Standdart #5

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Standdart Magazine N05 95

en un juego escolar, y él asentía con una media sonrisa, dejando ver la marca de su frente. Los hombres fervientemente practicantes del mundo árabe portan con orgullo una marca oscura en la frente, que indica que han golpeado el suelo con la cabeza, rezando, innumerables veces. Es una marca arrugada y amoratada, que en los más ancianos se va pareciendo a una verruga. Asim tenía una como esa y también la tenían Samir, el conserje, y los viejos carniceros del mercado del barrio medieval, en las callejuelas sin pavimento donde se mezclaban las jaulas de gallinas con las cabras y vacas esperando su ejecución. Las mujeres, casi siempre cubiertas, miraban con descaro cuando uno giraba la cabeza hacia otro sitio, pero ocultaban su rostro al ser descubiertas. Y los niños, de ojos enormes y brillantes, te seguían buscando algo dinero o una baratija. Durante días nos siguieron por los mercados, por las calles estrechas que subían a los minaretes, en la Ciudadela de Saladino, en la entrada a las fastuosas mezquitas de Muzattan y en las tiendas de Khan el Khalili bajo las falsas imitaciones del Libro de los Muertos. Cuando no eran los niños de ojos expectantes eran los grupos de colegiales, las familias, la vida cotidiana pasándonos de largo entre las maravillas, y nosotros buscándonos, buscando, perdidos, en la sucesión continua de atardeceres esplendorosos y lentos amaneceres con la primera llamada al rezo desde los cientos de minaretes que pueblan la ciudad. Nos encontramos brevemente, nos volvimos a perder. Pasamos noches paseando a lo largo del Nilo, tomando el té en el Shepherd’s, donde más de cien años atrás Aleister Crowley escribiera el escalofriante “Liber Al”, un tratado

de magia supuestamente dictado por una deidad egipcia llamada Aiwass. Por las mañanas, escapando de los cazadores de turistas, buscábamos rincones nuevos, y siempre nos sorprendíamos. Resucitamos un poquito para morir, cada día, en la humilde experiencia que es la visión de la grandeza. Volvimos a Giza, de noche, bajo el manto de Orión y la mirada febril de las hienas del desierto. Caminamos, avergonzados de nuestra propia intromisión, por la Ciudad de los Muertos y volvimos a verlos, a los niños, a las mujeres esquivas, a los hombres cansados con la marca de su fervor en la frente, poblando los mausoleos y las tumbas que habían convertido en sus hogares. Nos marchamos una mañana temprano, rumbo a otras ciudades donde descubrimos y aprendimos mucho más sobre el infinito ciclo de la vida y la muerte. Pero el Cairo fue el comienzo de todo. Aún seguimos ahí. Yo, aún, aún sigo ahí. Dicen que un viaje es un paréntesis de la realidad, donde el viajero hace un alto en el verdadero camino de su vida para escapar temporalmente de todo lo que le ata a su existencia. En realidad, es al revés: la fabricación de lo cotidiano es tan irreal como los sueños, y es cuando se viaja fuera del tiempo y el contexto de este sueño, a una tierra lejana donde el ser se desmarca de la falsa normalidad que se ha fabricado toda la vida, que uno se enfrenta con su verdadera realidad, con su “yo” desnudo y descarnado, con su destino. Uno viaja a menudo sin saber esto, y a menudo vuelve con la verdad en las manos, palpitándole y llenándole de temor. Todos los viajes son una consecuencia de un camino previamente andado, pero es el viaje lo que da sentido a la vida previamente vivida. Todo lo que hay antes y después sólo vive en la imaginación. •

Resucitamos un poco para morir en la humilde experiencia de la visión de la grandeza Uno viaja a menudo sin saber que se enfrenta con su verdadera realidad, con su destino


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