el castillo ambulante

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llamaban señora Bruja y Madame Hechicera en Kingsbury. El rumor había llegado también a la capital. Aunque los que se acercaban en Kingsbury iban mejor vestidos que los de Porthaven, nadie en ninguno de los dos sitios se atrevía a llamar a la puerta de una persona tan poderosa sin una excusa. Así que Sophie tenía que hacer constantemente pausas en su trabajo para asentir, sonreír y aceptar un regalo, o hacer que Michael preparara rápidamente un conjuro para alguien. Algunos de los regalos eran muy bonitos: cuadros, collares de conchas y delantales. Sophie usaba los delantales a diario y colgó las conchas y los cuadros en las paredes de su cubículo bajo las escaleras, que pronto empezó a parecerle realmente acogedor. Sophie sabía que lo echaría de menos cuando Howl la despidiera. Cada vez tenía más miedo de que lo hiciese. Sabía que no podría seguir ignorándola para siempre. Lo siguiente que limpió fue el cuarto de baño. Tardó varios días porque Howl pasaba muchísimo tiempo dentro todas las mañanas antes de salir. En cuanto se marchaba él, dejándolo lleno de vaho y conjuros perfumados, entraba Sophie. —¡Ahora veremos qué hay de ese contrato! —murmuró en el baño, pero su objetivo fundamental era, naturalmente, el estante de paquetes, tarros y tubos. Los cogió uno por uno, con el pretexto de limpiar la estantería, y pasó casi todo el día examinándolos cuidadosamente para ver si los que tenían el letrero PIEL, OJOS y PELO eran en realidad pedazos de las desventuradas jovencitas. Pero por lo que vio, no eran más que cremas, polvos y pintura. Si en otros tiempos fueron niñas, Howl habría usado el tubo PARA EL DETERIORO y las habría deteriorado de tal forma que era imposible reconocerlas. Sophie confiaba en que los paquetes solo contuvieran cosméticos. Colocó las cosas de nuevo en la estantería y siguió limpiando. Aquella noche, cuando se acomodó en la silla con dolores por todo el cuerpo, Calcifer se quejó de que por su culpa había secado uno de los manantiales de aguas termales. —¿Dónde están esas termas? —preguntó Sophie. En aquellos días sentía curiosidad por todo. —Bajo los pantanos de Porthaven —dijo Calcifer—, pero como sigas así, tendré que traer agua caliente del Páramo. ¿Cuándo vas a dejar de limpiar y a averiguar lo de mi contrato? —Todo a su tiempo —dijo Sophie—. ¿Cómo voy a sacarle a Howl lo del contrato si no para en casa? ¿Siempre sale tanto? —Solo cuando anda cortejando a alguna dama —dijo Calcifer. Cuando el baño quedó limpio y reluciente, Sophie fregó las escaleras y el rellano. Luego entró en el pequeño cuarto de Michael. El muchacho, que para entonces parecía haber aceptado resignadamente a Sophie como una especie de desastre natural, lanzó un grito de desesperación y subió corriendo las escaleras para rescatar sus posesiones más preciadas. Estaban en una caja vieja bajo su pequeño camastro taladrado por la carcoma. Cuando se llevaba la caja con actitud protectora, Sophie vislumbró un lazo azul con una rosa de azúcar, sobre lo que 38


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