Wynne jones diana howl 1 el castillo ambulante

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El Castillo Ambulante – Diana Wynne Jones había cogido la que convertía a su portador en el hombre barbudo. Y entonces supo por qué se había reído tanto Calcifer cuando ella se puso la otra. Michael era un caballo. Pero no había tiempo para risas. Sophie abrió la puerta y salió a la calle, seguida por el perro-hombre, que, sorprendentemente, parecía muy tranquilo pese a todo. Michael trotó tras ella con un repiqueteo de cascos inexistentes, dejando a Calcifer ardiendo entre el blanco y el azul a su espalda. La calle estaba llena de gente que miraba hacia arriba. Nadie tuvo tiempo de fijarse en un caballo que salía de una casa. Sophie y Michael también miraron y descubrieron una inmensa nube que ardía y se retorcía justo sobre los tejados. Era negra y giraba sobre sí misma violentamente. A través de su negrura brillaban relámpagos blancos que no eran realmente de luz. Pero casi en cuanto llegaron Michael y Sophie, el nudo de magia tomó la forma de una masa borrosa de serpientes enzarzadas en una lucha. Luego se separó en dos con un ruido parecido al de una enorme pelea entre gatos. Una parte se alejó maullando por los tejados hacia el mar y la segunda la persiguió gritando. Algunos espectadores se retiraron al interior de sus casas. Sophie y Michael se unieron al grupo de los más valientes que se dirigían cuesta abajo hacia el puerto. La gente se arremolinaba a lo largo de la curva del malecón, para verlo mejor. Sophie se acercó cojeando para colocarse allí también, pero no le hizo falta pasar de la caseta del contramaestre del puerto. Se veían dos nubes suspendidas en el aire, mar adentro, al otro lado del malecón; eran las únicas dos nubes en el tranquilo cielo azul. Se las distinguía muy bien. También se veía perfectamente la mancha negra de la tormenta que sacudía el mar bajo las nubes, levantando enormes olas con crestas blancas. Un barco desafortunado estaba atrapado en la tempestad. Sus mástiles se sacudían de un lado a otro mientras enormes chorros de agua se estrellaban contra sus costados. La tripulación luchaba desesperadamente por arriar las velas, pero al menos una se había desgarrado y volaba al viento hecha jirones. —¡Es que no les importa lo que le pase al barco! —exclamó alguien indignado. En ese momento el viento y las olas de la tormenta alcanzaron el malecón. El agua espumosa saltó por encima y los valientes espectadores volvieron corriendo hacia el puerto, donde los barcos allí atracados rozaban unos con otro y se balanceaban contra sus amarres. En medio de todo aquello, se oyeron unas voces cantarinas que gritaban. Sophie asomó la cabeza por el otro lado de la caseta en dirección a las voces y descubrió que la tormenta de magia no solo había perturbado al mar y al barco: un grupo de señoras mojadas y de aspecto resbaladizo con melenas de pelo verdoso se arrastraba por el muro del malecón, gritando y echándole los brazos largos y húmedos a otras señoras que oscilaban entre las olas. Todas tenían una cola de pescado en lugar de piernas. —¡Madre mía! —se asombró Sophie—. ¡Las sirenas de la maldición! Aquello significaba que solo faltaban dos cosas imposibles por cumplirse. Levantó la vista a las dos nubes. Howl estaba de rodillas sobre la nube de la derecha, que era mucho más grande y estaba más cerca de lo parecía. Seguía vestido de negro. Y, como era propio de él, estaba mirando por encima del hombro a las

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