14 2 el condenado

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cerca. Carcajadas angelicales. La noche hacía más costosa la visibilidad, pero percibí su presencia. Un cuerpo femenino moviéndose con agilidad entre los árboles. No me quise mover; no quería interrumpir lo que parecía una danza a la luna. Cada vez estaba más cerca; la podía escuchar cantar y reír mientras las otras voces se alejaban. Lo primero que vi de ella fue su larga melena de color oro. Los tirabuzones descansaban en sus hombros. Sus ojos, verdes como las esmeraldas, eran grandes y tenían las pupilas muy dilatadas. No podía verle la cara porque se escondía tras una máscara de color dorado, pero estaba completamente seguro de que era preciosa. La desconocida ladeó la cabeza como lo hacen los cachorros cuando emites un sonido diferente, hacia un lado y después hacia el otro. Sus labios, gruesos y de un color rosado, se alzaron para mostrarme la sonrisa más preciosa que los dioses podían haber creado. Mi corazón latió desbocado al verla y, en aquel preciso instante, supe que me había enamorado. Me miró antes de alzar la cabeza para beber directamente de la botella; por el color del líquido sabía que era vino. Volvió a mirarme, sonrió y me lanzó desde su boca un chorro de su bebida. No me lo esperaba, pero no me dio tiempo a reaccionar. Sus labios limpiaron las gotas que caían por mi mejilla, hasta que al fin me besaron. No entendía nada, pero tampoco pensaba pararme a preguntar. Dejé que me besara. Nadie me había besado así nunca: como si estuviera bebiendo de mí. Entre beso y beso ella susurraba palabras que yo no lograba entender. —¿Cómo dice? —pregunté, como si estuviese hablando con un ángel.


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