Bogo-Tales

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Este libro es una recopilación de 8 cuentos que suceden en Bogotá, cada cuento ha sido escrito por diferentes autores con un punto geográfico en común, Bogotá.

Varios autores Bogo-Tales

Bogo-Tales

Este libro es una recopilación de 8 cuentos que suceden en Bogotá, cada cuento ha sido escrito por diferentes autores con un punto geográfico en común, Bogotá.

V & M

bogo-tales

V & M Grupo editorial

Primera edición: marzo 2021

©2021, de los poemas, sus autores ©2021, V & M Grupo editorial Bogotá, Colombia.

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Impreso en Colombia

ISBN: V & M Grupo editorial

Bogo-tales

Valentina Rincón y Mabel Rojas

Presentación

En esta recopilación de cuentos, más que un recorrido preciso por Bogotá, queríamos plantear diferentes sucesos que nos ocurren en esta ajetreada ciudad, sucesos que pueden pasar en cualquier lugar de Bogotá y no en uno específico. Estos pequeños cuentos reflejan no solo los pasos por la ciudad sino también lo que vivimos en ella. Es un recorrido por las mentes de los citadinos, las cuales son más ruidosas y caóticas que la misma ciudad, pero que logran mantenerse en silencio por largo tiempo.

Lo que se piensa pero no se dice en voz alta por temor a que la ciudad se lo trague o aquello que no se puede articular por medio de las palabras aquí ha encontrado su camino. Bienvenido a Bogo-tales.

Valentina
57 El cuarto Mabel Rojas La romana a las tres 13 Alejandro Riaño La fábula de la carreta y la tumba 21 Alfonso Garcia 27 El instante Camila Cepeda 37 Tú Mabel Rojas 43 Soliloquio nocturno de un recuerdo bogotano Valentina Rincón 49 La sangre y la pluma Alfonso Garcia 53 Atenea Santiago Trujillo

Lo indecible me será dado solamente a través del lenguaje -Clarice Lispector-

La Romana a las tres Alejandro Riaño

Yaunque es infinitamente bello y embriagante, es demasiado empalagoso para vivirlo constantemente. Y no me malentiendan, no es de ninguna manera desagradable, pero sí infinitamente perjudicial en su exceso. Gestos tan indescriptibles como aquel, que en un fondo son, por mucho, más únicos que algunos individuos, son los que me mantienen cerca de esto tan bello, sin dejar de recordarme que debo mantener mi distancia. Con estos asuntos lo mejor es ser precavido, ya que lo más seguro es que pueda ser dañino para el alma. Y es que este algo, esta cosa, que es tan enigmática e incomprensible, es algo, en esencia, muy simple, pues no es algo que la mente pueda entender. Estos no son asuntos de la razón, sino del sentimiento más puro, que en sí, no es para nada puro (claro). Pero también existe la posibilidad, aunque remota,

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de llevar a cabo esta hazaña adecuadamente: que es, en algunos casos, el remedio de la melancolía. Y no la melancolía vana que se adquiere en cierto punto de la vida, sino aquella con la que un ser humano nace. A fin de cuentas el humano es una criatura social. O ¿qué sería una persona sin otra, sin ninguna otra? No sería.

Todo esto pasaba por la cabeza de Andrés, quien veía a las palomas despreocupadas que caminaban por Bogotá, mendigando migajas, y se preguntaba por qué la gente no se iba a sus casas. Era sábado y la ciudad, como era usual, estaba a tope. Andrés observaba la vanidad y la farsa de la gente, su yo exterior, el que ellos mismos creen que son ellos, la imagen que valoran como suya de sí mismos. Ese yo al que desde pequeños aprendieron a reconocer y a valorar como suyo, pero que en realidad, ¿era su-yo? Pues le resultaba incompatible que ese yo

verdadero naciera a partir del yo que las personas siempre se preocupan por mostrarle a los demás. Andrés nunca había, por ponerlo en palabras, encajado. Y no porque la gente lo rechazara o no lo quisiera, sino porque nunca se había sentido como uno de ellos. Sí. Ellos. Así era Andrés.

Mientras bebía su tinto descubrió a una mesera que lo miraba fijamente. Le sonreía. Ante este gesto, Andrés no supo qué hacer y derramó el tinto (tres de azúcar, naturalmente) sobre su camiseta polo, que había conseguido aquella vez en su viaje por Europa hacía ya varios años —¡Qué trabajo le había tomado comprar esa camiseta! Era su primera posesión comprada por y para él—.

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En seguida, la muchacha se acercó a ayudarlo, mientras éste, apenado y rojísimo, intentaba huir de la escena. Decidió saludarla y hasta le preguntó su nombre. Sara, la muchacha que trabajaba en aquella cafetería, La Romana de la avenida Jiménez, lo ayudaba, genuinamente, como un acto de amabilidad. Andrés bruscamente le preguntó por su número. De la nada, sin pensarlo, se había atrevido, y se encontró en ese punto en donde lo esperaba un sentimiento intenso, desconocido, lo que lo hacía aún más intenso. A ella le había parecido tierno y en seguida guardo su contacto en el celular de Andrés. Se tuvo que apresurar ya que estaba trabajando. Le dio a Andrés otro café —gratis— y le pidió que la llamara. Andrés de nuevo se pregunto acerca de la naturaleza del ser humano.

«De pronto me equivoco. Sí, así debe ser. Al gesto lo trasciende el acto genuino. No es empalagoso, es único. Bien podré ser precavido, pero por más precavido que sea no podría estar listo jamás para algo como eso. Espontáneo, genuino. Es simple y de las pocas cosas puras que vivimos en este mundo ajetreado. Todos necesitamos un poco más de eso. O ¿qué sería una persona sin otra, ninguna otra? No sería.»

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Fábula de la carreta y la tumba Alfonso Garcia

Hay

un viejo cancionero español que se escribió en Bogotá y tiene dos historias que presentan una sabiduría ambigua y colonial. La primera trata de un viejo vagabundo que arrastraba por la ciudad una vieja carreta, la ponía sobre sus hombros huesudos e inflamados y la movía por todas las calles. En ella llevaba a su mejor amigo, su única compañía y consejero espiritual, un perro viejo y octogenario. Durante uno de sus trayectos, una joven en último semestre de antropología le preguntó con mucha decencia.

—Disculpa, podría preguntarte por qué llevas en esa carreta tan pesada y tortuosa a un perro viejo y octogenario.

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El vagabundo se vio obligado a parar y con velocidad filosófica le respondió.

—¿Acaso no es por la misma razón que me preguntas?

La otra leyenda injustamente olvidada es la vieja historia del bebé y la tumba. Es muy conocido por conductores y transeúntes ver en la avenida central del Este una pequeña tumba que marca el mismo año de nacimiento y de muerte. Se dice que antes de parir, el niño vio su futuro y triste se preparó para la noticia, la fiesta inmunda de la vida se detuvo cuando el niño con elocuencia y poder les dijo.

—Si no les molesta mucho, me voy a morir.

Los médicos y la madre no lo refutaron y le permitieron fallecer, eso dice la gente que pasa por la pequeña tumba que nadie sabe cómo el pequeño bebé, elocuente y sincero, terminó al lado de camiones y rateros.

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El instante Camila Cepeda

Él

era Bogotá: un laberinto incongruente de secretos, dolor y amor. Recuerdo tropezar con él en varias ocasiones, pero nunca pude ver su rostro. Solo soñaba con conocerlo, porque de decir alguna palabra, así fuera un suspiro, era imposible. Él era más grande que eso, yo era un simple rostro en aquellos que veía constantemente e interrogaba, tal vez buscándome… Pero soñaba con él, era un amor violento, como solo esta ciudad podía enseñarme: agachaba mi cabeza para que no me notara, mas mis ojos sedientos de esa quimera hubieran podido delatarme en un abrir y cerrar de ojos.

¿Dónde lo vi por primera vez? Una biblioteca pequeña, no como las que hay hoy en día: éramos una reducida familia. No obstante, cuando llegó por primera vez, solo le vi la espalda y escuché fragmentos cortos de su conversación con la bibliotecaria joven,

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de mirada perdida en un sueño de grandeza. “Gaitán Duran”. “El instante”. Mi corazón sufrió la paranoia de aquel a quien le han descubierto las manos destilando la sangre de algún cadáver cercano y le disparan en el acto. ¿Quién era él?, ¿Qué podía interesarle de ese poema que era la definición misma de un deseo? Quedé prendada a él sin quererlo. Pero él desentonaba en el cálido ambiente en el que vivíamos, ese mundo tan íntimo… Seguían mis oídos atentos. “Lo siento, la chica ya ha tomado el libro donde está el poema que buscas, pero si le interesa puede buscar otro similar mientras tanto”, “No gracias, dejaré que ella disfrute de una buena lectura y yo me iré por mi camino”. ¿Por qué habría de preocuparse por mí? Era su cómplice, ambos sabíamos el misterio que contenía ese libro. Salí ese día con las ganas de conocer a ese hombre, poder reírnos al respecto, dialogar

y sobre todo amar, sentía la necesidad de amarlo sin saber quién era.

Sin querer nos encontrábamos los mismos días y siempre alguno de los dos ocupaba el libro de poemas de Jorge Gaitán Durán, a veces incluso nos dejábamos algo escrito entre páginas, pues de todos los libros que había esa edición, ya malgastada y a un hilo de desbordarse, nadie se fijaría en él. Al principio eran tímidos acercamientos sobre la imposibilidad de transitar en una calle de Bogotá, buscando respuestas a la vida sin tropezar y perderse en las multitudes que la habitaban. Para él la única forma de guiarse era mirando las montañas así sabía que el oriente lo acompañaba, aun sin jamás pasar por allí. Pero yo hablaba de direcciones, localidades y barrios. Probablemente ambos llegaríamos al mismo destino; pero así como las líneas paralelas no

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se cruzan, solo podríamos caminar confiados de estar inseguros de la identidad de nuestro respectivo destinario, el fin no era llegar a esa dirección, era encontrarnos y así develar todos nuestros secretos. Yo insistía en que para ello alguien debía correr las cortinas y hacer una pequeña señal de reconocimiento; sin embargo él me confundía, era la sensación de estar perdida en una plazoleta en día de mercar: así supiera cuál era mi objetivo, me guiaban de un lado al otro sus excusas y formas de escaparse y en un acto de frustración terminaba por abandonar nuestras intermitentes correspondencias por dos días. Al final comprendía la razón de sus esquivas respuestas: conocernos era acabar con la magia, era bajarnos del pedestal y descubrirnos como seres humanos, imperfectos y bellos. Yo vería el gris que escurría de los edificios antes jóvenes y él la sangre derramada en el piso por alguna cuchillada certera.

Éramos desconocidos que se traslucían tan fácil el uno al otro, no había necesidad de pensar en lo que pasaría después. Estábamos unidos por cada trazo en los mohosos papeles de un poeta colombiano que había muerto en el aire, debí suponer que no todos los vuelos aterrizan… Yo pensaba en él cada día mientras tomaba el bus que me llevaba a mi casa, en cada puesto de empanada, grafiti con el nombre de algún artista que no puede ser leído, una construcción dejada a medias, Ricaurte, el parque de la 93, las vías del ferrocarril: todo estaba contenido en él y al mismo tiempo nada satisfacía su recuerdo. Enamorarse de una sombra resulta menos doloroso porque al menos esta aparece cuando las chispas se esparcen y nos volvemos indivisibles sin poder tocarnos.

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Jamás llegaría a conocerlo, pero dibujaba miles de posibles rostros en cada calle agrietada, en los corches parqueados de forma desordenada y las palomas ansiosas de comer en la Plaza de Bolívar, pero, ¿cómo podía amar a un desconocido? Porque él lo era todo y al mismo se escapaba de mí, era una persecución constante.

Un día dejó de venir: “Recuérdame por ser una ciudad fantasma que se mueve con las corrientes del pensamiento de cada uno de sus habitantes, y cuando veas que se esculpen sonrisas y lágrimas, no olvides que siempre tendrás a las montañas para guiarte, fuiste la mejor ilusión física que pude tener” Fue su último mensaje, lo seguí esperando día a día, escribiendo, tachando, repasando lo escrito, mas nunca obtuve respuesta.

¿Si había llegado a amarme? No lo sé, mucho menos nuestra pequeña comunidad, completamente ignorante de nuestros encuentros, pero con él aprendí a ver más allá de los muros, edificios y casas que me rodean: era capaz de soñar en aquellos imposibles, cazar ideas y sobre todo de aprender: el dolor no lo genera la ausencia física, sino la invisible ligadura de las emociones humanas.

Él no era la Bogotá física que día a día me tragaba el alma, era la que debía haber sido y que en un instante, oculto para los escépticos, había de comerse el mundo entero.

palomas ansiosas de comer en la Plaza de Bolívar, pero, ¿cómo podía amar a un desconocido? Porque él lo

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era todo y al mismo se escapaba de mí, era una persecución constante.

Un día dejó de venir: “Recuérdame por ser una ciudad fantasma que se mueve con las corrientes del pensamiento de cada uno de sus habitantes, y cuando veas que se esculpen sonrisas y lágrimas, no olvides que siempre tendrás a las montañas para guiarte, fuiste la mejor ilusión física que pude tener” Fue su último mensaje, lo seguí esperando día a día, escribiendo, tachando, repasando lo escrito, mas nunca obtuve respuesta.

Tú Mabel Rojas

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Tevi en plena hora pico justo en la estación donde el último abrazó sucedió, te seguí y de repente me vi inmersa en el tumulto usual, no pude seguir tu ritmo y la multitud me ahogo. Deje pasar mi ruta y me subí en la equivocada aun así estaba ahí pero te vi bajarte en la siguiente estación y de nuevo te perdí. Al siguiente día te vi de espaldas en la fila de la cafetería, decidí por primera vez en el mes no mar café y me asuste porque de repente estabas por toda la ciudad, ya no sabía si te seguía o si solo era la coincidencia de la ciudad. Empecé a verte cada vez más cerca y decidí aislarme de la ciudad, aun así te seguía viendo.

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No podía vivir con la incertidumbre de esta aterradora coincidencia, salí de nuevo para enfrentarte y de nuevo tú en el bus, tú en el paradero, tú en el parque y tú bajándote del taxi que estaba a punto de tomar.

Ya no sólo me impresionaba tu constante presencia sino también tu indiferencia, ni un saludo, jamás una mirada, una sonrisa, de repente era increíble e improbable el que yo estaba ahí cada semana siendo invisible para ti. Estaba a punto de llorar cuando recordé que media ciudad se parece a ti, sonríe y alce mi mirada para está vez encontrarme contigo, por desagracia me di cuenta que prefería a tus sombras que desbordaban la ciudad a encontrarme directo contigo.

De nuevo, deje mi ruta para también dejar de verte en cualquiera que tuviera tu estúpido peinado.

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Soliloquio nocturno de un recuerdo bogotano Valentina Rincón

Sus ojos. Su sonrisa. Sus palabras. Su incondicional apoyo. Sus rabias. Y lo que más amé: sus brazos. Ese era mi hogar.

¿Cómo olvidar la calidez de su corazón, de sus mejillas junto a las mías? ¿Cómo olvidar aquel último día de clases, cuando por fin nos dijimos lo tan oculto? Ese día. Ese maldito día. Sé bien que también lo recuerda.

Me tomó de los brazos de cualquier otro hombre para que estuviera en los suyos. Después de tanto tiempo… ¡Con la dificultad que tenemos ambos para decir esas palabras! Me abrazó tiernamente, sin mayor esfuerzo y ahí nos quedamos por un largo tiempo —un instante, ahora que lo recuerdo, que se sintió infinito— Acercó sus labios a mi oído y me sonrojé. Mientras me

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abrazaba, me tomó de las manos (como los novios hacen). Respiró profundamente. También yo. Inhalé cada instante de ese momento: el clima frío que anunciaba una llovizna; el olor a tierra mojada cerca del césped de la cancha de fútbol; el olor de la madera de las bancas justo detrás de mí; el olor del perfume en su saco del colegio. Me dijo, susurrando, “te amo”. Sonreí. Iba a decirle exactamente lo mismo, pero se me adelantó. Era la primera vez que me lo decía. Ese abrazo fue más que un beso. Sus palabras pasaron de mi mente a mi corazón. Pero yo no le respondí que lo amaba también. Todo cambia. Todas las lágrimas que derramé limpiaron lo que quedaba de mi corazón, y se llevaron consigo todo lo demás. Más de cuatro años después, en esta noche en que lo recuerdo, me doy cuenta: el tiempo se

tomó su tiempo en borrarlo. Pero puedo entonces decir, sin resentimiento alguno, con la mayor tranquilidad de mi alma que, después de todo lo que me hizo sentir, hoy ya no lo quiero.

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La sangre y la pluma Alfonso Garcia

En Bogotá hubo una polémica tan citada y tan repetida que parece esto un pastiche. Llevaron de la ciudad de Atenas una máquina experta en comparar poemas, era tan precisa que podía decir si dos poemas eran iguales o diferentes, si había copia u obra maestra.

En la sala de reuniones donde llevaron tal aparato, solo dos poetas estaban listos para poner a prueba las cuestiones de la ciencia.

Llegaron allí, Eduardo Carranza, trescientos cuarenta y cincoavo avatar de Garcilaso, y Juan Felipe Robledo, un millón cincuenta y ochoavo avatar de Góngora, presentaron cada uno un poema de su

predilección. Carranza convencido de su piedracielista sangre y Robledo confiado en su pluma cosmopolita entregaron los poemas a la máquina ateniense. Los poemas fueron puestos en su interior, el aparato sonó por muchos minutos hasta que con un sonido chillón marcó su veredicto: los poemas eran iguales. Todo fue silencio, en el rostro de los poetas no había reacción, pero fue por un comentario de uno de los acompañantes que murió la condescendencia. Un joven, conocedor de los poetas y los poemas, comentó con brevedad y firmeza.

—No sé, yo los siento diferentes.

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Ante tal comentario sorpresivo, Robledo se puso rojo e incómodo, miró a Carranza e inflando sus yámbicas cuerdas vocales le respondió. —Cállate.

Atenea Santiago Trujillo

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Era un día muy soleado en la sabana de Bogotá. Verónica estaba feliz, pues ese día adoptaría su primera mascota. Verónica quería un gato, un gato que la acompañara en sus actividades diarias y que estuviera con ella cuando nadie más estaba. La niña, de diecinueve años, llevaba toda su vida esperando ese día: su mamá nunca la había dejado tener una mascota.

Se bañó y se alistó para el tan anhelado día, y se dirigió al lugar de adopción con su hermano y su primo. Al llegar, descubrió que habían más de cuarenta gatos, por lo cual la decisión sería más difícil de lo que pensaba. La mayoría de los felinos eran cariñosos y buscaban acercarse a ella, pero hubo una gata, especial, que llamó su atención: sus colores --blanco, gris y negro—resaltaban entre los demás gatunos del lugar. Verónica sintió una conexión especial con esta gata. Era amor a primera vista. Esa era la gata que quería Verónica y la llamó Atenea.

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En el trayecto de regreso a casa Verónica estaba tan feliz que olvidó todos sus demás problemas; por un momento sintió que nada más en el universo importaba.

Al llegar a la casa, Atenea estaba tímida, pues era un lugar extraño, pero poco a poco fue saliendo de su cáscara y se acostumbró a la presencia de Verónica. En ese día, Verónica conoció a su mejor amiga de toda la vida…

El cuarto Mabel Rojas

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Sentí un sapo en mi mano, estaba frio y el cuarto estaba oscuro.

—Esto no pasaría en Bogotá— Pensé, pero igual no hacía nada para evitar la avanzada del sapo a mi cara, ambos estabamos estáticos, en el cuarto caluroso, solos, temiendo cada segundo.

De repente lo sentí moverse, entonces me movi yo también, movi mi boca para gritar, movi mi cuerpo para escapar y él también se movió, lo escuche esconderse, pero no lo vi. El cuarto era ahora suyo, me había desterrado quizá para siempre.

Me fui a dormir al sofá mientras personas a las que no les vi la cara lo intentaban sacar de nuevo a su verdadero cuarto.

—Esto no pasaría en Bogotá— Pensé. Al minimo ruido me despertaba.

La nevera, los carrs, los pájaros, las respiraciones, todo ahora sonaba al sapo, todo ahora se sentia como el sapo intentando llegar a mi boca.

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El caor no me dejaba pensar con claridad, me ahogaba o quizá ya tenia el sapo en mi boca y no me había dado cuenta, quizá nunca movi mi cuerpo, nunca movi mi boca, quizá el sapo hizo de su cuarto mi boca.

—Esto no pasaría en Bogotá— Pensé. Ya no podía abrir los ojos, sentia algo pesado, ¿en mi boca?Me aterra pensar que sí, entonces en ¿dónde? Me aterra no saber la respuesta.

Ahora respiro con más fuerza, logro abrir los ojos y no ha amanecido, el calor es ahora más intenso, nadie más está despierto, no puedo despertar a nadie, no puedo decir que siento que todos son el sapo, ya no pienso, ahora solo siento...miedo, desesperación.

—Esto no pasaría en Bogotá— Pensé. Si estuvieraa en Bogotá estaria arropada, calida, soñando cosas confusas pero soñando, durmiendo, descansando, sin el sapo acechando en cada esquina, sin el spao en mi boca, sin el sapo en mis manos.

Siento los pájaros cantar, el calor cálido de la mañana y gente despierta. Por fin abro los ojos pero estoy sola, en una habitación fria, en mi habitación, con mis libros, con mi armario, con mi puerta... en Bogotá, en mi apartamento.

Se fue el sapo, se fue el descanso que nunca llego, se fue el calor, se fueron las caras desconocidas, se fue el cuarto oscuro y llego Bogotá.

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En todas partes se ha infiltrado el hombre y su ciudad -Roberto Arlt -

Este libro es una recopilación de 8 cuentos que suceden en Bogotá, cada cuento ha sido escrito por diferentes autores con un punto geográfico en común, Bogotá.

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Bogo-Tales by Mabel Sofia Rojas Moreno - Issuu