LOS CUADERNOS DE DON RIGOBERTO

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Mario Vargas Llosa

Los cuadernos de don Rigoberto

artístico, al que se le desmorona todo, la mujer que ama, el hijo que procreó, los sueños que quiso incrustar en la realidad, y que declina cada día, cada noche, detrás de la repelente máscara de gerente de una exitosa compañía de seguros, convertido en ese «desesperado puro» del que hablaba la novela de Onetti, en un remedo del masoquista pesimista de La vida breve. Brausen, al menos, al final, se las arreglaba para escapar de Buenos Aires, y, tomando trenes, autos, barcos o autobuses, conseguía llegar a Santa María, la colonia rioplatense de su invención. Don Rigoberto estaba todavía lo bastante lúcido para saber que no podía contrabandearse en las ficciones, brincar al sueño. No era Brausen todavía. Había tiempo de reaccionar, de hacer algo. Pero, qué, qué.

JUEGOS INVISIBLES

Entro a tu casa por el tubo de la chimenea, aunque no sea Santa Claus. Voy flotando hasta tu dormitorio y, pegadita a tu cara, imito el zumbido del mosquito. Entre sueños, tú comienzas a dar manotazos en la oscuridad contra un pobre zancudito que no existe. Cuando me canso de jugar al anofeles, te destapo los pies y soplo una corriente de aire frío que te entumece los huesos. Te pones a temblar, te encoges, jalas la frazada, te chocan los dientes, te tapas con la almohada y hasta te vienen unos estornudos que no son los de tu alergia. Entonces, me vuelvo un calorcito piurano, amazónico, que te empapa de sudor de pies a cabeza. Pareces un pollito mojado, pateando las sábanas al suelo, arranchándote la camisa y el pantalón del pijama. Hasta que te quedas calatito, sudando, sudando y acezando como un fuelle. Después, me vuelvo una pluma y te hago cosquillas, en la planta de los pies, en la oreja, en las axilas. Ji ji, ja ja, jo jo, te ríes sin despertar, haciendo muecas desesperadas y moviéndote, a la derecha, a la izquierda, para que se vayan los calambritos de la carcajada. Hasta que, por fin, te despiertas, asustado, sin verme, pero sintiendo que alguien ronda por la oscuridad. Cuando te levantas para ir a tu escritorio, a entretenerte con tus grabados, te pongo trampas en el camino. Muevo sillas y adornos y mesas de su sitio, para que te tropieces y grites «¡Ayayayyy!», frotándote las espinillas. A veces, te escondo la bata, las zapatillas. A veces, te derramo el vaso de agua que colocas en el velador para tomártelo al despertar. ¡Cómo te enojas cuando abres los ojos y tanteas buscándolo y descubres que está en medio de un charco, en el suelo! Así nos jugamos con nuestros amores, nosotras.

Tuya, tuya, tuya, La fantasmita enamorada

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