LOS CUADERNOS DE DON RIGOBERTO

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Mario Vargas Llosa

Los cuadernos de don Rigoberto

un candor que don Rigoberto tomó como una suplementaria afrenta. —Dios mío, qué pálido estás. ¿No ves? Te lo dije, esa remojada en el río te ha hecho daño. —No es nada, no es nada —tranquilizó don Rigoberto a su mujer, con una vocecita difusa—. Un bocado demasiado grande y me atoré. Un huesecito, creo. Ya está, ya me lo pasé. Estoy bien, no te preocupes. —Pero, si estás temblando —se alarmó doña Lucrecia, tocándole la frente—. Te has resfriado, por supuesto. Ahora mismo un matecito de yerbaluisa bien caliente y un par de aspirinas. Yo te lo preparo. No, no protestes. Y, a la cama, sin chistar. Ni siquiera la palabra cama levantó algo el ánimo de don Rigoberto, que, en pocos minutos, había pasado de la alegría y el entusiasmo vitales a una desmoralización confusa. Vio que doña Lucrecia se alejaba de prisa rumbo a la cocina. Como la nirada transparente de Fonchito le producía incomodidad, dijo, para romper el silencio: —¿Schiele estuvo preso por ir al campo? —No por ir al campo, cómo se te ocurre —lanzó una risa su hijo—. Lo acusaron de inmoralidad y seducción. En un pueblecito que se llama Neulengbach. Nunca le hubiera pasado eso si se quedaba en Viena. —¿Ah, sí? Cuéntame —lo invitó don Rigoberto, consciente de que trataba de ganar tiempo, sólo que no sabía para qué. En vez del glorioso y soleado esplendor de estos dos días, su estado de ánimo era en este momento una calamidad con aguaceros, rayos y truenos. Apelando a un recurso que había funcionado otras veces, trató de calmarse enumerando mentalmente figuras mitológicas. Cíclopes, sirenas, letrigones, lotófagos, circes, calipsos. Ahí se quedó. Había ocurrido en la primavera de 1912; en el mes de abril, exactamente, explicaba el niño con locuacidad. Egon y su amante Wally (un apodo, se llamaba Valeria Neuzil) estaban en pleno campo, en una casita alquilada, en las afueras de esa aldea difícil de pronunciar. Neulengbach. Egon solía pintar al aire libre, aprovechando el buen tiempo. Y, una tarde, se apareció una muchacha a buscarle conversación. Conversaron y no pasó nada. La chica volvió varias veces. Hasta que, una noche de tormenta, llegó empapada y anunció a Wally y a Egon que se había escapado de casa de sus padres. Trataron de convencerla, has hecho mal, vuelve a tu casa, pero, ella, no, no, déjenme al menos pasar la noche con ustedes. Aceptaron. La chica durmió con Wally; Egon Schiele, en un cuarto aparte. Al día siguiente... pero, el regreso de doña Lucrecia, con una humeante infusión de yerbaluisa y dos aspirinas en las manos, interrumpió la narración de Fonchito, que, por lo demás, don Rigoberto apenas escuchaba. —Tómatela todita, así, bien caliente —lo mimó doña Lucrecia—. Con las dos aspirinas. Y, después , a la cama, a hacer rorró. No quiero que te me resfríes, viejito. Don Rigoberto sintió -sus grandes narices aspiraban la fragancia jardinera de la yerbaluisa- que los labios de su esposa se posaban unos segundos sobre los ralos cabellos de su cráneo. -Le estoy contando la prisión de Egon, madrastra -aclaró Fonchito-. Te la he contado tantas veces que te aburrirá oírla de nuevo. -No, no, qué va, sigue nomás -lo animó ella-. Aunque, es cierto que ya me la sé de memoria. -¿Cuándo le contaste esa historia a tu madrastra? -se le escapó entre los dientes a don Rigoberto, mientras soplaba el mate de yerbaluisa-. Si hace apenas dos días que está en la casa y yo la he monopolizado día y noche. -Cuando iba a visitarla a su casita del Olivar -repuso el niño, con su cristalina franqueza habitual-. ¿No te ha contado? Don Rigoberto sintió que el aire del comedor se electrizaba. Para no tener que 153


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