La Peste

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Al día siguiente, gracias a una insistencia que todos consideraban fuera de lugar, Rieux obtuvo de la prefectura que se convocase a una comisión sanitaria. -Es cierto que la población se inquieta -había reconocido Richard-. Además, las habladurías lo exageran todo. El prefecto me ha dicho: "Obremos rápido, pero en silencio." Por otra parte, está persuadido de que es una falsa alarma. Bernard Rieux se fue con su coche a la prefectura. -¿Sabe usted -le dijo el prefecto- que el departamento no tiene suero? -Ya lo sé. He telefoneado al depósito. El director ha caído de las nubes. Hay que hacerlo traer de París. -Tengo la esperanza de que no sea cosa muy larga. -Ya he telegrafiado -respondió Rieux. El prefecto estuvo amable, pero nervioso. -Comencemos por el principio, señores -dijo-. ¿Debo resumir la situación? Richard creía que esto no era necesario. Los médicos conocían la situación. La cuestión era solamente saber las medidas que había que tomar. -La cuestión -dijo brutalmente el viejo Castel- es saber si se trata o no de la peste. Dos o tres médicos lanzaron exclamaciones. Los otros parecieron dudar. En cuanto al prefecto, se sobresaltó y se volvió maquinalmente hacia la puerta como para comprobar si sus hojas habían podido impedir que esta enormidad se difundiera por los pasillos. Richard declaró que, en su opinión, no había que ceder al pánico: se trataba de una fiebre con complicaciones inguinales, esto era todo lo que podía decir; las hipótesis, en la ciencia como en la vida, son siempre peligrosas. El viejo doctor Castel, que se mordisqueaba tranquilamente el bigote amarillento, levantó hacia Rieux sus ojos claros. Después, paseando una mirada benévola sobre los asistentes, hizo notar que él sabía bien que era la pes-

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