El psicoanalista

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John Katzenbach

El psicoanalista

que parecía dársele bien, lo que le llevó a pensar que llenar los estantes de artículos no era del todo distinto a lo que había hecho con sus pacientes. Ellos también necesitaban que les rellenaran y repusieran los estantes. Un paso más importante se produjo a mediados de octubre, cuando vio un anuncio de un trabajo a tiempo parcial como ayudante de mantenimiento en la universidad. Dejó el empleo de cajero en el Dairy Mart y empezó a barrer y fregar en los laboratorios de ciencias cuatro horas al día. Se dedicaba a esta tarea con tal determinación que impresionó a su supervisor. Pero lo más importante era que le proporcionaba un uniforme, una taquilla donde podía cambiarse de ropa y una tarjeta de identificación de la universidad que, a su vez, le daba acceso al sistema informático. Valiéndose de la biblioteca local y los teclados de los ordenadores, Ricky emprendió la tarea de crearse un mundo nuevo. Se proporcionó un nombre electrónico: Ulises. Eso dio origen a una dirección electrónica y al acceso a todo lo que Internet ofrecía. Abrió varias cuentas domiciliándolas en el apartado de correos de Mailboxes Etc. Después, dio otro paso para crear una persona totalmente nueva. Alguien que no había existido nunca pero que tenía un lugar en este mundo en forma de una pequeña historia crediticia, licencias y la clase de pasado que puede documentarse con facilidad. Parte de ello era sencillo, como obtener una identificación falsa con otro nombre. Le maravillaron de nuevo los cientos de empresas que ofrecían en Internet identidades falsas «a efectos de ocio solamente». Empezó a pedir identificaciones de universidades y carnés de conducir falsos. También pudo conseguir un título de la Universidad de Iowa, promoción de 1970, y un certificado de nacimiento de un hospital inexistente de Des Moines. Asimismo, se incorporó a la lista de alumnos de un desaparecido instituto católico de esa ciudad. Se inventó un número ficticio de la Seguridad Social. Provisto de este material nuevo, fue a un banco distinto al que poseía la cuenta de Richard Lively y abrió otra a otro nombre, que eligió significativamente: Frederick Lazarus. Su nombre de pila asociado al de Lázaro, el hombre que se levantó de entre los muertos. Fue con el personaje de Frederick Lazarus con el que Ricky empezó su búsqueda. La idea era muy sencilla: Richard Lively sería real y llevaría una existencia segura y sin riesgos; estaría en casa. Frederick Lazarus sería ficticio. Y no existiría relación entre los dos personajes. Uno sería un hombre que respiraría el anonimato de la normalidad. El otro sería una vez creación y, si alguna vez llegaba alguien preguntando por Frederick Lazarus descubriría que no poseía nada más que números falsos y una identidad imaginaria. Podría ser un hombre arriesgado. Pero sería una ficción concebida con un único objeto: descubrir al hombre que había arruinado la vida de Ricky y pagarle con la misma moneda.

24 Ricky dejó que las semanas se convirtieran en meses, dejó que el invierno de Nueva Hampshire lo envolviera y lo ocultase de todo lo que había sucedido. Dejó que su vida como Richard Lively fuera creciendo a diario, al tiempo que seguía añadiendo detalles a su personaje secundario, Frederick Lazarus. Richard Lively iba a partidos de baloncesto de la universidad cuando tenía una noche libre, hacía de vez en cuando de niñera para sus caseras, que habían depositado pronto su confianza en él, tenía un índice de asistencia ejemplar al trabajo y se había ganado el respeto de sus compañeros en la tienda de comestibles y el departamento de mantenimiento de la universidad al adoptar una personalidad simpática, bromista, casi despreocupada, que parecía no tomarse nada demasiado en serio salvo el trabajo diligente y duro. Cuando le preguntaban por su pasado, inventaba una historia, nada demasiado estrafalario que no pudiera creerse, o evitaba la pregunta con otra. Ricky, el antiguo psicoanalista, descubrió que era un experto en crear situaciones en que la gente solía pensar que había estado hablando de sí mismo cuando en realidad estaba hablando de su interlocutor. Le sorprendió lo fácil que le resultaba mentir. Al principio trabajó una temporada como voluntario en un albergue y, después, convirtió eso en otro trabajo. Dos veces a la semana atendía como voluntario la línea local del Teléfono de la Esperanza, en el turno de diez de la noche a dos de la madrugada, con mucho el más interesante. Se pasó más de una noche hablando en voz baja con estudiantes amenazados por varios grados de estrés y curiosamente, esa conexión con individuos anónimos pero atribulados le daba energía. Pensaba que era una buena forma de mantener afinadas sus aptitudes de analista. Cuando colgaba el teléfono tras haber convencido a algún chico de que no se precipitara, sino que fuera a la clínica de la universidad a buscar ayuda, pensaba que en cierto sentido estaba haciendo penitencia por su falta de atención veinte años antes, cuando Claire Tyson había ido a su consulta en aquella clínica con problemas que él no había sabido escuchar y en un peligro que no había sabido ver.

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