a Santiago con cicatrices. A mi hermana las picaduras le afectan especialmente, porque tiene la piel más sensible y se le hinchan horrible. También hay grillos. Hubo un verano en particular que hubo muchísimos, muchísimos grillos. A mí me dan miedo, y asco. Son bichos grandes igual, no como las moscas o algo así. Son como los de la película Bichos, los malos. Y las veredas estaban cubiertas de grillos pisados. Me daba tanto asco. Y los había en todas partes, dentro de la casa. Fue horrible. Pero nunca más ha pasado otra vez. COMENTARIO FINAL: FALTAN COSAS

Siento que quiero escribir muchas más cosas, pero en este momento no se me ocurre qué. Y también sé que cuando vuelva a leer esto, me acordaré de todas las cosas que faltaron, pero siempre sentiré que no está todo. En Guayaquil está toda la familia de mi mamá, gran parte de los panoramas consisten en eso, en visitar a esta tía, a esta prima, a este sobrino. Es gente familiar, pero no más que eso: niños con los que me tocaba jugar y que no volvía a ver sino cinco años

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después, y ya no los reconocía. Tíos que me conocieron cuando era guagua, y que no conocen a mis demás hermanos. En Guayaquil me cuesta ubicarme, reconocer las calles, porque en realidad no conozco mucho, sino que siempre nos movemos por los mismos lugares. No siento que conozca realmente la ciudad, que conozca realmente a la gente, porque voy con mi familia a saludar a una extensión de esta y recién ahora estoy grande como para percibir grandes choques culturales. Siempre es raro ir, porque me siento menos de allá que nunca. Me siento más ecuatoriana cuando estoy en Chile y más chilena cuando estoy en Ecuador. Se siente como viajar al pasado, al lugar donde está la historia de mi mamá y mi abuelita, aunque nunca vamos a los lugares donde pasaron los acontecimientos que cuentan (donde trabajaba mi abuelita, donde estudió mi mamá). Solo vamos a su casa. A comer comida que acá no se puede, a protegerse de los mosquitos, morirse de calor, ver a la familia. Y después volver. Y esperar que podamos ir otra vez.

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TRAVESÍA 2

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TERCERA ENTRADA EN LA BITÁCORA DE VIAJE DE KELLAM EL ADJURADOR. [Partida de Dungeons and Dragons] Nicolás Rojas.

Decimonoveno día de Alturiak del año 1486 en el conteo de los hombres libres. Hoy he sangrado por primera vez en esta expedición, aunque no ha sido por las razones que habría podido imaginarme. Esta selva es un lugar peligroso y cruel, eso era algo que ya sabíamos desde el principio, pero empiezo a darme cuenta ahora de que el mayor riesgo aquí, igual que en todas partes, está en las cosas que no podemos predecir. Tras días de abrirnos camino a machetazos habíamos sido capaces de salir airosos de todos los encuentros con las criaturas que habitan en la jungla, algunas veces pagando más sangre de la necesaria, pues el resto, especialmente Radlow, son a menudo demasiado imprudentes. Imagino que su fuerza les envalentona para lanzarse de frente contra los peligros. Me gustaría que pensasen mejor las cosas, pero lo cierto es que agradezco que ellos sean quienes lleven el peso del combate, supongo que la parte de pensar es cosa mía. Aunque los imprevistos suelen ser desagradables, en una de nuestras primeras noches bajo los grandes árboles sucedió algo tan mágico e irrepetible que apenas encuentro la forma de ponerlo aquí en palabras. Había leído acerca de Ubtao y de sus formas espirituales, y me pregunto si lo que nos encontramos aquella noche no sería alguna de

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ellas. Musharif los llamó Chewingas, supongo que es el vocablo local, pero sin duda eran alguna clase de pequeños feericos que nos deleitaron con su presencia, e incluso llegaron a tocarnos con sus dones a algunos de nosotros. Aquellos a quien más se aproximaron fuimos yo mismo y el señor Uthgard, imagino que por nuestra conexión a las energías divinas, ya que tras haber observado al bárbaro estos días estoy seguro de que está ligado a la magia natural. A lo que no dejo de darle vueltas es por qué los espíritus rehuyeron al resto del equipo. La magia que Radlow puede liberar también es elemental, y en cuanto a Elbereth es evidente su conexión con las energías naturales... Quizá el patrón de los chewinga tenga que ver con algo completamente diferente que estoy pasando por alto. Por desgracia, dudo que pueda volver a verlos nunca, pues desaparecieron sin dejar rastro, y en los días siguientes no he detectado ninguna magia similar cerca. Quizá fuera porque, de nuevo, nos acercábamos a la civilización, o eso pensábamos. Tras once días de viaje, nuestras reservas de víveres empezaban a escasear, y aunque no contábamos con un pase de exploración, que al parecer es exigido por las fuerzas de Baldur's gate para recorrer la selva, decididmos acercarnos al campamento justicia para reponer algunas provisiones. Esperábamos encontrar allí un destacamento del puño llameante, y tener que pagar por el dichoso pase, pero aunque yo predije un recibimiento tosco por parte de los mercenarios me quedé corto comparado a lo que terminó siendo. Ningún soldado altanero apareció para detenernos, en su lugar el primero de nosotros que cruzó el río hacia el campamento fue recibido con una salva de flechas envenenadas. Aparentemente toda una tribu de goblins había ocupado el campamento y estaban saqueándolo cuando nosotros aparecimos. Jamás he estado en una batalla, y espero no tener que experimentarlo nunca, pero debe ser algo parecido a lo que nosotros acabamos de vivir hace sólo unas horas. Mis aliados

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cayendo uno a uno debilitados por el veneno impregnado en las armas de los goblins, nuestro enemigo apareciendo desde todos los frentes, impredecible y caótico... tal era la situación que en medio de los delirios ocasionados por la ponzoña, Taban llegó a golpearme creyendo que yo era otro enemigo. De no ser por Elbereth, posiblemente ahora los goblins estarían pelando nuestros huesos, pero cuando todo estaba tornándose en nuestra contra, sus flechas no nos fallaron. Uno a uno logramos abatir a todos los enemigos, pero mi magia no bastó para neutralizar el veneno que afectaba a todos. Por eso, aunque bien sabemos que el peligro sigue cerca, nos hemos visto obligados a tomar un descanso en la relativa seguridad de una de las tiendas del Puño llameante. Sé que los que siguen intoxicados pasarán una mala noche por el veneno, pero espero que cuando despierten hayan recuperado sus fuerzas, las vamos a necesitar. De los hombres del puño llameante no hemos encontrado ni rastro todavía. Ojalá estén bien también, pues aunque preferiría no encontrármelos me preocupa cual haya podido ser su destino. Quizá cuando el alba rompa lo averigüemos, adentrándonos en las ruinas que hay a las puertas de su campamento, aunque algo me dice que lo que hallaremos ahí dentro no serán soldados, sino solo más goblins. Ahora sé que debo temerles aún más que a cualquiera de las bestias gigantes de las junglas, pero también he aprendido algo de ellos. Tal vez mi magia no baste para sanar todo lo que puedan hacernos, pero si soy capaz de predecir el peligro y adelantarme a él, entonces ni siquiera sufriremos daños. Ahora que conozco mejor sus tácticas, no permitiré que vuelvan a emboscarnos. La próxima vez nosotros daremos el primer golpe.

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TRAVESÍA 3

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ESA VEZ QUE SALÍ A COMPRAR COMIDA CHINA Rossela Agurto Fuentes

La verdad me hubiese gustado contar algo más interesante, pensando en que este texto esta donde esta, pero bueno, dadas las circunstancias, salir siquiera medianamente lejos no era una opción muy viable. Ahora puedo decir sin vergüenza que la salida más interesante que tuve durante la semana en que escribí este texto, fue esa vez que fui a comprar comida china. Habían pasado un par de meses desde la última vez que vine al departamento de mis tíos, había llegado la noche anterior. Desperté con la sensación de estar en un lugar desconocido, poco a poco los recuerdos volvieron. Era sábado por la mañana, estaba en Ñuñoa, mi prima roncaba en la habitación de al lado y yo estaba acurrucada con las frazadas arrugadas como repollos a mi alrededor. Estas cuatro paredes habían partido siendo un cuarto de invitados, evolucionado a una oficina y, con mi llegada, involucionado a lo que era en un comienzo, hasta cierto punto por lo menos. Cuando se hicieron las doce y media nadie tenia demasiadas ganas de cocinar así que por voto general se decidió comprar comida china, aunque claro mi tío y mi prima adolescente se rehusaron a ir, mi tía pareció algo decepcionada, algo hace con su nariz, es el mismo gesto que hace mi madre cuando algo no le funciona, me ofrecí a acompañarla de buena gana, hace tiempo que no estábamos solo las dos y el día estaba lindo, así también evitaba que se desconcentrara y

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terminara haciendo cualquier otra cosa antes que comprar el almuerzo. Bajamos al primer piso y nos encontramos con Don Mario, el recepcionista, un hombre muy agradable, de unos 70 años, canoso y con unas marcadas patas de gallo, “Hola Rosselita ¿cómo esta? Tanto tiempo que no la veía ¿se cortó el pelo? Tan largo que lo tenía, se le ve lindo” su buena memoria me sorprendió una vez más. Nos quedamos unos minutos conversando del nieto que había nacido la semana anterior. Se veía tan orgulloso mostrándonos las fotos de ese bebe rojísimo acostado en la incubadora del hospital, que nos dio ternura verlo. Nos despedimos y salimos del edificio. El día estaba soleado, miré la chaqueta de mezclilla que llevaba bajo el brazo, “te traje a pasear no más”. Ambas avanzamos por Dublé Almeyda, el olor a plátano oriental impregnaba el ambiente, y sentimos el grito de los loros en las copas de los árboles. Mi tía, con la energía de un colibrí, comenzó a hablar sobre otro curso que había decidido hacer, yo asentía mientras ella me hablaba sobre puntos…no, nudos de macramé. A pesar de que la conversación había mutado a un monologo yo la miraba y asentía mientras escuchaba sobre nudos cuadrados y de cruz. A pesar de que hacía calor corría ese vientecito agradable que te refrescaba sin llegar a helarte, ahora, la conversación se había profundizado más de lo que me hubiese gustado. Cruzamos la calle y en la mitad de la cuadra nos encontramos con una señora mayor con un delantal de puntos rojos y violetas, que tenia un puestecito con verduras envasadas y paños de cocina. Mi tía compro tres y me dio a elegir el cuarto, tomé uno que tenía un diseño de manzanas y mariposas. Había algo en las formas de la mujer, se movía balanceándose de un lado a otro y algo en su expresión me recordó a esas abuelitas que te ofrecen más comida en el almuerzo. Siempre me había gustado esa parte de Santiago, la altura de los árboles llevaba los tonos verdes hasta donde alcanzaba la vista, y las

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è è è è è è

casas también eran mas vistosas que las más centrales. Volvimos a cruzar la calle, nos cruzamos con una pequeñita con un vestido de china de tonos azules con copihues rojos en los bordes. Supongo que era el último día en el que los colegios podrían hacer las presentaciones de fiestas patrias. Finalmente llegamos después de dar vuelta a la esquina mi tia paso a comprar la comida china mientras yo me sentaba en un banco escribiendo torpemente en la libreta, las cosas que iba viendo y planeando como organizaría esta historia: Loros Plátanos orientales Olor a comida china Y a pan Mujer de los paños Delantal de puntos roj… Seguí escribiendo sin estar demasiado segura, de si lo estaba haciendo bien o no. Deje a un lado la libreta y mire a mi alrededor y después volví con mi tía que me había hecho una seña, la comida estaba lista y con el hambre que tenía casi podía saborearla.

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Ese es un punto cuadrado, aun soy una novata con los nudos. La rama la saqué de un árbol de durazno en Talagante

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Hoy que volví se convirtió en oficina de nuevo. Ese perrito de abajo a la izquierda es la Mila, una dulzura hiperactiva que me sigue a todas partes.

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“Siempre me había gustado esa parte de Santiago, la altura de los árboles llevaba los tonos verdes hasta donde alcanzaba la vista”

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Cuando pregunté por el paño de cocina que habíamos comprado, me dijeron que había desaparecido. Al final no lo encontré, pero en mi búsqueda por los cajones vi otro igual pero que parecía llevar siglos allí guardado.

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Esta foto salió de chiripazo durante el camino, y decidí ponerla. Adoro los balcones así.

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Este es el local de comida china.

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TRAVESÍA 4

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POR AHÍ Matías Carvajal Radic

Hoy es siete de octubre. Hace dos meses Nicolás me habló pidiéndome que lo acompañase al matrimonio de su hermano. “Te apaño”, le respondí. Y así se empezó a tejer todo hasta el día de hoy. Armé mi bolso, compré el pasaje, me despedí de los míos y al otro día, partí. Puta que me molesta levantarme temprano, es algo que simplemente no concilio, ha de ser porque no duermo por las noches, pero cuando se viaja; ese estupor, esa molestia, desaparece, la expectativa lo camufla, las ganas, y bueno, así fue. Pasé al OXXO y compré dos cajetillas de cigarros, ahora los Philips rojos no existen, Marlboro compró la marca. En fin, tomé el metro hasta Estación Central, como ya no hay cordones sanitarios no tenía ninguna preocupación. Me subí al bus, un Pullman, de dos pisos. Quedé en el primero. Tenía trabajos que hacer para la U y como a uno le encanta engañarse a sí mismo, llevé el notebook, que más bien parecen estos notebooks de juguete, tipo Barbie o Winnie de Pooh. Eran las diez de la mañana. Me senté a esperar que partiera. Ansiando un paisaje que no fuera gris. De apoco, el bus comenzó a andar… Anoto: Entre las cumbres de los cerros sus peñascos. Los trenes que ya no pasan. Los pueblos olvidados. Los ríos que se volvieron tierra. Y todo va tan rápido, que a apenas se pueden dilucidar. Se teoriza entre las montañas, a lo lejos las nubes, como si en cualquier momento lloviera, más allá de las nubes, el cielo se abre. Más celeste, menos blanco. Abajo; sequedad y el verde receloso, resistiendo. Estaciones de bencina abandonadas. Industrias que fabrican nubes. Un caminante solitario, al borde de la carretera, junto a un palo que

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hace de apoyo. ¿A dónde te diriges amigo? Carteles con metros. Señaléticas que se pierden en la rapidez. No alcanzo a leer. Espero nos deseen suerte… aunque lo dudo. Lo que ofrecen mis ojos dentro del bus son caras opacadas por unas mascarillas. Pero una risa da cuenta de que todo está bien, que existen labios detrás de esos plásticos. Viñas y un letrero “pasarela las palmeras”, “parada”. El bus parado. Pasan unos minutos y, nuevamente, el bus se lanza a la carretera. Hay taco. Puta la wea, hay taco. Adentro hace calor y aún faltan más de cinco horas para llegar a destino. Recién estamos en Los Vilos y ni siquiera, la verdad no sé ni donde estamos. Un olor a chocolate impregna el bus. De estos chocolates que son más snack que chocolate. Su olor es gustoso al principio, pero se torna desagradable después de diez minutos. Me da hambre. Abro unas frac que tengo en los bolsillos. Afuera hay dos sauces que lloran hacia el lado. Llegamos a un peaje. Miro hacia afuera. La cumbre de las montañas se cubre del manto blanco de las nubes. Cada montaña esconde una posibilidad. Llegamos a un paradero. Un hijo se despide de su madre. Afuera se puede ver como mueve la mano exageradamente. La madre pasa al lado mío. Lleva lentes de sol, y son esos mismos lentes los que ocultan un supuesto llanto. Entramos a un túnel. Oscuridad. Aguanta la respiración… * La Ligua y sus dulces. Los carteles que ofrecen. Las personas con delantal blanco y canastas de mimbre. Pienso en los empolvados, los chilenazos, el manjar, los biscochos… no he almorzado. ENTRÓ UN CABALLERO CON DULCES Y SANDWICHS. ¡Conchetumadre! Qué maravilla. Y la canasta, repleta de dulces. Y el pan amasado. Y el sándwich de ave mayo. Y el hambre se disipa. Y la coca-cola helada… deleite. Poco a poco afuera ya no hay verde. Solo unos arbustos. A mi izquierda el mar, a la derecha la proximidad del desierto. Algunas

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lomas que pareciesen ser espejismos. Si existe un Dios, se esconde en la cordillera. Salimos de la V, entramos a la IV. Una bandera de Chile flamea pretenciosamente, como si fuera un comercial de la selección. Otro peaje y pagar cinco lucas. Más Chile que nunca. Antes vi caballos, ahora un par de alpacas y muchos cabritos. Bosques de eucaliptos… he ahí la sequía. La arena brilla, como si fuese el espejo del sol, casi que pepitas de oro. Me da por recordar la historia que me contó el papá de un amigo sobre los Edwards. Decía que fueron piratas y que hicieron pasar la arena por azúcar. Alcanzando así gran parte de su fortuna. No sé si esto sea cierto, pero me gusta la historia. Piedras y un cielo que se abre. El horizonte despliega mar. El desierto despliega más nubes. Ahí están. Los molinos. La energía eólica. Los gigantes, modernos, blancos, con sus hélices. La visualización del viento. Cactus crecen en filas. Desierto y postes eléctricos. Cables cuelgan. Se mimetizan con el ambiente, a pesar de su aspecto antinatural. Desde aquí el desierto, con sus gigantes dormidos, tiene aspecto a estepa.

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Llegué a Coquimbo. Desde el bus veo la punta del cerro. Recuerdo la pampilla, la fiesta, los curaos a caballo, las ferias. Ahora hace calor, hay sol y las casas rodean la cruz, como si cayeran hacia el mar. A lo lejos se divisa el puerto. Para el otro lado, las montañas. Queda poco para estirar las piernas. Tengo la raja cuadrada y estoy verde por un pucho. Pero dentro de todo, estoy bien, el viaje es excitante, más aún si no sabes muy bien a dónde vas y cuál es tu destino definitivo. Todo es nuevo, la sorpresa. Los ojos del turista: ver belleza donde otros ven rutina. Llegué a La Serena. Queda poco para bajarme y respirar. Mucho mall. Falabella, Paris, Jumbo. Se apoderan de todo, llegan a todo. Es tenebroso pensarlo. “Nuestro mejor momento es cuando estás tú”. Con tal que traigas plata, claro. Estando en La Serena se me vienen varias imágenes; el casino y las cincuenta lucas, el robo y el paco pegándole a los ladrones, el

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terremoto que me dejó a pata pelada subiendo cerros… pero ahora aboguémonos al presente. Llegué al terminal, aquí me bajo. Nicolás me viene a buscar y vamos a unos departamentos. Como un pollo con papas fritas y luego bajamos a una laguna artificial. Mis pies se cobijan en la arena. Conversamos sobre el futuro, hay expectativa y miedo. Empiezo a perderme en el presente. El sol chocando con mi frente. Los cigarros. El agua bajando por la garganta. Le propongo a Nicolás ir por unas chelas y caminar por la playa. Nos levantamos a las siete. Otra vez, temprano, pero… ya sabes. La noche fue tranquila. Vamos camino a Ovalle, pues ahí se celebrará la boda. Se casa el hermano de Nicolás y yo voy de allegado. La ruta está despejada al igual que el día. Hay emoción entre las caras somnolientas. Muchas animitas al lado de las vías del tren. Una tenía una banca, en ella estaba sentada una muñeca junto a un oso de peluche. Ovalle es amplio y se ve que no tiene muchos habitantes. Se ven viñas a lo lejos. Ah, y un casino. Y yo alegrándome porque no había mall. No me explico cómo se junta tanta basura al lado del camino. ¿Tan cochinos somos? Y una voz en la cabeza responde: Si, cochino culiao. Entramos por una calle aledaña a la carretera y Ovalle se abre. Entre las montañas, cerros y viñas, hay un pueblo que quiere llamarse ciudad. Algunos edificios en construcción demuestran el avance, también las ciclovías. Vamos en dirección a las viñas. Nicolás duerme. Su madre mira el paisaje. Su padre, quien maneja, está concentrado en no cometer errores, en llegar sin perderse. Su aparente preocupación se deja entrever por las llamadas y paradas en medio del camino. Llegamos a una localidad llamada Sotaqui. Hay una pequeña compañía de bomberos. Casas pegadas una junta otra. Y viñas especializadas en la realización del pisco. Pasamos por el embalse La Paloma. Es casi que un oasis. Un atisbo de esperanza frente a la sequía.

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Llegamos a la hacienda Las Juntas. Lindo lugar. Una hacienda de arquitectura colonial. Antigua, ha de tener más de cien años, claramente ha sido remodelada, pero los detalles aún prevalecen. Piso de madera, tejas de ladrillos naranjas. Habitaciones amplias entremedio de dos pasillos. Y en la habitación: tres camas, una de dos plazas, una tele, una mesa de madera, una hosca, repisa y un cuadro costumbrista. En la finca hay palmeras, árboles que dan nísperos, un par de potros y un caballo blanco, de raza, de esos con los que puedes independizar un país. Abundan camisas y vestidos, también hay sonrisas. Ah, y un dálmata.

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Buena comida. El menú: Entrada- Queso de cabra apanado en salsa roja. Fondo- Arrollado de carne con quinua bien condimentada. Postre- Ufff, de todo. Estoy en el baño cagando y se escucha una conversación. Mujer 1: Hay que dejar caleta de shampoo y de jabón Mujer 2: Si, sobre todo de jabón. Mujer 1: Chuta sí. Si están más cochinos. Mujer 2: Desde aquí se siente el olor. Ambas se ríen. Mujer 1: Ya cállate, que nos pueden cachar. Mujer 2: Es que está muy hediondo. Me salió un poco de sangre del culo. Parece que ejercí mucha presión. Lo de cagar hediondo creo que es una cosa de familia. Todo se remite a mi abuelo, él es el culpable. Oh, y respecto a la ceremonia. Todo salió según lo planeado. El matrimonio es un teatro, pero viéndolo así ¿Qué no lo es? Eso sí, este tiene público. Ahora se baila. El Dj se hace llamar Oso, es macizo y tiene una barba de candado. Ponen reggaetón. Espero a Don Omar. Me acerco a felicitar a los novios, como un desconocido que va por la calle diciendo “¡Feliz año nuevo!”. Me tomo la cerveza. Bailo un poco. Solo hay mojitos y piscolas. Voy a la barra. El cantinero es un tipo regordete que tiene un ojo de vidrio. Trato de no ver su ojo de vidrio, pero es inevitable. Le digo que quiero una piscola y que me va a ver seguido por aquí, así que reparto instrucciones. Él se caga de risa. “Tres hielos, hasta la mitad, coca-cola normal. Tiene estilo compañero, si, si, póngale nomas. Gracias. Nos vemos pronto”. Vuelvo al baile. Prendo un cigarro. Observo. Repito el procedimiento. “Tres hielos, hasta la mitad, coca-cola normal. Gracias. Nos vemos”. Vuelvo al baile. Prendo un cigarro. Repito… y así. Una tía de Nicolás me saca a bailar. La señora le pone y puta que le pone. Da vueltas y giros. Se ríe y no

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me suelta. Mientras bailo con la señora, porque fue un buen rato de baile, aprovecho de contarles que hubo un vals padre e hijos, unas competencias, me quedé hablando con el papá de Nicolás sobre la pureza y llegamos a la conclusión que tal cosa no existía, a menos que habláramos del espíritu, la señora me suelta, se cansó-al fin-me da las gracias, yo me escapo. ¿A dónde voy? A la barra, otra piscola. Esta vez no está mi compadre. Hay una muchacha como de mi misma edad. Le digo que quiero una piscola, mientras le sonrío con los ojos. Ella dice que nunca ha hecho una y yo me río. Volvemos. “tres hielos, hasta la mitad…” Me pasa la piscola entre risas y de su mirada desprendo confianza. Vuelvo a la pista. Ponen a Don Omar, danza Kuduro. Buena mierda. Porque después viene Taboo. “llorando se fue, la que un día me hizo llorar, llorando estará, recordando este amor, que un día no supo cuidaaar. A recordacao vai estar con ela aonde for. A recordacao vai estar para sempre aonde for”. Muy bueno. Nicolás se me pierde. Lo veo muy coqueto bailando con una mujer de vestido rojo. Yo vuelvo por otra piscola. Tuve que ir intercalando con vasos de agua. Creo que llegué a los decimales. Estoy fumando cuando de repente entran un grupo de bailarines. Los hombres: con trajes amarillos y máscaras de la película La Máscara. Las mujeres: con vestidos de escote blanco y medias largas del mismo color. Comienzan a bailar estrepitosamente. Los observo y me sacan a bailar. A mi me salen algunos pasos de Michael y la gente aplaude. Me mareo. Piscola. Cigarro. Salgo. Respiro. Me calmo. Trago el vómito. Vuelvo a bailar. Estos tipos de la máscara comienzan a repartir shots de Fireball y Jagermaister. Bebo y resucito. Veo a Nicolás en unas bancas conversando con la mujer de vestido rojo. Yo bebo de mi vaso y bailo con una pareja, que luego van a ser muy importantes en mi historia. Salgo a dar unas vueltas y una mujer me aborda. Tiene los ojos achinados y su vestido es floreado. Su cara es ovalada. Bailamos un rato y muestra interés. Voy a recargar el vaso y uno de los hermanos de Nicolás aparece y me dice: “Dale weón. Cómetela. Tu eri poeta. A

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los poetas se las compran”. No, no soy poeta. No, tampoco me interesa “comérmela”. Y si, los poetas suelen ser charlatanes. Ella vuelve. Me doy cuenta de que es muy parecida a Piama, la esposa de Francis en Malcom in the Middle. De apoco me alejo. Salgo de ese lugar y voy a recorrer la hacienda. Llevo un vaso. No entiendo el sentido de lo sexual. Ni tampoco al hombre haciendo porras. Pierdo interés. Camino. El cielo se ve hermoso. Me quedo observando estrellas, solo, mientras bebo. Estoy a lo menos treinta minutos ahí. Se me acaba el alcohol y debo ir a recargar. La fiesta está acabándose. Y sé que van a cerrar la barra. Aprovecho que no hay nadie vigilando y me robo lo que queda de pisco y coca-cola. Los escondo. Me sirvo. Vuelvo a sentarme a ver las estrellas. Estoy un buen rato hasta que otra vez se me acaba el alcohol. Voy camino a servirme más, pero me encuentro con Nicolás. Él me invita a la pieza de la muchacha de rojo, tienen copas y un champagne. Yo voy por el copete que hurté. Me sirvo. La última. Bien cargada. Entro al cuarto. Piama está durmiendo, abre los ojos y me observa. Pide que le recite un poema. Yo me río. A su lado hay un tipo gordo, parecido a Sam del Señor de los anillos. Nicolás está sentado con la mujer del vestido rojo. Se sirven champagne. La mujer se levanta y se sienta al lado de Sam. Piama me vuelve a pedir que le recite un poema. Yo le hago cariño en la cara. Como diciéndole “déjate de webiar”, pero de un modo más educado. Sam está descontento con que estemos Nicolás y yo en la habitación. Es hostil. Yo quiero ir a ver las estrellas, pero nadie me acompaña. Salimos de la pieza. Nicolás se va a acostar y yo voy a ver el cielo. Mi ultima piscola decae, le queda poco. Me decido entrar a la pieza de Piama de nuevo, cautelosamente les robo el champagne. Vuelvo al cielo. Bebo champagne y lo vomito. No sé ni por qué tomo de eso, si ni me gusta. Termino por botarlo. Una mierda. Subo la mirada y allá a lo lejos sucede de todo. Orión aparece entre las montañas. Pasan estrellas fugaces y se piden deseos. Me encantaría que pudieran ver este cielo. Las descripciones quedan muy cortas. Los ojos me lloran.

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Tengo ganas de ver a la Federica y contarle mis deseos más profundos. Sé que me va a escuchar. Unos guardias se me acercan y no dicen nada. Supongo que vieron las lágrimas y la sonrisa. Me quedo hasta las cuatro de la mañana. Luego. Voy a dormir. A la mañana siguiente, me quedé dormido y no fui a desayunar. Nicolás me despierta diciendo que es tarde, que nos tenemos que ir. Yo no tengo caña, porque sigo borracho. Me ducho. Me cambio. Me voy. Tomo un jugo. Hablo con la familia de Nicolás. Les doy las gracias. Me despido afectuosamente de todos: la mamá, el papá y los hermanos. A Nicolás le doy un fuerte abrazo y le agradezco que me haya inviado. ¿Recuerdan la pareja con la que bailé? Bueno, ellos me toman y me llevan a Santiago. Subo al auto. Pasamos a Coquimbo. Luego de eso. Muero. Me quedo dormido hasta que llegamos a destino. La capital. Los Héroes. Vuelve el ruido. Los colores se disipan. Regreso al gris. Llego a casa, justo para el partido de Chile. Federica me habló durante el día. Quedamos en que nos íbamos a juntar en su casa. Le explico que antes debo ver el partido. No es como si el futbol me importara mucho, pero los partidos los veo con mi abuelo. Eso es lo importante. Está viejo y para él el futbol es algo serio. Chile ganó 2-0 a Paraguay. Buen partido. Se soltaron los goles. Vuelve la esperanza. Se hace tarde y debo llegar donde Federica. Tomo un driver, porque las micros ya no están pasando. Le escribo a Federica pidiéndole disculpas por la hora. Ella dice que no hay problema, pero yo sé que le hubiese gustado que llegase antes. Llego a su casa. Es una gran casa. Tiene dos pisos. Un patio amplio que da a un club de polo. Una escalera de caracol que da al segundo piso, en el cual hay un sillón grisáceo y una tele. Un balcón con el suelo de madera da cuenta que la casa es antigua y fue remodelada. En la pieza de Federica hay libros apilados en el piso, sobre todo de teatro. Desde su ventana se ve un establo. Me ofrece algo para tomar. Gin. Está sabroso. Le hablo del partido, a modo de broma, a ella no le gusta el futbol. Nos quedamos

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tomando en el sillón grisáceo. Fumamos y ella se saca un pito. Me cohíbo un poco. La veo y le sonrió. Ella responde con sus ojos. Hablamos de nuestros días. Le cuento de la boda. Ella me dice que llenó un cuaderno. Me lo presta para que lo observe. Divago en él. Veo su rabia, su pena, entre sus trazos apurados y su letra en cursiva. Veo su calma, su madurez, entre sus trazos tranquilos y la letra en imprenta. Hay dibujos y escritos de los que prefiero no saber. Llego al final del cuaderno y ella me lo quita. “No, no, eso es muy reciente. No puedes verlo”. Me río. No quiero encontrarme entre sus palabras. Al menos, no todavía. Nos besamos. Ella se pone un pijama, “De señora”, le digo. “De señorita”, responde. “De lolita, entonces”. Ella se ríe. Nos acostamos. Hacemos el amor. Nos abrazamos y nos quedamos dormidos. Su gata juega con mis pies. A veces grito. Otras me dan cosquillas. No hay molestia. La piel de Federica es tersa. Sus labios carnosos. Ojos verdes. Nariz puntiaguda. De estatura pequeña. La observo mientras duerme. Intento memorizar su rostro. Ella entreabre sus ojos y sonríe. Todo está bien. Despertamos. Regaloneo. Desayuno: Tostadas, juguito de naranja, café y té. Federica tiene el pelo desordenado y su pelo es corto, con ondas suaves que de apoco crean rulos al caer por el cuello. Se pasea semidesnuda. Sin pudor. No hay pudor. Decidimos ir al San Cristóbal. Nos duchamos. “Fumo un cigarro y partimos”. El camino es apacible. Diversos árboles otorgan sombra. Es fácil escapar del sol. Vitacumbia po perrito. Ni más ni menos. Damos unas vueltas hasta llegar a la pirámide. Entramos por una plataforma que hace de puente, de conexión hacía el cerro. El sol está pegando fuerte y yo no me puse bloqueador. Caminamos. El lugar está reseco, con algunos toques de verde. Primero un camino de cemento, después una plataforma de metal que serpentea por los exteriores del cerro. Se ve Sanhattan. Y yo pienso en cómo se vería ardiendo, pero no digo nada. Paseamos de la mano. Conversamos. Le hablo de libros y de invocaciones satánicas.

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Ella me escucha. Me habla de relaciones, de teatro, de escritura y teorías. Estoy atento. Hay mucha gente paseándose. Ciclistas que pasan por nuestro lado. Algunos agradecen que los dejemos pasar, otros simplemente ignoran. Llegamos al San Cristóbal. El camino vuelve a ser de cemento. Escuchamos a dos patinadores decir “Después unas cervezas y papas fritas”. Nos tienta la idea. Damos vueltas buscando un parque. Ahora una bajada. Después una subida. Otra bajada. Un patinador se cae. Federica se asusta. Yo evito reírme. Llegamos a un parque. Nos tendemos en el césped. Un riachuelo intenta hacer de cascada. Desde la sombra Santiago se despliega ante nosotros. Peñalolén se ve a lo lejos. Un Algarrobo en su majestuosidad, entre sus ramas aterrizan los rayos del sol. Pájaros que se distancian. Estamos en silencio. Y no nos molesta estarlo. Reitero: todo está bien. Bajamos del cerro. Fumamos un pito en una plaza. El pito me cohíbe o me pone más callado y lento. Han sido días arduos. Caminamos sin la necesidad de buscar y encontramos. Nos sentamos en un local cerca de la iglesia de la Divina Providencia. Pedimos cervezas y papas fritas. Hablamos sobre el ego, sobre la mente y el cuerpo, como queriendo desprender una certeza. Pagamos la cuenta y nos vamos. Ah, estaba todo muy rico. Paseamos por el paseo las palmas. Le enseño una helaría. “Tres leches para la dama. Frutos del bosque para el caballero”. Caminamos hasta sentarnos frente al Mapocho. Niños que ruedan junto a sus padres, lanzándose por la pequeña loma que se forma al borde del río. Empiezo a hablar puras weas. Federica se las toma en serio. No sé como continuar con las bromas. Piensa que son reales y eso hace que me ría. Ella no entiende y pregunta. No importa. Nos abrazamos. Vuelvo a su casa para buscar mis cosas he irme. Nos sentamos en el sillón. Volvemos a hacer el amor. Está vez es más animalesco. Sin miedo. Sueltos. Sintiéndonos. Nos lamemos y estamos salados. Pasamos todo el día afuera. Mi cuello está quemado. “Siempre te devuelvo en pésimas condiciones. Mira… estas quemado y tienes un rasguño en el cuello. ¿Fui yo?”. Me rio a carcajadas. Le

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sonrío. Casi como señal de qué… ya saben, todo está bien. Me gusta. Se me es grato estar con ella. Me despido. Un beso, un abrazo apretado y me voy. Camino hasta el paradero. Tomo la micro. Me bajo y camino hasta mi casa. Estoy más cansado que la cresta y creo que con esto ya es suficiente. Una gran travesía, por no decir odisea. Reposo en mi cama. Pienso en cosas que ya no recuerdo. Miro al techo y me quedo dormido.

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TRAVESÍA 5

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ARRIVAL Nastián Rodríguez

El niño llevaba la concha entre sus manos mientras la madre lo seguía por detrás, salpicada de ola, fugaz y solariega, en retención a la infancia frente al mar, cuidadosa de que la inmensidad del océano no se tragara a su cría, pero sonriendo, siempre sonriendo con esos ojos de laguna empozada que yo le conocí. Habían llegado aquella misma mañana a las playas del Quikapú (como la canción de ABBA, les advertiría Irina) a la que yo, por opción, no quise asistir. Mejor una empanada y una conversación bajo el mismo círculo de todos los días, con los amigos de la eterna, Facu, Esme, un gusto Esme, ya a mis 34 años, entenderán, la playa no representaba en mí ningún tipo de intención. Irina también los acompañó, al nene y a la madre, le dijeron que irían a los bordes de Coquimbo, que el nene quería conocher el agüita, e Irina les confesó que ella a sus 42 retorcijos, tampoco la había logrado conocer, y que dado los últimos acontecimientos que le estaban asimilando los pies, ahora se sentía capaz de una odisea marítima de arena y líquida, pero que por el finde no más. Y así fue que los tres partieron una mañana imprevista e inadvertida, en la que juntos emprendieron un viaje en bus al norte de este país sediento por vagos y asesinos, a conocer el mar. Comunicándose sólo a veces conmigo desde cabinas telefónicas en medio de la nada, fue que me lo contaron todo. Irina se echó a la canasta seis emparedados de atún, aceitunas y palmitos, una mermelada dietética, que por la salud decía, casi cinco gajos de pan, dos manzanas y cuatro cigarros Marlboro rojos.

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La primera vez que Irina y el niño vieron el mar, entonces, este último salió corriendo a zambullirse, fue como el instinto de un animal lo sintió la madre, que abrazada por Irina temblorosa y pálida de la emoción, no se dejó retener. La lanzó prácticamente al piso al ver que su guagua se encontraba en medio de olas menores, apenas una cabeza flotante sobre las menudas playas vecinas de la Serena. Gritó y se metió al agua por su hijo hasta con las zapatos, tal como lo veía a él. Ambos mojados, ambos de tela húmeda traspasados por la biología líquida de esta Tierra. Lo tomó de las axilas (aunque allí en plena mar pareció que lo llevaba de las orejas) y lo regañó a vista y paciencia de los amantes desaforados y costeros, y alguna que otra familia circundantes. Le dijo que con el agua no se juega, pues se terminaría ahogando. Al rato volvió donde su amiga, que azorada se sujetaba a todo cuanto la rodeara, nunca dejando de penetrar el mar con la vista; las rocas, las jaibas e inclusive las algas le servían de escudo frente al gran siervo marino. Cuando el niño les mostró la concha, la madre en un principio no pareció impresionada. Este les dijo que sentado a los bordes del Pacífico, fue que una ola le lanzó ese fósil casi literario (no fueron estas sus exactas palabras, claro, pero con la posterior corroboración de Irina todo fue tomando mucho más sentido al respecto). La cáscara de un molusco arrepentido, entregaba en sus formas una perfecta nariz, prácticamente sutil bajo dos ojos, españoles o moros, arábicos sin duda, y cincelados bajo la línea que resultaba en un par de cejas. La concha dibujaba en su proteína el rostro de un hombre, que el niño logró distinguir tras un buen rato de jugar con ella y la colección que llevaba hasta ese momento, como un arqueólogo de lo superfluo. Caminó hacia la madre e Irina sin prisa y se los dijo, chicas esta concha es un varón. Irina río de buenas a primeras, y luego, cuando le pasaron el exoesqueleto para que lo sostuviera entre sus manos, fue que se fijó. Esta concha es Jorge Teillier, le mencionó a la madre como con preocupación, casi afligida, luego de tragarse sus propias carcajadas, y empezar a temblar otra vez. ¿Que esta concha es quién?, le

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repuso la madre entre graciosa y asombrada. Es Tellier pues querida, lo logro reconocer a la legua. Cómo olvidar cuando en mis tiempos de universitaria, cuando apenas me alcanzaba el tiempo y el dinero para almorzar o leer, estuve largas horas cuestionándome encerrada en el cuarto que arrendaba por aquella época, si comprar Nostalgia de la tierra en Cátedra, o un paquete de tallarines y salsa de ajo. Así, Teillier o tallarines, me dije, morir de hambre o de un apetito más humano, casi entrañable, que finalmente me sujetó aquella vez bajo la noche de Santiago, en Yungay, para empezar a saciarse con los primeros versos que se me abrieron: Esta noche duermo bajo un viejo techo; / los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo, / y el niño que hay en mí renace en mi sueño, / aspira de nuevo el olor de los muebles de roble, / y mira lleno de miedo hacia la ventana, / pues sabe que ninguna estrella resucita. Te lo digo, querida, esta concha es Jorgito. La madre no quiso prestar mayor atención, pues mientras tanto su niño seguía el curso de las olas, y ella, alerta, lo seguía con sus ojos en cada línea que temblara. Al rato, cuando el sol ya comenzaba a bajar, se sentaron los tres en un semicírculo para almorzar los emparedados que hubiera traído Irina. Fue entonces que, ya el niño habiendo dejado todos los materiales de recolecta a un lado suyo, una anciana que vendía palmeritas se les acercó, interrogante. No podía creer sobre la cara que se asomaba a un costado de ellos encima de la arena. Es un prodigio, les dijo, un prodigio divino. Dios bendice a sus criaturas a través de señales tan efímeras, pero cuando quiere hacerse escuchar sí que se presenta en las formas más claras y detalladas. Este de aquí es su hijo, claramente. A lo que Irina, ya más tranquila pero ahora, no sé por qué, iracunda, le intervino de la siguiente forma: Mujer ciega, que lo que aquí tenemos es un poeta. Un poeta de los buenos, le guiñó el ojo, y la convidó a acercarse, para repetir la historia que de recién hubiese versado. La anciana, distante y desconfiada, les quedó mirando a los tres por cinco estupefactos segundos que padecieron la cualidad de eternos, para luego lanzarse a reír. Paganos de mierda, no merecían la virtud del vivir, Dios se les hubiese presentado de tal brillante forma y ellos preferían acaecer bajo los juegos

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de una literatura voraz y ya en desuso. Los ciegos eran ellos, que preferían creer en la poesía antes que en el proyecto que se les estaba presentando. Allí, en la efervescencia que comenzó a subir gradualmente de tono en la comerciante costera, las cosas comenzaron a salirse de control. La vieja, que encorvada parecía un profeta de esos desquiciados que atentan en contra del siglo, empezó a gritar por la línea de toda la playa, con su voz potente, practicada y clara: Ha llegado, por fin ha llegado, y esas dos imbéciles de ahí son las encargadas de llevarlo en sus manos, pobres, no saben lo que es un encargo providencial, acérquense, lapídenlas, aniquílenlas y quítenles el bello fósil sagrado. Cuando el niño quiso recoger a Jorge Teillier para asegurarse de que no le quitaran su tesoro, una multitud ya les rodeaba con ojos inquisidores y murmullos acusatorios. La madre lo tomó de la mano a él y a Irina, y juntas se pusieron a defender su estadía en la arena. Que se alejaran, que nada había allí que ver. No fue el mar (y eso es lo peor, pensó después), fue la multitud de manos que los empezó a orillar de la nada, la que le quitó a su hijo. Lo levantaron entre vítores, aparentes turistas o pescadores de la caleta, y lo llevaron corriendo por la playa a una especie de trono hecho con bollas y esqueletos de pescado. Sentaron al bebé encima, con la concha entre sus manos, y se pusieron a orar en torno de él. Era ilusoria la escena. Cientos de espaldas sudadas y bronceadas, agachadas en frente de la cría, implorándole respeto y dignidad, que se acordara de ellos, Jesucristo. No es el mesías, les digo, esta concha es un poeta, gritó la madre desesperada, separada de su hijo por innumerables cuerpos, sin saber qué hacer. Buscaron policías, salvavidas o a cualquier ser de ética, pero nada pareció correr en la playa de aquella tarde, más que una antojadiza fe cristiana. En ese minuto Irina tuvo una idea. Bien, febril rebaño, les gritó a las cabezas que las estaban rechazando, indiferentes a sus plegarias, si aquella piel de molusco es un ente de la divinidad, le ruego que ahora, que nunca antes he estado sobre agua continental, me haga caminar por sobre las olas de allá atrás. Así es, os desafío a vosotros y a vuestra fe, en nombre del hijo de mi amiga, pues si en

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las manos de su Dios se haya mi muerte o salvación, así tendrá que ser. La mayoría de los creyentes que se encontraban rezando no le prestaron atención alguna, pero la anciana que hubiera iniciado la empresa fue la primera en alzar el craneo, siempre provocativa. Bien, muchacha, te daremos la oportunidad de trascender, por favor camina hacia tu destino y sumérgete de dicha, entonces. La madre no entendió muy bien sus razones, sólo que cuando la manada se acercó junto a Irina a un borde del mar, allí se encontraba el momento oportuno. Agarró al hijo con el icono entre sus diminutas manos, y trató de correr lo más que pudo. De Irina no volvería a saber nunca más, pues desapareció en ese preciso momento en el que ella huía, ahogada bajo la sinfonía de un siniestro e irónico Pacífico. Siendo observada por un grupo de impasibles cristianos, que apenas se estaban mojando la punta de los distintos dedos de sus pies.

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TRAVESÍA 6

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EL VIAJE: EUFÓRICO SILENCIADOR Cristóbal Nicanor Salazar

Desperté en la casa del jere, un amigo que nos distanciamos 8 meses con Flipper por una razón tonta al no invitar al carrete… Dormí con mi sangre Flipper durmió como un león a pata suelta dormí como la wea y eso que me acosté en el apogeo del Chamberlain, partí rumbo a la casa observando el inicio del 18 con las banderas flameando pero llenas de polvo por aquellos que a veces son la raíz de nuestros dolores, iba con la cañosa del whisky tenesí numero siete el cual ve mis entrañas ósea mis recuerdos, de los cuales los demonios íntimos que están con hackeca silenciados, por la abrumada y lúgubre noche del cual ya no era parte, gritaron lo suficiente su magnitud y palabras utilizadas definían el tiempo del dolor de mi cabeza, así iba en la cuatro veintitrés. Lo eufórico empieza con la salida de mi familia el 18, quedando completamente solo, algo que para mí joven sin timón le alegraba o

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eso es lo que quiero leer u oír de parte de mi subconciencia, pues el viaje es wandering. Quiero hablarlo quiero decirlo pertenecer a aquella comunidad no es buena no es sana no es algo que sume, pero es la realidad la amo es confuso… Amo lo que hago experimento aprendo cada vez cultivándome urbanamente, o aquellas personas desesperadas que no son capaces de salir de ahí de esa realidad de la cual solo veo belleza y que me pide amor a gritos y compañerismo, los quiero cuidar y guiarnos juntos en esto llamado vida, pero ellos no lo entienden. El silencio de mis búhos me acompaña la mañanita, observo mis paredes con ¡no maldigamos a la vida! ¿Qué es vida? Esto es vida. Como buen hipócrita levanto mi celular veo si hay alguna compañía, cricrí el pequeño grillo se escucha, Eva aun no se hace presente o no reaparece.

Al haber vacilado la noche anterior, como buen bohemio quería solo dormir toda la tarde, para que la siguiente noche ósea perdón me traspapele, la noche que no es noche que se aproxima y me llama hijo

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mío me hago oscuridad para que no los vean gritar sus angustias y dolores, y no preocupen a sus familias despreocupadas, que tienen cosas mas importantes que hacer, es nuestra oscuridad que aparece después del atardecer, que renace cada día, por sus desgarradores apuñaladas a su alma que los hacen perderse, las penas del corazón sus apoyos sus únicas esperanzas de querer vivir se los llevo el mas allá, las humilladas, los problemas laborales, de cómo los tratan aquellos que vivieron en las mismas calles, ahí surge la verdadera oscuridad la real la que te quema días de vida. Que te cubre pues tu sombra ya no la ves, esta en ti en una sola alma y oscuridad, son solo uno, que lo vivido será el grosor y su expansión. Te ahoga y te ahoga y Ahoga. Esa es nuestra noche hijo... Ya quiero que empiece la noche.

Intenté descansar no lo logré, quiero que sepan que mi viaje esta en pausa, en modo silencio. Desviando todas las aflicciones descansé tan solo 10 miseros segundos los demonios no me dejaron pausar el viaje. Hugo trifulca me llama:

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Wacho culiao mío, acuérdese de lo hablado anoche, me salvaste la vida con eso condones, así que hoy mi mina lleva una amiga para uste´, mi buen hoy es en costanera lounch, te paso a buscar en la nave a santa corina con las torres a las ocho imedia´, que estas todavía no se arreglan. Estamos silenciados, mientras pasan las horas para el encuentro con trifulca, busco mi ropita que no fue fácil para mi escogerla, intente probarme dos polerones, no estaba convencido dije: me veo de la perra. Seguí con mis pantalones un poco de lo mismo, con mi polera aún mayor, sabia a lo que iba, recogí el reloj de mi padre algo de confianza hay en aquel accesorio, pero no lo suficiente para adentrarme a la selva de los no escuchades. El reloj me hablaba, pero a gritos, retándome, criticándome, juzgándome, presionándome: cabro culiao ya vay a tomar. Me lo coloque y calló. Ya estaba listo para ir a la disco o antro no sé qué chucha es no lo conozco, llega la hora y salgo, estamos eufóricos más que motivados más allá, eso sí estaba más resfriado, estos actos de salir y que esté en estas tan malas condiciones, pienso que es como o es resultado del como me comporte con Eva. Salgo de mi calle Jorge dahm solo escucho alegría, eso me llena el corazón ver festejar a mi pasaje, da igual que nadie me conozca no es excusa jamás para no alegrarme…

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Me meto por la calle que no sé cómo se llama llego a la batuta saludo a los perritos gemelos que están cochinos desde que llegue a aquella villa me ladran saben que voy a portarme mal, siempre me veían con Eva. El olor asado era grato, sabía que la única carne que me comería aquel dieciocho estaba en la olla esa mechada que mi madre siempre me deja antes de irse a vacacionar, la únicas llamas que hay en mi alma que me hacen creer en el amor familiar. Escucho los autos andando más rápido de lo normal, llego a pajaritos veo el Telepizza de esa esquina con olor a pizza, no crean que es redundante lo que hablo a veces de aquellos locales no sale solo olor a pizza, cruzo pajaritos, me pregunto porque será tan pasoso esos olores ni mi perfume barato le hace competencia, y eso sí que es fuerte como el olor a aleta de los deportistas que veo cruzar. Camino hacia el punto de encuentro veo las torres eléctricas mis torres efieles

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*du du du (sonido eléctrico) * que le hacen compañía al silencio que gran dupla. Con trifulca de alguna manera nos topamos, pero justo justo como todas las películas malas de joligud. Partimos en busca de las chiquillas en la nave, pasamos por pajaritos, nuevamente no sé porque chucha me abra mandado allá trifulca, venimos conversando sobre las personas que nos rodean los cabros, nos preguntamos el porque de tanto conflicto a veces en personas que ni siquiera son capaces de hablar las cosas de comunicarse que es algo que le hace falta a mucha gente de mi querida Raúl y villa las flores. Seria mas armonioso todo, seriamos una verdadera comunidad, si todos venimos de donde mismo de familias que no nos apoyan como nos merecemos, es tan solo un poco de amor de preocupación, guiarnos tan solo un poco. Las calles agrietadas de pajaritos íbamos ya en ese taco tan estresante: maldito taco culiao, bueno nos esperaran. decimos Pasamos por debajo de Vespucio de ahí para adelante es otra cosa, los autos separan sus rumbos algunos hacia el sur otros hacia el norte, y nosotros derecho pues las chiquillas viven por la plaza Maipú, subimos la gran colina que tiene esa comuna, hay una chistosa historia con esa colina ojalá algún día, escribirla no sé.

Esperamos a las chiquillas aproximadamente cinco minutos, hicimos los saludos correspondientes y de una partimos hacia costanera de

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nuevo pasamos por la colina, fue como recorrido de micro, siempre observando por si alguna vez me perdía, pero fue descendiendo, fue distinto solo por haberme fijado en el monumento menos visitado de Santiago. Cruzamos la entrada de la plaza Maipú, las luces me estallaban en la cara tanta contaminación lumínica, me ilumina lo erróneo que soy, al encandilarme, cierro los ojos como una amapola recién abriendo sus pétalos. Doblamos pues el estacionamiento era por otro lado ósea por atrás. Llegamos pasamos aquel portón lo que me sorprendió es que valía solo mil pesos, agradecido de aquellos que no se cagonean por un espacio de tierra, si somos y provenimos de la misma balanza, nos estacionamos pero aún no entrabamos salude nuevamente, no sé porque razón, sentía que no había sido educado, ahora lo hice con el besito en la mejilla, *pisadas de rocas* sonaban las piedras advirtiéndonos la aventura que se nos venia encima, esa aventura era la antítesis del silencio y lo encima toda la caña de mañana, como nuestros demonios que serán nuestra sombra durante el día. Nos pidieron nuestros correspondientes documentos, los sanitarios, todo iba bien, pero nos cobraron entrada, que para mi es el dolor de un trago menos, por lo tanto, menos tiempo desviando mis penurias, desgracias y más tiempo con mis demonios. Solo iba con un total de quince mil pesos para toda la noche ¿doloroso no? Choco, no quedaba de otra igual mi intención era ahogarme en un vaso de pisco y lo otro en puro bailoteo en total había compañía. Pasamos la segunda reja íbamos por el pasillo largo a mi parecer, vaya y compruébelo, sino me cree nada de lo que digo. En donde a la izquierda estaba la cocina y una misera pared separaban con el baño, bueno algo ya sabia no iba comer, pero iba a tomar mas o eso es lo que creía con lo visto.

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Llegamos a las mesas, todo lleno, nos sentamos a la vuelta, había otra amiga de la mina del trifulca, andreita muy agradable persona que no merecía estar en las condiciones que la conocí, estaba acompañados por dos hombres, ni siquiera la salude, pensé que uno de aquellos buitres era su novio, pero al rato me entere de lo ya dicho. Iban con especial intención algo semejante de porque inicie este viaje. Fui al bar a pedir el vaso mas barato el cual era el pisquito valía cuatro mil, el que sabía ya viendo mi billetera iba ser mi fiel acompañante dentro de esas tres horas que estaba en aquel antro, nadie me pesco en aquel lugar baile como un llanero solitario de allá pa acá en un constante balance bohemio toma(n)do de mi vaso cada treinta minutos para que me cundiera y no me sintiera mas solo de lo que ya era, trifulca hablaba con andreita para que tuviera por lo menos una conversación causal, la cual no funciono. Teníamos planeado después con trifulca ir a mi casa a tomarnos un pisco los nichos en mi casucha, por eso el sufrimiento de gastar dinero, estaba justo con la vaquita. Nos estábamos devolviendo a mi casucha íbamos por aquellos pasillos rocosos y me atreví al fin ir más allá de solo las miradas, le dije a andreita si bailaba una patita de cueca, su cara me lo dijo todo, los ojos no mienten, brillaban como si lo hubiera escuchado por el amor de su vida, que pues sabia que no era yo, paseamos de norte a sur, nuestros amigos estaban expectantes, en una paramos el baile por la presión de nuestros compas, nos miramos a la cara, era la señal, como cuando el náufrago ve vida después de haber pasado veintiún años de su vida solo indicando tierra. No paso nada, quede satisfecho de haber entregado amor a pesar de las angustias del corazón, y además andreita estaba en claras condiciones de ebriedad. Seguimos el camino, andreita y yo separamos caminos, solo hubo unas palabras que me hicieron sentir una sensación de impacto como de ternura: debes ver a tu hijo. Me sentí tranquilo al solo bailar una cuequita.

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Llegamos a mi casa, saltándonos el ir a recoger el arsenal, nos pusimos cómodos, trifulca con su pinche, yo con mi vaso, por sorpresa llegaron unos amigos del liceo no lo conté antes ellos no estaban seguros si venían, el drama es que querían tussi. Aquí nadie tenía, solo tenía una luca. Todos estaban listos mi amigo jeria me robo una palta y la única empanada que me quedaba de mi familia, todos descargaron sus vejigas y ya no había interés en esta casucha. Mi amigo chichak, venia en camino por sorpresa, con un grupo desde una fiesta en los presidentes, no es casualidad que me esperaban en la plaza de los muertos, muerto este Santiago, esta ciudad muerta muestra nuestra realidad. Los demonios estaban trabajando, en nuestra sombra, es noche… Llegaron cargados de tussi, con los ojos como aceitunas sus pupilas. Con los pies ya en posición baile exótico, gritando como si mi casa no fuera pareada. Mi vecino ya me miraba sabiendo la noche que se aproximaba con su mujer enferma. Los cabros no sabían de aquello, mi amigo janito va y me dice: pajita ponga unos mambitos. Los coloco y se escucha la realidad de mis amigos de la Raúl “si me van a disparar tiene que ser de corazón yo también tengo pistolas siempre puesto pa la acción” todos festejando nuestras realidades muertas gritando. Colocamos la parilla al vidrio y la sustancia eufórica silenciadora empieza a emanar su radiación de vainilla, junto con el olor a frutilla del Nesquik a menos con un color a chicle igual, que los componía la keta y la droga m --- - - - - - - - inhalación fuerte - - - -- -- -- -- En modo alerta, los oídos finos como si fueras ciego, viendo de donde y de que esta hecha las radiantes estrellas, somos nosotros esas radiantes estrellas se me revela, si así es nunca tocas tierra estas en

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una constante levitación durante esa travesía, pero reventando huevos o pisándolos para que no te deje la euforia alucinadora Hey! ¡Hey! Hey! Gritas como si tuvieras una flema en la garganta. Pero vas decayendo, no es más de x segundos, el viaje es una caminata lenta identificando a los demonios que están en las estrellas, en la realidad que nos mata. Así fue cuando las garras del tussi fueron otro fiel amigo de mis noches.

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https://drive.google.com/file/d/1aLkQMXS913P8hb1meoCwaHaBQ6a42Am/view?usp=drivesdk https://drive.google.com/file/d/1_ojTReMmC_E4bTLrZEeSZpIva13ogsQJ/view?usp=dri vesdk

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RETRATOS

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