El psicoanalista

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John Katzenbach

El psicoanalista

– De acuerdo. En principio, al parecer nadie intentaba acabar con él. Pero y ¿un socio? ¿Una antigua amante? ¿Un marido cornudo? Usted cree que alguien pudo empujarle a la vía del tren. Pero ¿por qué? ¿Por simple diversión? ¿Alguna otra razón misteriosa? Ricky vaciló. Era su oportunidad de contar a la policía lo de la carta, la visita de Virgil, el juego en que se le exigía participar. Lo único que tenía que hacer era decir que se había cometido un crimen y que Zimmerman era una víctima de un acto que no tenía nada que ver con él salvo su muerte. Empezó a abrir la boca para revelar todos estos detalles, para dejarlos fluir con libertad, pero lo que vio fue una detective aburrida y cansada que deseaba acabar una jornada absolutamente desagradable con un formulario mecanografiado que no disponía de ninguna casilla para la información que iba a proporcionarle. En ese instante decidió abstenerse. Era su personalidad de psicoanalista, que no le dejaba compartir especulaciones u opiniones con facilidad. – Quizá –dijo–. ¿Qué sabe de esa otra mujer, la que dio diez dólares a Lu Anne? Riggins arrugó el entrecejo al parecer confusa. – ¿Qué pasa con ella? – ¿No le resulta sospechoso su comportamiento? ¿No parece que haya puesto palabras en la boca de Lu Anne? – No lo sé –contestó la detective encogiéndose de hombros–. Una mujer y un hombre ven que uno de los ciudadanos menos afortunados de nuestra gran ciudad podría ser un testigo importante de un hecho y se aseguran de que el pobre testigo reciba alguna compensación por ofrecer su ayuda a la policía. Sería más civismo que algo sospechoso, porque Lu Anne se ha presentado y nos ha ayudado gracias, por lo menos en parte, a la intervención de esa pareja. – ¿Ha averiguado quiénes eran? –quiso saber Ricky tras dudar un momento. – Lo siento. –La mujer movió la cabeza–. Llevaron a Lu Anne a uno de los primeros policías en llegar al andén y se marcharon después de informarle de que ellos no habían visto qué había pasado exactamente. Y no, no tengo el nombre de ninguno de los dos porque no eran testigos. ¿Por qué lo pregunta? Ricky no sabía si quería contestar esa pregunta. En parte, pensaba que debería contarlo todo, pero ignoraba lo peligroso que eso podía ser. Intentaba calcular, adivinar, valorar y examinar, pero de repente le pareció como si todos los acontecimientos que lo rodeaban fueran borrosos e indescifrables, confusos y escurridizos. Sacudió la cabeza, como si así pudiera lograr que sus emociones adquirieran alguna definición. – Dudo mucho que el señor Zimmerman quisiera suicidarse. Su estado no parecía tan grave – aseguró Ricky–. Anote eso, detective, y póngalo en su informe. Riggins se encogió de hombros y sonrió con una fatiga mal disimulada y teñida de sarcasmo. – Lo haré, doctor. Su opinión, en la medida de lo que vale, está anotada para que conste. – ¿Hubo algún otro testigo? ¿Alguien que quizá viera a Zimmerman separarse de la multitud en el andén? ¿Alguien que lo viera moverse sin ser empujado? – Sólo Lu Anne, doctor. Los demás sólo vieron parte del hecho. Nadie vio que no lo empujaran. Dos chicos vieron que estaba solo, separado del resto de la gente que esperaba el metro. El perfil de los hechos, por cierto, es bastante habitual en este tipo de casos. La gente suele tener la mirada fija en el túnel por donde llegará el tren. Es típico que quienes se lanzan a la vía se sitúen detrás de la gente, no delante. Quieren acabar con su vida por los motivos que sea, no dar un espectáculo a la multitud del andén. Así que noventa y nueve de cada cien veces, se separan de la gente, hacia atrás. Tal como el señor Zimmerman hizo. –La detective sonrió y prosiguió–: Apuesto lo que quiera a que encontraré una nota entre sus pertenencias, en alguna parte. O puede que usted reciba una carta por correo esta semana. Si es así, mándeme una copia para mi informe. Claro que, como se va de vacaciones, a lo mejor no la recibe hasta su regreso. Aun así, resultaría útil. Ricky quería replicar, pero contuvo el enojo que sentía. – ¿Podría darme su tarjeta, detective? Por si necesitara ponerme en contacto con usted –pidió con frialdad. – Por supuesto. Llámeme cuando quiera –contestó con un tono despectivo que daba a entender justo lo contrario. Le entregó una tarjeta con una leve floritura. Ricky se la guardó en el bolsillo sin mirada y se levantó para marcharse. Cruzó deprisa la oficina y no miró atrás hasta cruzar la puerta. Entonces vio a la detective Riggins encorvada sobre una máquina de escribir anticuada, empezando su informe sobre la muerte al parecer intrascendente de Roger Zimmerman.

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