el castillo ambulante

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—Sigue ahí —dijo—. Saltando detrás de nosotros. Ve más deprisa. —Pero eso estropeará todos mis cálculos —explicó Calcifer—. Tenía pensado dar la vuelta a las colinas y regresar a donde Michael nos ha dejado, justo a tiempo para recogerle esta misma noche. —Entonces ve el doble de rápido y da la vuelta a las colinas dos veces. ¡Lo que sea con tal de que dejes atrás a esa cosa horrible! —dijo Sophie. —¡Qué exagerada! —gruñó Calcifer. Pero Calcifer incrementó la velocidad del castillo. Sophie, por primera vez, lo sentía moverse sentada en la silla mientras se preguntaba si se estaría muriendo. No quería morirse todavía, no antes de hablar con Martha. A medida que transcurría el tiempo, todas las cosas del castillo empezaron a temblar con la velocidad. Las botellas tintinearon. La calavera daba golpecitos sobre la mesa. Sophie oyó cómo se caían cosas de la estantería del baño al agua de la bañera, donde seguía en remojo el traje azul y plateado de Howl. Empezó a sentirse un poco mejor. Se arrastró otra vez hacia la puerta y miró hacia fuera, con el cabello ondeando al viento. El campo pasaba como un relámpago a sus pies. Las colinas parecían estar girando lentamente mientras el castillo pasaba a toda velocidad por encima. El ruido estremecedor del castillo casi la dejó sorda, y el humo salía a chorros. Pero el espantapájaros ya no era más que una mota negra en la distancia. La siguiente vez que miró, había desaparecido completamente de su vista. —Bien. Entonces pararé durante la noche —dijo Calcifer—. Ha sido un esfuerzo terrible. El traqueteo se interrumpió. Las cosas dejaron de temblar. Calcifer se fue a dormir, como hacen los fuegos, escondiéndose entre los troncos hasta que se convierten en cilindros rosados cubiertos de ceniza blanquecina, con solo unos reflejos de verde y azul asomando por debajo. Sophie ya se sentía mucho mejor. Fue a pescar seis paquetes y una botella del agua pringosa de la bañera. Los paquetes estaban empapados. No se atrevió a dejarlos así, después de lo del día anterior, así que los colocó en el suelo y, con mucho cuidado, espolvoreó sobre ellos los POLVOS SECANTES. Se secaron casi instantáneamente. Aquello era prometedor. Sophie dejó correr el agua y lo probó con el traje de Howl. También se secó. Seguía manchado de verde y un poco más pequeño que antes, pero se sintió satisfecha al comprobar que al menos podía arreglar algo. Se sintió lo bastante bien para ocuparse de la cena. Amontonó todo lo que había en la mesa junto a la calavera y empezó a cortar cebollas. —Al menos tus ojos no lloran, amigo —le dijo a la calavera—. Puedes considerarte afortunado. La puerta se abrió de golpe. Sophie estuvo a punto de cortarse del susto, creyendo que era otra vez el espantapájaros. Pero se trataba de Michael. Entró lleno de júbilo. Soltó una hogaza de pan, un pastel de carne y una caja a rayas blancas y rosas encima de las 55


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