EL RETRATO DE DORIAN GRAY

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levantaba ya el brazo, armado de un cuchillo para herirle; disparó sobre el criminal y la bala atravesó la cabeza del asesino. El otro malhechor acometió a Felipe entablándose entre ambos una lucha desesperada a la cual puso término Amina adelantándose con valentía y disparando a boca de jarro su pistola contra el bandido. Retrocedamos ahora unos momentos para informar al lector de cómo el avaro médico llegó a encontrarse en la situación a que lo vio reducido el joven Vanderdecken, cuando éste acudió a prestarle auxilio. Al regresar a su domicilio Mynheer Poots, oyó el estampido de las armas de fuego y, no acordándose más que de su dinero y de su hija, a la que amaba mucho, olvidó que era un débil anciano y, cual si le hubiesen nacido alas, echó a correr. Llegó a su casa sin aliento y se encontró de repente en poder de los ladrones, uno de los cuales estaba ya a punto de asesinarlo, cuando la llegada oportuna de Felipe se lo impidió. En cuanto cayó herido el último de los criminales, Vanderdecken desembarazóse de él y corrió a ayudar a Mynheer Poots, levantándole en sus brazos y conduciéndole a la casa como si se tratara de un niño. El anciano era todavía presa del delirio que le produjo el temor. Algunos momentos después, se tranquilizó un tanto. –¡Mi hija! – exclamó-, ¡mi hija! ¿Dónde está mi hija? –Aquí, padre, y sana y salva -replicó Amina. –¡Ah, hija mía! ¿conque no estás herida? – preguntó Poots, mirándola atentamente-. ¿Y mi dinero? ¿dónde está mi dinero? – añadió incorporándose. –Nadie ha tocado a él, padre. –¿Tienes seguridad de ello? Quiero verlo. –Ahí lo tiene usted completamente en salvo, gracias a una persona a quien no ha tratado usted con mucha cortesía. –¿A quién aludes? ¡Ah! ya le veo: es Felipe Vanderdecken. Por cierto que me debe tres guilders y medio y, además, una botella. ¿Y dices, hija mía, que te ha salvado a ti y ha evitado que roben mi dinero? –Sí, señor, arriesgando su vida. –Bien, bien; entonces le perdonaré toda la deuda, ¿lo entiendes? toda la deuda. Pero, como él no necesita la botella, que me la devuelva. Dame agua. Todavía transcurrió algún tiempo antes de Mynheer Poots recobrara por completo el uso de la razón. Felipe le dejó con su hija, y apoderándose de un par de pistolas, salió para enterarse del estado de sus enemigos. Como la luna, desaparecidas ya las nubes que la empañaban, brillaba esplendorosa en el espacio, pudo ver con claridad. Los dos ladrones que yacían junto a la puerta, habían dejado de existir. Los otros dos que hicieron prisionero a Mynheer Poots vivían aún, pero el uno estaba expirando y el otro se desangraba por momentos. Felipe hizo algunas preguntas a este último, sin obtener contestación y, quitándoles las armas, volvió a entrar en la casa donde encontró al viejo médico que, auxiliado por su hija, parecía más tranquilo. –Doy a usted un millón de gracias, señor Vanderdecken. Ha salvado usted a mi hija y mi dinero, que es bien poco porque soy muy pobre. ¡Ojalá disfrute usted una vida larga y feliz! –¡Una vida larga y feliz! No, no -murmuró Felipe, moviendo involuntariamente la cabeza. –Yo también se lo agradezco con toda mi alma -dijo Amina, mirándole fijamente-. ¡Oh! Tengo mucho que agradecer a usted. –Sí, sí; mi hija es muy agradecida -interrumpió Poots-; pero en cambio somos extremadamente pobres. Yo pregunté en seguida por mi dinero, porque, como tengo poco, sentía mucho perderlo; sin embargo, le perdono los tres guilders y medio; estoy resuelto a perderlos, señor Felipe. –¿Y por qué ha de perderlos usted? He prometido pagarle y cumpliré mi palabra. Soy ahora rico, poseo millares de guilders y no sé qué empleo darles. –¡Que tiene usted millares de guilders! – exclamó el médico-. ¡Bah! Está usted delirando. Eso no puede ser. –Le aseguro a usted, Amina -dijo Felipe-, que efectivamente poseo un gran capital y bien sabe usted que no la engaño nunca. –Lo creo desde luego -replicó la joven. –Entonces, puesto que usted es tan rico y yo tan pobre, podríamos, señor Vanderdecken, si le parece bien… Pero Amina puso la mano sobre los labios del viejo impidiéndole concluir la frase. –Padre -dijo-, es tiempo de que nos retiremos. Usted, Felipe, debe marcharse también. –De ninguna manera; ustedes acuéstense y duerman tranquilos -replicó Vanderdecken-. Buenas noches, Mynheer Poots; adiós, Amina; yo velaré por ustedes. Sólo necesito una luz –Buenas noches -contestó Amina tendiéndole la mano-; le repito las gracias por este nuevo favor. –¡Millares de guilders! – quedóse murmurando el viejo, mientras Felipe bajaba las escaleras.


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