CRIPTONOMICÓN III

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El código aretusa

Criptonomicón 3

Neal Stephenson

Vaya una cosa. Está en el centro de la roca. Sólo hay una forma de llegar hasta esa sala. No hay forma de obtener un buen tiro hasta ese sitio —nada de efecto soplete—, aparentemente, nada de fuego. La habitación se libró. El aire es tan espeso como una salsa fría. —Encontramos cuarenta muertos en esta sala —dice el escolta. —¿De qué murieron? —De asfixia. —¿Oficiales? —Un capitán japonés. El resto esclavos. Antes de que empezase la guerra, para Lawrence Waterhouse el término «esclavo» le era tan obsoleto como «tonelero» o «velero». Ahora que los nazis y los nipones han resucitado la esclavitud, lo oye continuamente. La guerra es extraña. Desde que entró en la cámara sus ojos se han estado ajustando a la baja iluminación. Hay una única bombilla de 25 vatios para toda la sala y las paredes absorben casi toda la luz. Puede ver cosas cuadradas sobre las mesas, una frente a cada silla. Cuando entró pensó que eran hojas de papel; en realidad, algunas lo son. Pero a medida que se acostumbra a la luz puede ver que en su mayoría son marcos vacíos, salpicados con patrones abstractos de puntos redondos. Busca la linterna y le da al interruptor. En general, lo que consigue es crear un cono amarillo desdibujado de humo grasiento, que se agita pesado y perezoso frente a él. Avanza ahuyentando el humo y se inclina sobre la mesa. Es un ábaco, las cuentas todavía congeladas en medio de un cálculo. A dos pies hay otro. Y luego otro. Se vuelve para mirar al tipo del ejército de tierra. —¿Cuál es el plural de ábaco?* —¿Perdone, señor? —¿Digamos que ábacos? —Lo que usted diga, señor. —¿Alguno de sus hombres ha tocado estos abacos? Se produce una discusión agitada. El tipo del ejército de tierra debe conferenciar con varios soldados, enviar recaderos a entrevistar a otro y realizar un par de llamadas de teléfono. Es una buena señal; hay muchos hombres que simplemente hubiesen dicho «no, señor», o lo que creyesen que Waterhouse quería oír, y él no sabría si estaban diciendo la verdad. Este tipo parece entender que para Waterhouse es importante recibir una respuesta sincera. Waterhouse recorre las filas de mesas con las manos cuidadosamente juntas a su espalda, mirando los ábacos. Junto a la mayoría de ellos hay una hoja de papel, o todo un cuaderno, con un lápiz a mano. Todo está cubierto de números. De vez en cuando ve un carácter chino. —¿Alguno de vosotros vio los cuerpos de los esclavos? —le dice a uno de los soldados. —Sí, señor. Ayudé a sacarlos. —¿Parecían filipinos? —No, señor. Parecían asiáticos normales. —¿Chinos, coreanos o algo así? —Sí, señor. Después de unos minutos llega la respuesta: nadie admite haber tocado un abaco. Esta cámara fue la última zona de la fortaleza a la que llegaron los norteamericanos. Los cuerpos de los esclavos se encontraron en su mayoría apilados cerca de la puerta. El cuerpo del oficial nipón estaba en el fondo del montón. La puerta había sido cerrada desde dentro. Es una puerta metálica, y está ligeramente pandeada hacia fuera: el fuego de arriba sacó de golpe todo el aire de la habitación. 148


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