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María de los Ángeles Corbo Aguirregaray y Héctor Daniel Brum Cornelius

María de los Ángeles Corbo Aguirregaray y Héctor Daniel Brum Cornelius

Elena Bicera 13

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Marisa y Daniel: con esos nombres se los conocía en Artigas, Uruguay. Eran dos jóvenes que se conocieron y se enamoraron en el liceo. Decidieron comenzar, juntos, un camino nuevo cuando ella tenía quince años y él diecisiete.

Fueron a estudiar a Montevideo. Marisa, Medicina y Daniel, Arquitectura.

Como muchos estudiantes universitarios uruguayos en aquellos años, tuvieron la certeza de que era posible cambiar la sociedad, construir un mundo mejor, con justicia social, con igualdad de oportunidades para todos. Esa certeza los llevó al compromiso gremial y luego al compromiso político, y se entregaron con alma y vida.

El 8 de noviembre de 1974, en Buenos Aires, Marisa y Daniel, que se habían casado en 1971, estaban felices: esperaban a su primer hijo. En setiembre del año anterior, 1973, habían tenido que huir de Chile.

En Argentina, vivían tranquilos, disfrutaban la alegría del anuncio de la vida nueva que habían engendrado y que ahora crecía bien, segura, querida, esperada, en el vientre materno.

Los represores entraron como bestias depredadoras, los golpearon, rompieron todo, saquearon la vivienda y los sacaron a patadas y empujones de su casa. Los secuestraron.

Los familiares que quisieron contactarlos o los fueron a visitar en esos días, no los encontraron. El querido senador Zelmar Michelini recorrió muchos lugares de detención con Martha, la madre de Graciela, pero no consiguieron ninguna información.

13Prima de María de los Ángeles y Héctor Daniel.

Eran los inicios del Plan Cóndor, cuando el horror que segó más de 100.000 vidas latinoamericanas comenzó a desparramar sufrimiento. Ese plan de coordinación de la represión contaba con miembros activos: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay; miembros ocasionales: Colombia, Perú, Venezuela; y la asistencia y financiación de Estados Unidos.

En Buenos Aires, luego de apresarlos, los represores los arrastraron por tres centros clandestinos de detención, tortura y desaparición. Hoy, más de cuarenta años después, están tratando de ubicar esos tres lugares.

Uno de los sobrevivientes del secuestro era, en ese entonces, un niño de tres años: Amaral García, hijo de Yolanda y Floreal. Estuvo con ellos hasta el segundo lugar de detención y, cuando preguntaba por sus padres, le respondían: «Papá y mamá se están divirtiendo, quedate tranquilo».

Sobrevolaban aviones sobre el tercer lugar de detención, había muchos árboles y, por lo menos, tres casas rodantes. Por primera vez, se encontraron los varones; dos de ellos, Floreal y Daniel, miraban asombrados sus cuerpos destrozados, en algunos lugares quemados hasta transformar la piel en carbón, deshechos. Las mujeres, Marisa, Graciela y Yolanda, también estaban muy malheridas. Eso lo supieron después.

Cuenta Julio que un día, no sabe cuándo, lo tiraron sobre una cama, le dieron dos inyecciones y se despertó en un avión. No sabía que viajaba en el vuelo cero con los otros cinco secuestrados.

Los trajeron de Buenos Aires a Montevideo. Cuando el avión aterrizó, les dijeron «Bienvenidos al Uruguay» y los tiraron en la cajuela cubierta de tela de un camión.

Comenzó el período más largo de cautiverio: los trasladaron a la Casona de Punta Gorda, donde hoy hay una Marca de la Memoria para que nunca se olvide el sufrimiento de tantos uruguayos que fueron detenidos, torturados y desaparecidos allí.

Los días de prisión en la Casona fueron la continuación de la vivencia del mal absoluto, porque eso es la tortura que inflige un ser humano a otro, desvalido, con su dignidad robada, la tortura

que sufrieron permanentemente, en los diferentes centros de detención, en Argentina y en Montevideo, desde el 8 de noviembre de 1974 y durante un mes y medio, Yolanda, Floreal, Graciela, Daniel, Marisa y el hijo de ellos, que no pudo nacer.

Los llevaron a la ruta 70, entre la Interbalnearia, a la altura de Cuchilla Alta y la ruta 8, cerca de Soca. Los fusilaron de atrás, los acribillaron. Luego del tiro de gracia, abandonaron sus cadáveres en una cuneta, al borde de la ruta que hoy se llama «camino de los Fusilados». Los cuerpos fueron vigilados por unas horas y luego trasladados al fondo del cementerio de Soca, sus manos y pies atados con alambres y cubiertos de quemaduras de cigarrillos.

Entregaron los cuerpos a los familiares en la morgue del cementerio. El certificado de defunción, firmado por un médico, decía que se trataba de «muerte natural». Los familiares lograron que la causa de muerte fuera cambiada a «herida de bala», sin ninguna otra explicación: ni cuántas heridas ni cuántas balas las habían causado.

En Montevideo, la noticia se conoció a través de un comunicado de las Fuerzas Conjuntas por televisión. Al final de la tarde, aquel caluroso 20 de diciembre de 1974, los padres de Marisa miraban el informativo. De repente, escucharon la noticia que hizo añicos su vida: su hija de 26 años apareció muerta en la cuneta de una ruta cercana a Soca. También estaba muerto su esposo, Daniel, y, con ellos, los cuerpos de otros tres jóvenes: Floreal, Yolanda y Graciela.

Hoy, los uruguayos conocemos a los cinco como los «fusilados de Soca»: tres estudiantes y dos obreros.

En la televisión no se mostró ninguna imagen, solo se leyó un comunicado de las Fuerzas Conjuntas (así se llamaban entonces la Fuerzas Armadas y la Policía, que, junto a algunos civiles, en 1974 gobernaban ilegalmente el país).

El padre de Daniel repetía que era un error, que no era verdad.

Un familiar que, luego de un largo y tortuoso recorrido, logró averiguar dónde estaban los cuerpos –porque no les decían ni

eso–, publicó en un testimonio que se reproduce completo más adelante: «Cuando fuimos a reconocerlos, en la morgue del cementerio de Soca, los cinco estaban tirados en el suelo, tapados con diarios, acribillados con balas de grueso calibre, algunos desnudos y otros semidesnudos».

En uno de los actos en los que recordamos a todos ellos, en el memorial erigido en su memoria en el lugar donde los fusilaron, Amaral, mirándonos a los ojos, uno por uno, lentamente, nos preguntó: ¿Por qué?

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