Wynne jones diana howl 1 el castillo ambulante

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El Castillo Ambulante – Diana Wynne Jones —Es solo una rabieta —dijo Sophie. Martha y Lettie también eran unas expertas en berrinches. Sabía cómo lidiar con ellos. Por otra parte, darle un cachete a un mago que se había puesto histérico por su pelo también tenía sus riesgos. De todas formas, Sophie sabía por experiencia que las pataletas casi nunca se producen por la razón que aparentan. Obligó a Calcifer a moverse para colocar un cazo de leche entre los troncos. Cuando estuvo caliente, le puso un tazón a Howl entre las manos—. Bébetelo —le dijo—. ¿A qué ha venido todo ese escándalo? ¿Es esa jovencita a la que visitas tanto? Howl dio un sorbito desconsolado. —Sí —dijo—. Dejé de visitarla unos días para ver si eso la hacía recordarme con cariño, pero no ha sido así. No estaba segura, ni siquiera la última vez que la vi. Y ahora me dice que hay otro hombre. Sonaba tan apesadumbrado que Sophie sintió lástima. Ahora que se había secado el pelo, descubrió con una punzada de culpabilidad que era verdad que estaba casi rosa. —Es la chica más hermosa que he visto nunca por aquí —continuó Howl lastimeramente—. La adoro, pero ella se burla de mi honda devoción y se preocupa por otro. ¿Cómo es posible que le guste otro tipo después de toda la atención que le he prestado? Normalmente se deshacen de los demás en cuanto aparezco yo. La lástima de Sophie disminuyó rápidamente. Se le ocurrió que si Howl era capaz de cubrirse de fango verde con tanta facilidad, le resultaría igual de sencillo ponerse el pelo del color adecuado. —¿Entonces por qué no le das una poción amorosa y terminas de una vez? —le preguntó. —Ah, no —respondió Howl—. Así no se juega. Eso estropearía toda la diversión. La tristeza de Sophie volvió a disminuir. ¿Así que era un juego? —¿Es que nunca piensas un poco en la pobre muchacha? —replicó. Howl se terminó la leche y miró al fondo del tazón con una sonrisa sentimental. —Pienso en ella todo el tiempo —dijo—. Mi hermosa, hermosísima Lettie Hatter. Toda la lástima de Sophie desapareció de golpe. Y fue sustituida por una gran ansiedad. «¡Ay, Martha!», pensó. «¡Mira que has estado ocupada! ¡Así que no te referías a ninguno de los aprendices de Cesari!».

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