Revista Visión - La Revista Latinoamericana

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PORTADA latinoamericanos, poseedores de una geografía vasta y nueva, sobre la pista de lo que significa el espacio tanto para los palestinos como para los judíos. Cuando los latinoamericano fuimos resolviendo nuestros conflictos de fronteras, pudo haber entre nosotros cierta generosidad para negociar, hasta para ceder, territorios en el fondo desiertos. Pero, tanto para los judíos como para los palestinos, cada una de las piedras de los territorios donde coexisten sin convivir están empapadas de historia. En esa zona mágicamente iluminada por la memoria de sus pueblos, cada metro, cada roca cuenta. Abandonarlos significaría en cierta forma, para ellos, mutilar el generoso capital de sus recuerdos. ¿Cómo habría entonces de cederlos en nombre de una negociación a lo mejor ventajosa? En la Tierra Santa, los lugares son más importantes que sus habitantes. Cuando el Papa fue entonces a pedirles a palestinos que se resignaran a una patria judía reconocida y segura en medio de lo que ellos creen que son sus propias entrañas, cuando les pidió a los judíos que admitieran por su parte una patria palestina dentro de ese espacio que todavía dominan, ¿cómo admirarse que de un lado y del otro haya brotado, vigorosa, la indignación? Cuando uno enfrenta el dilema de judíos y musulmanes en Tierra Santa, a primera vista lo encuentra insoluble. Si les pidiéramos a los pueblos que coexisten en ella que la negocien cual su fuera un predio indiferente de tantos kilómetros o de tantos metros, ¿también deberíamos pedirles que la miren sólo como un pedazo de tierra sin historia y sin Dios? Pero pedirles esto, también sería pedirles que renuncien a lo más sagrado que ellos 16

VISION / JUNIO 2009

tienen, a eso que en cierto modo los constituye: la sagrada herencia de sus antepasados. Cabe anotar en este sentido que, en tanto los cristianos suelen hablar de los lugares santos del Medio Oriente porque en ellos vivió y murió Jesucristo, para judíos y musulmanes no hay que hablar sólo de algunos “lugares santos” sino de Tierra Santa, de una “tierra” toda ella “santa”. ¿Cómo podríamos exigirles a unos y a otros los que estamos “afuera” de ellos, que renuncien sin más a la base misma de su identidad nacional? La venida de la tolerancia Sin embargo, mil ejemplos históricos nos dicen que, al fin, de la intolerancia brota la tolerancia. Cuando dos pueblos, dos partidos, dos creencias, combaten sin tregua con la idea de borrar al otro del mapa, de aniquilarlo, llega un momento crucial en el cual, agotados, los dos enemigos enfrentados caen en la cuenta, simultáneamente, de que ese “otro” al que odian es irreductible. No bien se instala esta incómoda comprobación, la paz empieza a colarse por la ventana. Si nunca voy a destruir a mi enemigo, ¿tiene algún sentido seguir combatiéndolo sin fin? ¿Hasta cuándo?¿Hasta el fin de los tiempos? Cuando la intolerancia muestra entonces sus límites porque la lucha promete ser infinita, es entonces que asoma, tímidamente primero y más resueltamente después, la racionalidad. Los católicos y los protestantes se mataron por siglos. Hoy conviven. Los cristianos y los musulmanes se mataron en sus propios siglos. Hoy empiezan, tímidamente, a dialogar. Después de guerras terribles, los alemanes y los franceses se reunieron en el Mer-

cado Común Europeo. ¿Cuántas guerras que a lo largo de la historia generó la intolerancia arribaron finalmente al valle de la tolerancia? Al viajar a Tierra Santa el Papa Benedicto XVI apostó a esta esperanza todavía lejana. Su ilusión vino a sumarse a la de todos aquellos que, desde los más distantes lugares del globo, todavía esperan la venida de la tolerancia a Tierra Santa. Todos ellos creen que algún día veremos a judíos y palestinos compartir en paz la tierra de la cual ambos se sienten legítimos herederos. No sabemos bien cuándo llegará ese día. Pero sabemos que llegará. Creer lo contrario es atribuirles a los hombres una determinación inextinguible, infinita, sobrehumana. Pero cristianos, judíos o musulmanes, todos somos, finalmente, criaturas humanas. Esta impresión se acentúa al comprobar que las tres religiones que se han encontrado tantas veces sin encontrarse en Jerusalén, adoran al mismo Dios. Todos ellos descienden de Abraham. Todos ellos abandonaron un día el primitivo politeísmo para plegarse al monoteísmo. Todos ellos reverencian a un mismo Creador. Algún día percibirán, también, una misma luz. Todos aquellos que nos asomamos con dolor a su larga lucha sin militar en ella, tenemos entonces el deber de acercarlos y esperarlos. Al peregrinar a la tierra más santa entre todas las tierras, Benedicto XVI no hizo más que sumarse al clamor universal de los hombres y mujeres de buena voluntad, cuya plegaria unánime es que ese Dios en el que los luchadores de Palestina y de Israel creen por igual, termine por ampararlos bajo el más íntimo de sus numerosos nombres: el Dios de la Paz.


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