Novela canaima

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muchacho es rica, o por lo menos posee una bonita renta, y ya varias veces le ha escrito que se vaya a un sanatorio de Suiza, el mejor que quiera elegir para su curación; pero ya él ha cogido gusto al chinchorrito de moriche y de ahí nadie lo arranca ni con una yunta de bueyes. ¡Carache! —También tiene un catre de campaña que no es producto de esta tierra –objeta Néstor Salazar. —Sí. ¡Pero el chinchorrito, el chinchorrito! Cuando yo digo esta cosa quiero decir todo lo que significa el trópico para los hombres que no hemos nacido en él. Tú decides marcharte, porque ves que por dentro de ti ya no anda bien la cosa, y el trópico te dice, suavecito en la oreja: —Deja eso para después, musiú. Hay tiempo para todo. Además, ¡si esto es muy sabrosito! Tú te metes adentro de tu chinchorro y vienen los mosquitos con su musiquita y tú te vas quedando dormido, sabrosito. ¿Para qué más? Y luego, en serio: —¡Así es la cosa! Si no, que se lo pregunten al conde Giaffaro, ese que lleva qué sé yo cuántos años metido en las selvas del Guarampín. Referíase a uno de esos aventureros exóticos que no podían faltar por aquellas tierras, encrucijadas de disparatados destinos. En un principio –de eso hacía ya unos veinte años– se le tuvo por presidiario escapado de Cayena, sin que faltara quien asegurase, conforme a una fábula muy generalizada por allí cerca de los penados de aquella penitenciaría de la Guayana francesa, haberle visto en las espaldas, grabado a fuego, el estigma infamante de la flor de lis; pero como era un hombre de maneras cultas que no permitían confundirlo con un delincuente vulgar –uno de tantos cayeneros, como por allí se designaba a los fugitivos de tales prisiones, que con frecuencia lograban refugiarse en territorio venezolano, al cabo de una verdadera odisea a través de regiones salvajes–, allí mismo comenzó la sugestionable fantasía del criollo a conquistar la leyenda dramática y con ella a crearle simpatías, no obstante ese aspecto poco cautivador del sedicente conde Giaffaro.

Alto, desgalichado, carilargo, de ojos saltones y negras cejas aborrascadas y con cierto movimiento pendular de la cabeza, un poco inclinada sobre el pecho, lo recordaba ahora Mr. Davenport de cuando por primera vez apareció en Ciudad Bolívar. Allí permaneció durante una breve temporada y luego abandonó el país, con destino a Europa; pero de allá volvió una y otra vez, a intervalos de años cada vez más cortos y para internarse, además, en las selvas del Cuyuni, de donde pronto se originaron complicaciones misteriosas de la


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