Madame Bovary (Gustave Flaubert)

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M ada me Bovary

EDITOR IA L DIG I TA L - I M PRE NTA NA C IONA L c o s t a r ic a

para hacer venir la fe; pero ningún deleite bajaba de los cielos, y se levantaba con los miembros cansados, con el vago sentimiento de un inmenso engaño. Esta búsqueda, pensaba ella, no era sino un mérito más; y en el orgullo de su devoción, Emma se comparaba a esas grandes señoras de antaño, cuya gloria había soñado en un retrato de la Vallière163, y que, arrastrando con tanta majestad la recargada cola de sus largos vestidos, se retiraban a las soledades para derramar a los pies de Cristo todas las lágrimas de su corazón herido por la existencia. Entonces, se entregó a caridades excesivas. Cosía trajes para los pobres; enviaba leña a las mujeres de parto; y Charles, un día al volver a casa, encontró en la cocina a tres golfillos sentados a la mesa tomándose una sopa. Mandó que le trajeran a casa a su hijita, a la que su marido, durante su enfermedad, había enviado de nuevo a casa de la nodriza. Quiso enseñarle a leer; por más que Berthe lloraba, ella no se irritaba. Había adoptado una actitud de resignación, una indulgencia universal. Su lenguaje, a propósito de todo, estaba lleno de expresiones ideales. Le decía a su niña: -¿Se te ha pasado el cólico, ángel mío? La señora Bovary madre no encontraba nada que censurar, salvo quizás aquella manía de calcetar prendas para los huérfanos en vez de remendar sus trapos. Pero abrumada por las querellas domésticas, la buena mujer se encontraba a gusto en aquella casa tranquila, e incluso se quedó allí hasta después de Pascua, a fin de evitar los sarcasmos de Bovary padre, que no dejaba nunca de encargar un embutido el día de Viernes Santo. Además de la compañía de su suegra, que la fortalecía un poco por su rectitud de juicio y sus maneras graves, Emma tenía casi todos los días otras compañías. Eran la señora Langlois, la señora Caron, la señora Dubreuil, la señora Tuvache y, regularmente, de dos a cinco, a la excelente señora Homais, que nunca había querido creer en ninguno de los chismes que contaban de su vecina. También iban a verla los pequeños Homais; los acompañaba Justin. Subía con ellos a la habitación y permanecía de pie cerca de la puerta, inmóvil, sin hablar. A menudo, incluso, Madame Bovary, sin preocuparse de su presencia, empezaba a arreglarse. Comenzaba por quitarse su peineta sacudiendo la cabeza con un movimiento brusco; cuando Justin vio por primera vez aquella cabellera suelta, que le llegaba hasta las corvas, desplegando sus negros rizos, fue para él, pobre infeliz, como la entrada súbita en algo extraordinario y nuevo cuyo esplendor le asustó. Emma, sin duda, no se daba cuenta de aquellas complacencias silenciosas ni de sus timideces. No sospechaba que el amor, desaparecido de su vida, palpitaba allí, cerca de ella, bajo aquella camisa de tela burda, en aquel corazón de adolescente abierto a las emanaciones de su belleza. Por lo demás, ahora rodeaba todo de tal indiferencia, tenía palabras tan afectuosas y miradas tan altivas, modales tan diversos, que ya no se distinguía el egoísmo de la caridad, ni la corrupción de la virtud. Una tarde, por ejemplo, se irritó con su criada, que deseaba salir y balbuceaba buscando un pretexto:

163 Duquesa de La Vallière (1644 - 1710), amante de Luis XIV de Francia.

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