Sueños que no pudieron ser

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SUEÑOS QUE NO PUDIERON SER


CONTENIDO Se le notaba

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Podemos adivinar el pasado

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¿Dónde están las atrevidas?

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Teoría del huracán

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Bienmesabes

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Ricardo Vela

¡Uy!, me acuerdo bien cuando Adrián, así chiquito chiquito, se iba a jugar a casa de sus primos y no regresaba hasta ya bien noche. Vivían acá atrás, entonces él iba y venía solo: uno podía permitirse esas cosas antes, la situación no estaba tan fea como ahora. Pero un día ya pasaban de las nueve, y Adrián no llegaba. Me asusté y fui a buscarlo. Toqué la puerta y me abrió mi cuñada, bien sonriente y linda ella: que si quería cenar algo, que no sé qué, y yo: no, nomás vengo por Adrián. Subimos al cuarto de los niños, mi cuñada contándome quién sabe qué cosa del trabajo de su marido, y cuando entramos, me encuentro a Adrián jugando, pero no con su primo, sino con su prima, ¡y nada de carritos!, bueno fuera, con dos muñecas, una morena y la otra rubia; al menos no salió racista. Esa fue la primera vez que pensé que mi hijo podía ser gay. 4

¿Sabías tú que en algunas partes de México todavía matan a hombres así? No, Adrián no me dijo eso, yo creo que no quería asustarme. Lo vi en la tele, en una noticia de un tal matón del arcoíris. Y yo me preocupaba, claro, porque uno no es de piedra. Cada que Adrián se iba de fiesta yo esperaba pues lo de siempre: que no se drogara, que no lo robaran, que no lo arrollaran, que no, que no, que no. Cuando al fin me confesó que sí era, empecé a esperar también que no lo fueran a querer matar. A Adrián se le notaba, no mucho pero sí, y a mí me daba miedo que alguien malintencionado se le fuera a cruzar. Sí, siempre lo supe. Desde lo de las muñecas, incluso antes. Pero no quería admitirlo. No es que uno tenga problema, sí es difícil, pues, pero es otra época. Adrián era un niño muy modosito: me acuerdo


Simรณn Malvaez


que se ponía toallas en la cabeza y decía que eran su cabello largo de niña. Tengo fotos de Adrián a los ocho o nueve años, donde posa con la mano en la cintura y la cabeza de lado. Veo esas fotos ahora y me da risa, porque más me tardé yo que él en aceptarlo. Y mira que para él fue difícil. Cuando Adrián tenía 15 años entró a clases de boxeo. Me pareció raro porque nunca fue dado al deporte pero su papá se puso bien contento. Le decía cosas como que el boxeo le haría bien y que le hacía falta actividad física, aunque yo sé que él esperaba que Adrián se hiciera, pues, más hombre, sí. Tonto que es uno. Creo que Adrián esperaba lo mismo: me daba la impresión de que no quería que se le notara. Una vez me dijo que estaba sorprendido porque se había dado cuenta de que el problema no era ser, sino parecer. Yo no entendí de qué hablaba, al menos no inmediatamente. Tal vez lo molestaban en la escuela, no sé, no me contaba. En el pueblo donde yo crecí, había un muchacho así, modoso modoso. El pobre era la burla de todos los hombres: le gritaban joto, maricón, y no me acuerdo qué más. Hasta su propio padre y hermanos lo trataban mal. Siempre lo veíamos caminando solo, y cuando se cruzaba con alguien, le empezaban a chiflar y a decir cosas y se reían. Muchas personas contaban que ese muchacho se acostaba con varios hombres de ahí, de los mismos que le gritaban; la mayoría solteros, pero también algunos casados figuraban en el chisme. Se dijeron nombres tal cual de quiénes se acostaban con él, pero nunca pasó nada más. Mira qué curioso, a los hombres estos, con todo y santo y seña, no les decían

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nada, y a este muchacho sí. Tal vez porque él era el femenino: el que recibía y no daba, ¿sí me entiendes? Algunas mujeres decían que este muchacho era así por culpa de su madre, porque seguramente lo había consentido mucho, porque siempre lo traía pegado a ella y finalmente el niño aprendió a ser mujer. Yo no decía nada, uno no es quién para andar tirando piedras, pero me hice a la idea de que todos los homosexuales eran así: femeninos, de manita caída. Luego, Adrián tuvo un amigo (aunque yo más bien creo era su novio) que no era así, era un chico muy serio y discreto. A mí como que me daba mala espina. Adrián la pasó mal con él. Nunca me dijo nada, pero su prima me contaba que este muchacho, con todo y que salía con hombres, era ¿cómo te diré?, pues un machito, sí. Le prohibía a Adrián cosas que lo hicieran verse afeminado. Pero, ¿cómo es eso?, preguntaba yo, ¿qué cosas? Adrián dejó de salir con sus amigos, ya no iba a fiestas, cambió su forma de vestir, era otro totalmente. Dirás que yo a mi edad no entiendo de esto, y tal vez tengas razón, pero a mí me parece una contradicción que un muchacho así piense de esa forma, ¿no?, eso déjaselo a sus abuelos, a sus tíos, hasta a sus padres, pues. Finalmente, este tipo dejó a Adrián, y él se puso bien triste. Casi no tenía la confianza de contarme cosas privadas, personales, pero yo me daba cuenta. Un día salimos no sé a dónde, sólo él y yo, y unos hombres empezaron a chiflar y a gritar desde el otro lado de la calle “chu-


la”, “guapa”, así en femenino, y luego se reían. Nos veían a nosotros, pero Adrián, mira, como si oyera llover. Yo tampoco dije nada, y seguimos caminando. Clarito me acordé del muchacho de mi pueblo, era algo muy parecido, pero Adrián ni protestó ni frunció el ceño. Después me dio miedo que esto le pasara tan seguido que ya hasta estuviera acostumbrado. Después de eso, Adrián se obstinó en ser más varonil, según porque a los otros hombres les gustaban así y no de otra forma. Su prima me enseñaba páginas en la computadora donde hombres buscan a otros hombres y escriben cosas como que no quieren a los que se les nota mucho, o que sólo salen con “discretos”. Es como si los hombres, sean o no sean, tuvieran el chip de “macho” ya inserto, ¿no crees?, y hasta entre homosexuales tienen que distinguir a quienes son mucho y quienes no tanto, pero pues uno es y punto. Nunca pude hablar bien con él, calmarle sus nervios y sus ansias. Él se salía y hacía sus cosas; yo no le preguntaba nada. Cuando tuvo edad, se fue de la casa a vivir con una amiga, y yo lo veía de tanto en tanto: cada fin de semana venía a visitarme, a nuestras sesiones dominicales de silencio, porque no nos decíamos nada. Yo no sé si para entonces salía con alguien o qué, no sé dónde trabajaba ni qué hacía. Como muchos jóvenes que son así, se alejó de nosotros porque no encontró en su familia quién lo entendiera y lo orientara. Perdió la chispa y el ángel que tenía de niño, cuando jugaba con muñecas y él ni se enteraba que eso era según “de niñas”, o cuando sonreía grande grande para las fotos familiares. Era como si tuviera vergüenza de sí mismo, en nin-

gún lado se hallaba, y sólo por ser modosito, amanerado. ¿Tanto miedo le tienen a lo femenino? (…) El que lo mató, no lo mató porque fuera homosexual, lo mato por ser afeminado ¿Por qué lo digo? Porque también él era gay, sí, el que mató a Adrián, a mi hijo, también era homosexual. Me dijeron que fue un crimen pasional, un malentendido entre ellos, pero yo sé que no es así, yo sé hasta dónde llega la intolerancia y el miedo de algunos hombres. Sí, también hay homosexuales homofóbicos, a quienes les da orgullo ser machos, y que molestan a quienes no lo son. Machistas, porque eso es machismo, ¿no? Yo aprendí por Adrián que un hombre no es necesariamente duro y fuerte, ni una mujer obediente y sumisa. Eso ya es asunto nuestro, aunque mi marido me reprocha y me quiere echar la culpa, yo sé que no es así. No quisiera que se confundieran las cosas, es un problema grave, enfermamos a nuestros hijos hasta el tuétano, y con pequeñeces. ¿A santo de qué iba yo a prohibirle a Adrián que jugara con muñecas? La madre de Adrián todavía llora al recordar que le hablaron en la madrugada para decirle que su hijo, de 23 años, había fallecido en lo que se resumió como un conflicto armado dentro de un bar en la colonia Roma, Ciudad de México. Adrián suma uno más a los crímenes de odio contra la comunidad LGBTIQ que convierten a México en el segundo país más homofóbico a nivel mundial.*

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Pablo Reynoso Aguilar

ODEMOS ADIVINAR EL PASADO (O DE CÓMO SORPRENDER A UN ESTONIO)

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Santy Mito

n Tallin viven apenas 400 mil personas que habitan entre el gris de docenas de bloques de concreto que rompen con violencia el viento y se enfilan como soldados hacia una guerra que nadie les avisó, ya acabó. Una de ellas eres tú, un rubio muy rubio y muy serio que va a mi lado sentado en un taxi: mientras miro por la ventana, te digo que yo vengo de un lugar parecido, levantas una ceja incrédulo y te atreves a acariciar mi mano con miedo a que el taxista lo note o quizá con el miedo natural de llevar a un extraño extranjero a tu casa, al final de cuentas ¿qué hace un chilango en la ex República Socialista Soviética de Estonia?



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rente a una de esas moles de concreto con algunas luces prendidas, bajamos y te sigues sin voltear hasta un pesado portón de metal, subimos por un largo túnel que presume tener escalones debajo y te disculpas por la luz que no enciende. Abres y cierras una puerta de madera, te quitas los zapatos, dejamos algunos prejuicios en el clásico mueble para el calzado y nos tumbamos en tu sala alfombrada, iluminada por una lámpara de papel colorido que parece sacada del barrio chino ¿en Estonia?, seguramente, porque los chinos como los jotos estamos en todos lados, tanto en el tercer como en el segundo mundo; ligándonos lo mismo en un bar que en frías calles tras cruzar miradas (in)discretas. Preguntas si hay bares gay en México; te interesas porque te digo que debe haber más en Ciudad de México que en todas las ex repúblicas socialistas soviéticas juntas, te describo mi ciudad como calurosa, lluviosa y exagerada: “hay tanta gente que a veces no puedes caminar ni moverte”, dramatizo. Me dices que debe ser como Londres, te digo que no, que en México hay más gente, más caos y también más parejas que se toman de las manos en los taxis, digo socarrón. Me reviras que mi postal suena más a California y te remato que con la diferencia que en California no se dan tan buenos morochos como yo. Como las palabras sobran para este tipo de encuentros donde la madrugada amenaza con ser más corta, me llevas a tu cuarto y cierras las cortinas. Al desabrochar tu pantalón y deslizarlo por unos muslos bien torneados que podrían pasar por marfil si no fuera por los abundantes vellos que desafían la textura, me

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miras tierno y caigo embelesado. La luna que nos había azuzado cómplice ahora impaciente nos embiste, fatiga y finalmente, arrulla. Con la primera tiza de rayo de sol, abro los ojos y dibujo tu silueta: espigada y con ancha espalda. Me levanto y mi movimiento te despierta, me dices que no me vaya, que me espere a que te fumes tan siquiera un cigarro. Tras uno de esos silencios muy europeos me preguntas si me quedaré una noche más en tu ciudad, te digo que me marcho esa misma tarde y tú aceptas que de cualquier manera tienes que irte también en unas horas; mesereas en ferries que van a Suecia y a Finlandia, seguro ofreces fruta en la mañana y whiskey por las tardes, siempre en tu impecable uniforme azul marino que hace discreto juego con tus zafiros que llevas anodino. “Tu trabajo debe ser genial, siempre viendo el mar”, declaro animoso; “es como trabajar en cualquier restaurante”, rectificas flemático. Sólo con mis jeans y descalzo me siento a tu lado en el colchón. Tú, desnudo y echando humo con prudente sofisticación me miras y señalas que mi color de piel es “real y cálido”, te cuestiono tu parámetro de lo real y me confiesas que es curioso tener un mexicano al lado y no en telenovelas. Atino al asegurarte que las telenovelas no son México, son una parodia del mexicano que sueña en rubio pero amanece en moreno.“Si siempre amaneces así, prefiero la realidad”, concluyes de los melodramas que por una surrealista razón que a Buñuel le hubiera parecido más bien triste son el puente entre México y tus frías latitudes.


“¿Vas al mar seguido?”, lanzas y te resuelvo que no tanto como imaginas, confiesas que te gusta el sol, que si tuvieras dinero irías a acompañarme. Dudo en creerte, pero cedo ante la fantasía.Quiero dejarte mis calzones, pero es una muestra fetichista de afecto que dudo aprecies, mucho menos si te pido los tuyos a cambio. Abrocho mi chamarra y tomo mi mochila, los rayos de luz de las 10 de la mañana en Estonia me recuerdan las 7 de la mañana en Tlatelolco, así son todas las cosas en tu país de porcelana, modorras. “Tla-telol-co”, así se llama la zona de la ciudad donde nací y te insisto que se parece a donde estamos parados, tú desnudo y yo vestido. No lo intentas, es un fonema impronunciable para tus cuerdas vocales vírgenes de una ele después de te. En vez de despedirte, me miras tierno y me dices que quieres ir conmigo, que te lleve a México; te cuento que te llevaría a remar a un lago, Cha-pul-te-pec, para que te diera el mero sol de mediodía y vieras lo que es detestarlo; me río por la cita que jamás me hubiera atrevido antes a proponer y la aderezo con que luego tomaríamos helado, comeríamos chicharrones y nos maquillaríamos el rostro. No entiendes mi chiste pero soñador agregas:“¿y después?”, “y después…¡me caso contigo!”. Tus ojos se vuelven gigantes y espetas: “¡¿en serio?!”, “sí, si algún día vas, me caso contigo”, reafirmo. “Tengo que ir entonces” te derrites deseoso y por fin, sorprendido. Te metes en unos pantalones y me escoltas hasta el portón. Mientras bajamos las escaleras una anciana abre su puerta y apenas cruzamos miradas; aquí no hay “buenos días” ni “¿Qué dice, doña Juanita?”, tampoco tamales ni barbacoa que

te pudiera invitar. Me indicas que camine hasta unos fierros con techumbre y espere el tram, algo parecido a un trolebús, y que cualquiera llega al centro. Mientras triste finjo despedirme de un amigo, tú lacónico pero satisfecho muestras tus dientes blancos para sentenciar: “See you then” (hasta entonces)y un sencillo abrazo nos condena y nos libera a la eternidad. Podemos adivinar el pasado cuando reparamos en sus detalles, como una foto que sacamos después de mucho tiempo y nos descubre escenas que juraríamos nunca haber vivido; cuando no hay fotos ni testigos es debido aferrarse a un solo y último momento: yo decido perpetuar la última vista de tus grandes ojos aguamar que cedieron ante la invitación arrebatada de compartir nuestras vidas. Así sobrevive un recuerdo que en promesa desafía al tiempo y a su amante llamado olvido… porque el tiempo y el olvido son la primera pareja homosexual de la historia, ¿o acaso no lo sabían?; y sí, aunque siguen juntos, nunca se han casado. *** Dedicado a Luis González de Alba. Q.E.P.D. Más que un escritor, libre pensador y lábaro de la dignidad homosexual en México. El 2 de octubre pasado decidió dejarnos, pero a través de esta crónica le rindo un sencillo homenaje porque necesitamos más hombres que como élcon su pluma inspiren a otros a convertir concreto en finos vellos rubios y un par de tristones ojos azules en testimonios del simple derecho de amar en cualquier lugar del mundo.**

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¿DÓNDE ESTÁN LAS ATREVIDAS? Erik Meneses Murguía

1. Todas las noches llega dispuesto a conquistar el mundo de las atrevidas. Azure modela como profesional, conoce sus perfiles. Mira la pantalla y grita: —Yasss queen, salgo bien perra. Lleva tres días bailando en el mismo antro, le pregunto cómo ha logrado aguantar. Me mira con una sonrisa chueca, me hace cómplice de su secreto. —¡Ay Mana! Llevo dos semanas de fiesta. Me ligué a un wey y que se le cae la tarjeta, ya saqué cinco mil pesos y no me la cancelan. En esas dos semanas, Azure ha visitado el Salón Marrakech, La Purísima, Oasis, Viena, Candy Bar, Gayta, Go Bar, Divina, Teatro Garibaldi y todos los lugares nocturnos que respiran la Cuauhtémoc, donde se ha tomado más fotos que un

princeso, aplica un moño en su nariz para sentir lo chingón de la party y terminar de responder mi pregunta. —Posa como si fingieras meterte coca. —Mejor me la meto y me tomas foto. Fotograma a fotograma como una rotoscopía me mostró en varios pasos el arte de inhalar polvo blanco, besar a todos los chicos posibles, perrear y ser el centro de atención. Se despide como la rapera Bia, con un guiño en el ojo y la frase “voy a coger, provecho”. Me abandona con el Safari de cuerpos y personajes.

adicto a las selfies, donde ha besado más chicos que cualquier habitante del antro, donde ha bebido litros de alcohol, gritado hasta que la garganta se le irrite y sus piernas le digan ¡basta! por aguantar tanto tacón. Después de posar como

dos haciendo cosas “desconocidas”. —No quiero que me tomes fotos, déjame ponerme mi moño en paz. La Drag de los Dolores posa sus uñas que sostienen una bolsita de polvo. —No me tomes foto, soy persona pública y tengo

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2. —No sabes lo que haces. —Sí sé. —Pues por eso, borra la foto. P-B-B, se enoja por capturarla en el baño con Chichifo número uno y Chichifo número


Erik Meneses MurguĂ­a


contrato. Nadie debe saber que salió de antro, no tiene contrato con ninguna empresa, es un nini que aspira al estrellato produciendo más de 100 fotos por semana en su cuenta de Facebook, donde siempre sale en calzones y escribe frases motivadoras a la Paulo Coelho. —Disculpe, me están chantajeando por la foto que me tomaron y no la autoricé, podrían borrarla. Un joven mormón besa a un hombre, su novio de clóset y su religión no pueden saber que es gay e infiel. —No me gusta que me tomes fotos con gente fea y que hace desvaríos, debo cuidar mi reputación. Chichifo número tres debe posar con hombres guapos para aumentar el valor de sus servicios aunque sólo sea contratado por homosexuales feos. —No me gusta que me tomes fotos, salgo feo y gordo. —No me gusta que me tomes fotos, no se me notan los pupilentes azules. —No me gusta que me tomes fotos, siempre salgo pedo. —No me gusta que me tomes fotos, se me notan mis imperfecciones. —No me gusta que me tomes fotos, ¿no podrías adelgazarme unos quince kilos?... —Si me pongo hasta el culo no me tomes fotos. La Videoblogger llega al antro con un modelo salido de una computadora, me dice que está haciendo su luchita para que sea su novio, pero tiene miedo de dejarlo libre y que en un descuido le engañe con un segundo modelo salido de una computadora; después, La Videoblogger terminaría en un sillón ebria, sola y devastada con sus amigos Las Atrevidas bailando a

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su alrededor hasta que el disparo de un flash los obliga a agredir al fotógrafo, curar su congestión alcohólica y seguir el after. Toda la triple A (activistas, artistas y academicistas) descubrirían el trabajo que representa cuidar la imagen de una persona. —Nadie debe saber que estoy aquí, tómame foto, pero no la subas. El activista Ce dos veces Ele recorre los cuartos oscuros en busca de una oportunidad de sexo. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. —No me tomes fotos. Nadie quiere fotos, pero semana a semana salían álbumes poblados de imágenes. ¿Dónde están las atrevidas? Antes de seguir reflexionando, Azure aparece con tacones de impacto, la cara distorsionadísima escupiendo quejas con la velocidad verbal de un Maluma que no se le entiende nada, pero todos bailan. —¡M4n4! M3 l4 h1c13r0n d3 4 p3d0 3n l4 3ntr4d4… que no me tome fotos provocadoras o si no, me pueden vetar… 4qu1 t0d4s s0n un4s h1p0cr1t4s qu3 qu13r3n s4l1r gu4p4s… que quieren salir bien… qu13r3n s4l1r 1nt3l3ctu4l3s… sobrias… que sus familias sí las quieren p0r bien p0rtad4s… que n0 hacen desvaríos las put4s… yo por eso me pongo peda… ch1da… y c0j0 mucho… mucho para no ser h1p0cr1t4… Azure no paraba de hablar y escupir números de todas las personas que mentían para no


salir en las fotos. No responde preguntas, pero vuelve a posar, esta vez hace fotogramas con poppers. 3. Kanvas Li-on baila con los rechazados, aquellos que no son atrevidas porque no salen guapas en las fotos. Kanvas parece molesta, cansada; sabe que, como actual reina drag de la CDMX muchas le odian por sus acciones, y como verdadera Atrevida me acerco con el fin de obtener respuestas.—Yo creo que el problema sigue siendo la relación amo y esclavo y no en el sentido fetichista, hay inconformes dentro de nuestra inconformidad, los que son rechazados rechazan a otros y así, en cadena. —Pero, ¿cuál crees que sea el problema? —Es el problema de siempre, lo conocemos, pero no sabemos cómo combatirlo. —Inténtalo. Kanvas respira silenciosamente, me mira como si todos nos hiciéramos bien pendejos y no quisiéramos aceptar la verdad. —Es la hipocresía. La hipocresía es injusta porque todos se guardan la insatisfacción o se hacen de la boca chiquita, por eso creemos que está mal perder el control y a veces es bueno. Es la zona de confort, es muy cómodo ser el homosexual aceptado, no es una moda ser gay, la moda es “sé la jota que quieras ser”. Esta seudo tolerancia en la que decimos respetar y es mentira. Tan es así que Azure y otros chicos miran en cámara lenta a sus amigos ser golpeados por mafiosos que no permiten el uso de productos ajenos. —Sólo se puede con-

sumir local mana, no es la primera vez que me toca ver putazos, por cierto, ya no me tomes fotos, me vieron besándome con muchos chicos y creen que soy puta, ya me duele el culo de tanto coger, ayer cogí con cinco. —¿Y cómo le haces? —Pues me cambio el condón y ya. —“¿Por qué tú que eres el pinche adicto no quieres mis drogas? Tú, eres un pinche puto con dinero”. De esa forma nos ven los vendedores y no considero malas las drogas, está rico hacerlo, lo feo es cuando se convierten en nuestra única forma de operar o estar desconectados. Kanvas está a favor de que existan nuevos antros, dice que la economía Drag está en vías de desarrollo experimental y, después, se retira bailando su canción favorita. 4. ¿Dónde están las atrevidas? Bailando, bebiendo, besándose unos con otros entre el humo pigmentado con sudor. Gritando su nuevo coro: “Qué perra ,qué perra. Qué perra mi amiga”, entré figuraciones, VIH, moños, 4:20, y dulces… cogiendo, triunfando, hablando en básicas, llorando y volviendo a bailar con esas caras de melancolía que algún día no se tendrán que ocultar, mientras la comunidad eLeGeBeTe no encuentre un sentido a su identidad y lucha, seguirá perdida en esas noches sin fin. Llega un chico y me dice: “Te tomo una foto”. —No, mejor yo te la tomo. Enero 2017.

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Órganos externos II Sophia Tabarez

Pieza ganadora de la primera convocatoria de arte y diversidad sexual del FIDS, MIX México y el INJUVE CDMX.


Francisco Javier RamĂ­rez


TEORÍA DEL HURACÁN Ulises López Olivares

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esparramados cada quien en un sillón, escuchando la lluvia y sudando hasta adherirnos al cuero de los cojines. Joaquín y yo estamos en silencio, con la vista perdida entre el techo y las latas vacías de cerveza en el suelo. Después de mucho rato de divagación él interrumpe: «Y qué onda… ¿todavía no te ha vuelto loco?» Me tardo en responderle, como para acentuar que su intervención lo ha perturbado todo. ¿Qué cosa?, le digo haciéndome tonto de más. «Pues tu novia». Siento mi espalda desnuda pegada al sofá y el dolor de haberme arrancado un curita gigante al levantarme. Trago saliva postcerveza y carraspeo. Mira, le digo, Carolina y yo somos buenos amigos, ¿okey? Y no, no es mi novia y tampoco me ha vuelto loco. «Bueno, ¿y dónde anda tu “amiga” la loca?» Está arriba. Dormida. «Pues deberíamos aprovechar que es la última noche», dice. Mañana llega el huracán y después de eso quién sabe. Me cuenta que con Jérôme hay una fiesta especial. De cubanos o

algo así. ¿Caribbean Pride? ¿Qué mierdas es eso?, le pregunto y le devuelvo la indolencia. Está bien, le digo, ¿pero y si nos vamos y se despierta? «Le dejas una nota», me dice parco. Ya, pero ¿y si…? «Nada. Ve a quitarte lo pegajoso y ponte una camisa. Salimos en diez». Deja me despido de Carolina. Nos interrumpe entonces el crujido de madera de las escaleras hinchadas. Nuestros ojos voltean incrédulos como niños descubiertos vaciando el bote de dulces o husmeando cajón porno de papá. «¿QUÉ ESTÁN HACIENDO?», dice ella, con voz normal pero que retumba con el eco extraño que nadie más en esta casa posee. «Vamos a cazar jaguares», dice Joaquín. «Jaguares cubanos». Me apresuro a matizarlo pero es muy tarde. El crujido de las escaleras alejándose. Me justifico con el vacío: Debe ser la baja presión que le sienta tan mal. Silencio en el espacio.

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Un trago de refresco y siento las pastillas bajando. Caramelos atorados, nudo en la garganta. «¿A poco no se siente cabrón? Este viento en la cara y el agua atomizada y la cabeza como a bordo de un elevador», me dice Joaquín. No digo nada pero sonrío. Nosotros dentro del coche, manejando con las ventanas abiertas. Los restos de plantas en el suelo crepitan como las olas pequeñas en la superficie de un lago. La gente en las calles del centro como pintada al óleo, con la ropa mojada sobre el cuerpo. Las vibraciones de la casona se pueden sentir cientos de metros antes de llegar y sin embargo no son vibraciones de sonido. En la entrada, cruzando el jardín de los galgos, dos tipos con jockstraps de cuero negro nos reciben. La angustia condensada rezumando en el sudor de las caras de los asistentes. «No tan enfrente, que la última vez casi me los echan en la cara». Ojalá me los echaran a mí en la cara, pienso. Qué ganas de que nos los echen a todos en la cara. Si no espabilamos con eso entonces que nos lleve ya el monzón a todos y muchas gracias buena suerte vuelva pronto nunca vuelva chau adiós. ¿Que qué estoy pensando?, digo. Ah, nada. Lo normal, que si cerré la llave del gas, que si aseguramos las ventanas, esas cosas. «Ajá, claro, lo típico que uno piensa aquí». La ironía de Joaquín como la estridencia de la casona. Un señorito azafato pasa enfundado en algo parecido a unos leggins y nos reparte los antifaces, para que los siguientes en entrar no vean de nosotros nada excepto la angustia en el sudor de la frente. Sonrío

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y pienso en cosas bonitas, que se me pase el mal viaje, que se nos olvide a todos todo. En medio del salón sentados a oscuras esperando la tercera llamada. Recuerdo que hace poco leí que habían descubierto algo nuevo de la esquizofrenia: que no existe. Que en realidad son ocho enfermedades distintas, algo así. Mi gran descubrimiento es que la culpa es lo mismo. Un síndrome. El conjunto de los síntomas que da la estupidez. «¿Pensando en los peleadores?». No realmente. Pensaba en un descubrimiento científico, contesto. Y parece que miento. Como siempre pasa cuando más estás diciendo la verdad. Cuatro jackdaniels con hielo entre la primera llamada y la tercera. Ou, mucho muchacho, very rico hot latino. Los gringos setentones ya llegaron. Acompañados de sus morenos y flaquitos recogidos del malecón. Luces apagadas y la primera pelea. Dos cubanos, dos rounds. Veo las manos de los que llevan traje de lino tratan de esconder sus bultos. Dos adolescentes franceses babeando por allá. El que pierda la pelea se coge al vencido. Quien da las nalgadas más fuertes obtiene más puntos. Patada dura en el culo, justo en la división de las nalgas: muchos puntos. Golpe de karate en los huevos: millones de puntos. Inmovilizar al otro sobre el suelo, ponerle las nalgas en la cara: la euforia del teatrito. Gritos histéricos y los precoces ya mojaron sus pantalones. Toda la sangre del cuerpo en una sola parte, como si nada más necesitara de oxígeno.


Campanada final. El réferi declarando un ganador. CÓGETELO, REY, la voz del juez retumba con el eco extraño que nadie más en esta casona posee. Como crujido de escaleras de madera hinchadas. «No mames, qué pinche rico». Meseros llevando cadenas al escenario. Trayendo botellitas de nitrito en bandeja de plata. La sonrisa de guasón dibujada en el rostro de Joaquín aparece y me contagia. Cubano 1 pone a cubano 2 de rodillas y lo hace gatear con su cadena de perro. Las camisas de los trajeados empiezan a desabotonarse. El combate interno de la verga de C1 golpeando la campanilla de C2 como pera de box. Arcadas. Cinturonazos que vuelven púrpura la piel morena. La camisa abierta de Joaquín y su verga ondeando al aire libre: el dresscode obligatorio. El eco de la voz del réferi todavía flota como aerosol. Ruido en mi cabeza como el de un televisor sin antena. No logro determinar si es la lluvia afuera o si el sonido está aquí adentro, conmigo. Los adolescentes franceses babean arrodillados frente a mí. Las siguientes peleas no me importan tanto. Joaquín y yo estamos en ese gran salón, desparramados cada quien en una butaca, escuchando la lluvia interna y sudando hasta adherirnos al cuero de los asientos. Los peleadores ahora están mejores que los primeros pero ya casi nadie les hace caso. Como el porno en internet, o en cualquier lado, después de un rato todo lo que no pasa en primera persona se parece. El show se continúa abajo. Los pasillos oscuros del resto de la casa como bosque de manos y luciér-

nagas rojas. Me da igual quién gane. Río, río, me río, me vengo de tanto reírme y me vengo a ríos y les encanta. Qué sobrevaloradas las funciones corporales. Pero grito y sonrío. Ajá, ajá, ajá. A todos digo que sí con la cabeza pero sólo pienso en encontrar a Joaquín. La huída. Aquí toma sentido mi teoría sobre el síndrome de la estupidez y la punzada en la nuca. Manejamos de regreso a casa por la carretera escénica. Nadie queda de ayer en las calles. Ventanas tapiadas, basura al vuelo por todos lados. ¿A poco no se siente cabrón? Este viento en la cara y el agua atomizada y la cabeza como a bordo de un elevador, le digo a Joaquín, que me mira con cara de idiota y se echa a reír. YA LLEGAMOS, grito. Nadie responde al saludo. «GÜEY», el grito de Joaquín, en la sala. Ahí el librero está sobre la alfombra. La mesita de centro contra la pared. Fotos quemadas por todos lados. Manteles con sangre sobre el sillón como curitas gigantes. Y en mitad de todo Carolina. Acostada de lado con las rodillas entre los brazos, los nudillos rojos escurriendo. Joaquín se acerca a ella. Cuidado, hay muchos vidrios, le digo. «¿Estás bien?», pregunta él. «¿A qué hora llegó el huracán? ¿No habíamos tapiado ya esta ventana?» No hay respuesta. Nadie se mueve un centímetro. Solamente ella y yo sabemos que eso de la baja presión era una enorme mentira. El huracán se llama Carolina, digo al vacío. Me arrodillo para recoger el desorden.

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BIENMESABES Isaac Mondragón

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ací en la era de los sabores light, en la que el jugo de piña se hace con polvo… yo me negaba a deslizar por mi paladar sabores inflados con aceite de palma y splenda. Permanecer fiel a los sabores naturales tenía una razón, una razón que se manifestaba tan constante como el oleaje erosionando mi vida; a simple vista era la nostalgia que uno siente por sólo limitarse a ser un pasajero del tiempo, tomar un sabor natural era mi refugio por conectarme con ese niño que no ha querido salir de mi peludo cuerpo, que de infantil ya nada tiene. Siempre me salió muy bien la monotonía que es ir a la escuela; recuerdo que todas las mañanas de lunes a viernes eran como una repetición sonora, un eco que perdía fuerza los viernes al ponerse el sol, pero los lunes con la ceremonia de honores a la bandera en el aire recreaba la batalla entre el réptil que por no estar emplumado no pudo volar y la famosa ave rapaz. Como todos los lunes todos los niños teníamos que vestir de blanco con la misma pureza exigencia celestial que los santos cumplen en los altares ba22

rrocos, claro que el pantalón combinaba con los zapatos también de color blanco y una corbatita de cuero pintado de azul. Todas las mañanas despertaba sin ganas algunas de permanecer en vigilia, con los ojos cerrados; a ciegas y a tientas lograba ponerme el uniforme. Un licuado de plátano tabasqueño, con vainilla colectada por voladores de Papantla y con leche de la granja de Don Pancho, famoso por su vaca “La Tapatía,” que daba leche con buena nata para untar o para hacer pan. A ese menjurje se le ponía un huevo de las gallinas que tenía mi abuelo y otro de codorniz, todo por ser peligrosamente flaco decía mi mamá, mientras depositaba en mí con una cuchara el aceite de hígado de bacalao. El calor que por convección mi madre me daba en las noches, era casi igualado por la fricción centellar de los besos que intercambiaba con los niños de la escuela, al ser todos varones mucho tenía que ver con el sometimiento sexual típico en los machos; muy bien acompañados de una perversión que tomaba varias formas, diría Freud.


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Esperaba con gran alegría salir de la escuela, la hora de salida era a las 14:30. Y para mí era el comienzo real del día, gozaba ver a los niños que inundados por la glucosa de los gansitos y el miguelito en polvo que habían comido en el recreo les hacía efecto como cualquier estimulante y los hacía ser tan niños como realmente eran. Yo era de los más tranquilos que en ese microbús viajaba, porque siempre estaba sedado por la belleza de un muchacho de secundaria que iluminado naturalmente por los atardeceres polvorientos, me parecía tan hermoso que sembró mi timidez ante él; además, me intimidaba su extroversión y lo ceñido que le iba el pantalón. Ese tono amarillo del microbús sin duda incitaba a la locura y al entrar a mi calle, era tan visto por las mujeres que estaban tendiendo ropa en sus azoteas como por los vagos que siempre estaban atentos de lo que ocurría con su madre: la calle. Con una puntualidad casi menstrual, el transporte me dejaba a las 15:35 horas en casa de mi abuelo paterno. Ahora jubilado, mi abuelo sentía el deber de cuidarme, pienso que por el remordimiento que le daba saber que la infancia de sus hijos no la pudo disfrutar. Me enseñaba mientras me cuidaba, aprendí del placer y del amor más allá de lo paternal, empecé a gozar por la boca, porque en cada guiso que me preparaba me daba puro amor sazonado. Vivíamos en el número dieciséis de la calle Jacinto, dónde las flores no sólo aportaban sabor y color sino también podían conducirte hacia lo delirante de los placeres de la gula u otros.

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La exitosa carrera de mi abuelo como cocinero de un hotel en la avenida Reforma del ahora extinto D.F., se cargó de un autoanálisis del cual se desprende el sello que a sus platillos hacía destacar; muy bien decía que su sazón era deliciosa porque él se sentía delicioso. Totalmente cierto, aunque con la modestia que tiene cualquier ave macho del trópico, es decir una modestia nula. Cada detalle en su cocinar era en sí una representación de él, los cazos y las cazuelas de cobre con sus gruesas paredes, pulidas regularmente, me recordaban a sus brazos que eran vigorosos, con esa brutalidad que tienen los metales en aleación con un calor abrazador de los miedos hasta evaporarlos y llevarlos a la atmosfera junto con el ciclo del carbono. Mezclaba sabores del viejo mundo con los de la Nueva España; aquí se dejaba ver su procedencia genética. En una versión moderna, la Malinche fue su madre que casándose con un español, que representaría a Cortés, en una fusión de cigotos lo crearon. Siempre presentes en la cocina sus padres se hacían notar. Su madre era la vainilla misma, pues en exceso era amarga, y su padre el laurel con su elegante e hipnótico aroma que te envolvía en su caballerosidad, clasificada actualmente como vintage y muy cursi. El estilo rústico de sus guisos venía del sentido práctico en su personalidad, que combinado con la testosterona le daba esa presencia viril a cada platillo. Era fanático de los sabores ahumados y odiaba los cortes finos en los vegetales. No le gustaba usar licuadora, aún usaba el molcajete y a veces también metateaba ajos, cebolla o carne. La batidora


tampoco figuraba, pues cada merengue lo hacía con las manos que varios amores habían desenterrado, cada dulce merengue era una veneración dedicada al patrono de los cocineros, San Pascual Bailón, que con mirada pícara miraba desprender el cochambre. En un empeño por esconder su lado silvestre que forjó en las cocinas de barcos italianos y turcos, mi abuelo se dedicó a la cría de conejos, guajolotes, gallos chinos y otros seres emplumados, como en el afán de olvidar que también él era un animal ya domesticado por los sabores del hedonismo que con buen tino había logrado, pues su gozo despertaba poca envidia entre los cercanos, siendo una ventaja en su acalorada vida de amores que no se limitaban a los puertos. ¿Por qué cuándo se ha visto que el verdadero placer sea limitado? La presentación de la comida era sofisticada, aunque sencilla a la mirada, como él. Con sus guayaberas yucatecas se transparentaban los vellos de su pecho y sus pezones resaltaban en el entramado del tejido. En su cuello brillaba una cadena de plata con un dije de la Virgen de la Soledad. Su barba era impecablemente cuidada por su asistente Macario. Y sus ojos insinuantes como lo apetecible de las pastelerías al ver sus vitrinas. Esto se mezclaba con su loción de sándalo con nardo, que cubanos le habían cambiado por chocolates en La Habana, y para mí era un refugio, una caverna siendo yo un primate. Entre un segundo y el otro hay una infinidad de tiempo recordando mis clases de física, pero fue ese pequeño trozo

de infinidad el que me hizo conocer el deseo de despojarme de mí para pertenecer a otro. Era cualquier tarde. Macario era un hombre joven que había llegado desde Sonora, su piel era cuero de agave, resistente al sol y a la desecación. En su sonrisa brillaba la arena del desierto norteño que lo había visto convertirse en un hombre de espuelas, sombrero texano y botas. En sus ojos brotaban los secretos del desierto. Él hacía las labores que mi abuelo ya no podía hacer o tal vez quería que él las hiciera. Macario era muy vivo, al despellejar a un conejo también lo acanalaba porque ahora así lo pedían los restauranteros de Polanco. Y los escamoles prácticamente se le aparecían por arte divino. No sólo sabía complacer a mi abuelo en el calor de la cocina, podía hacerlo por igual al calor del mezcal que intercambiaban entre la saliva a cada beso –acto bien observado por mí, desde una rendija del baño–. A su plena desnudez sobresalían sus penes humectados por el líquido que antecedería al semen; semilla de la humanidad contaminada por lo mortal. En una esquina estaba una botella de mezcal y en un cesto había limones partidos, un salero con sal, pero de gusano. A los ojos del niño que lo presenciaba no significaba mucho, pero más tarde desataría el destino que me pertenecía desde que nací; con energía volcánica se disparó en mí la lava de los apasionados romances, arrastrándome a la sed que el vino añejo del placer me había servido. Era la degustación, igual que cuando te dan a probar un chorrito para que decidas si te tomas una copa o la botella, y evidentemente elegí la botella.

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NOTAS *De acuerdo con una investigación realizada por la organización Transgender Europe (TGEU), llamada Trans Respect vs. Transphobia, entre el 1 de enero de 2008 y el 31 de diciembre de 2016 se han consumado 4 343 asesinatos relacionados con el odio hacia las personas trans alrededor del mundo. La región con mayores muertes registradas es América Latina con un conglomerado de 1 834 casos; de los cuales 938 fueron cometidos en Brasil, 290 en México, 115 en Colombia, 111 en Venezuela y 89 en Honduras. Estos países ocupan los primeros cinco lugares en la incidencia de este tipo de muertes a nivel región, pero Brasil y México ocupan los dos primeros lugares a nivel internacional, seguidos de Estados Unidos con 160 casos.

Ale Díaz

**Luis González de Alba (San Luis Potosí, 1944 – Guadalajara, 2016) fue un escritor abiertamente homosexual y líder del movimiento estudiantil de 1968. Al lado de la directora teatral Nancy Cárdenas y el escritor Carlos Monsiváis, en 1975 publicó el primer manifiesto mexicano en defensa de los homosexuales. Fue cofundador del periódico La Jornada y del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Cambió la vida nocturna de la Ciudad de México cuando en 1986 creó el bar El Taller, un lugar de encuentro para hombres homosexuales asentado en un sótano de la Av. Florencia de la Zona Rosa.

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SUEÑOS QUE NO PUDIERON SER Simón Malvaez

COORDINADOR EDITORIAL

Ricardo Vela

Ángel Conto

ARTISTAS Isaac Mondragón Santy Mito Sophia Tabarez Erik Meneses Pablo Reynoso Aguilar

DISEÑO EDITORIAL Abner Soto

Iván Barrera “El Aiban” Francisco Javier Ramírez Ulises López Olivares Ale Díaz

Agradecimientos especiales a Salvador Irys y Arturo Castelán por impulsar el arte y la cultura de la diversidad sexual en México; al jurado de este año, conformado por Alejandra Zermeño, Jorge Fichtl, Fabián Chairez y David Ledesma; al cuerpazo creativo del INJUVE CDMX, integrado por Eduardo Mondragón, David Olvera, Luis Sandoval y Fernando Vega; así como al Museo del Estanquillo, el Centro Cultural José Martí y el Museo Universitario del Chopo por abrirnos sus puertas.

Ciudad de México, junio de 2017.



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