Maximiliano Gómez Peña
Edición: Hamlet Ayala y Maximiliano Gómez Peña
Diseño editorial: Sergio Picos
“Vacío Alboreado y El Nacido del Ocaso”
Aquel que tiene y pierde, sufre. Aquel que entrega más que a sí mismo, desconoce verdugo ajeno, pues el castigo lo asigna solo y sin ayuda. Tener para después perder es un compromiso con el destino que siempre se cobra sin previo aviso.
Aquellos desasosiegos eternos de la vida humana, regentes de llantos y tumultos, no han quedado sólo en la disrupción individual que hace brotar cortisol por las venas, oxida compañías o irrumpe en pueblos enteros; convergen en un cúmulo de angustia que se extiende y alimenta a cada plano etéreo. Este cúmulo de angustia mana y crece en la agudeza intuitiva de una entidad aberrante que, sin necesidad de hacerse ver, sacude al ser por dentro y desde arriba para someterlo al suelo; desenlaza la postura del alma y, a pesar de que no quita la vida, soberanamente derrite su resiliencia y la consume a su centro ultravioleta. Perplejos residuos de carne y hueso desembocan en estulticia y deterioro, que timonean en el rumbo resultante.
La necesidad humana de serenar el tormento también se ha concentrado en una capa supraterrenal, en un orbe de luz que a cada día persigue engendrarse nuevo en universos mentales para colisionar con la fuerza opuesta pese a pagar el precio de la eternidad, pues ser inmortal no excusa el derecho a incomodarse con la interminable misión propia.
Ambos entes nacen en la dicotomía del vaivén humano, limitándose a dejar ser a los individuos y solo presentarse en cada alma, con el riesgo constante de presidir sobremanera, inclinando en la balanza y lubricando los caminos: de la aflicción y de la claridad, uno nutritivo para el ente aberrante y el otro respectivo para la orbe de luz.
Como humo asfixia, tal fragor penetra.
En el ocaso queretano emana del río un ente traslúcido de amplia brazada que, gestándose en postración y meditabundo, abre los ojos al naranja cielo de quien acepta el viaje con calma. Un bramido acompaña la exhalación que lo levanta, y su figura bípeda y bestial desafía a la propaganda zootécnica que por siglos se ha impartido. Porta fehacientemente dos cuernos de carnero en marzo y la vista panorámica, posible por la disposición lateral de sus ojos, permite un amplio espectro de su visión del mundo.
En su inmediación, los conductores, transeúntes y locatarios carecen de la capacidad de verle a pesar de estar al pie de su cuerpo etéreo porque solo el alma quimiotáctica en su visita será quien vislumbre a este Coloso, pues son las almas de los individuos necesitados de resiliencia las que con magnetismo llaman al ente. Los fragmentos luminosos de los individuos que ignora, los percibe grises para destacar el aura que vive intranquila por cuenta propia y el color de esta misma refleja la voluntad interna.
Parece conocer el movimiento automotriz, pues prevé su alcance antes de cruzar la acera en dirección al sur, dejando un nutrido rastro desde el río: camina sin mostrar apuro y mineralizando el suelo como arador en primavera que disfruta el cuidado de sus tierras tras un frío invierno, pues la composición de su piel que conjunta cal, cantera y pelo, desprende miga de sí a cada paso de su trayecto.
Avanza, entonces, paralelo al río en dirección al poniente, mientras une los conocimientos de su nuevo cuerpo para perfilar
el objetivo que lo invoca, esto gracias a que su representación física es una reproducción abstracta del alma que, nerviosa, intranquila, lo llama. Adentrándose por el cruce de Pasteur e Hidalgo, arriba al primer andador que, sin importar su corta calzada, aprecia más que al resto por su ausencia de vehículos. Aquí se permite medio minuto para respirar, contemplando la integridad del espacio con pocos escalones pertenecientes al mundo enajenado por sus propios hijos.
Este descanso sirve para nutrir su trabajo eterno de mitigar el desasosiego sin consumirse en él. Es capaz de lubricar su pena pero no de extraerla, pues tendría que interiorizarla en sí mismo marchitando su propia existencia, o desecharla contaminando a otros. Este límite lo manifiesta temiendo su propio poder. Es así que anda en parsimonia para germinar la calma con su viva presencia y reposa presintiendo el encuentro con aquel que llama su alma. Retoma, entonces, su camino cuando el individuo, distinguido a su luz, da con un área media para juntarse cada uno en ritmo.
Encontrándose en Plaza de Armas, el recinto delimitado por la entropía determinante en ellos, el hombre se tomaba dos minutos para interrumpir su ensimismamiento al observar personas en su recreación ambulante alrededor de la fuente de caninos acompañantes. Mientras, el Coloso brama al detenerse junto al borde de la Casa de la Corregidora dentro de la plaza. Su intangible postura es firme incluso con el paso de los espíritus grises que bien pudieran obstaculizar su movimiento, pero su labor ha comenzado reprimidamente emocionado, fluctuando
energía baja desde su humor vítreo hasta la recepción del subconsciente ámbar de opaca vida aledaña a los jardines de la fuente.
Del individuo surge un pequeño brote luminoso, una cana brillante, imperceptible al vistazo simple pero comenzando un primer arraigo. Aquel hombre que no discrimina sonrisas para otros, sino para sí mismo, inhala con buena mueca sin saber la razón de ésta y dispone su paso al callejón oriente donde descansa sobre el rosado asiento de cantera al fondo.
El Coloso se escabulle al callejón dejando El Mesón de Chucho el Roto atrás, arrinconando su espectro bajo el árbol en contraesquina del hombre, quien aún pensativo, conecta con el ente por las comisuras de las ondas que sus ojos emanan. Pasan minutos y cansados turistas mientras ambos seres continúan el vínculo del que poco a poco se emiten fragmentos de viveza que cubren al cuerpo afectado. El hombre encara su inmediatez con mayor saturación que en horas previas, acepta la utilidad del callejón en esa tarde y continúa hacia una cumbre mientras el Coloso avanza con mayor cercanía a cada paso.
El camino se consume en las faldas del Templo y Convento de la Santa Cruz que el hombre ignora por su discordancia espiritual pero le sirve como punto de retorno a casa. Es en esta redirección donde el Coloso aprovecha la vialidad que se bifurca y toma el camino adyacente colina abajo por la calle perpendicular al hombre, quien a media acera es atraído al callejón que atraviesa la manzana triangular.
Es entonces que, tras internarse tan solo cuatro pasos por el callejón, a aquel hombre que busca paz se le concede admirar al Coloso que brama y exhala sobre su propia cara. En este estrecho pasillo, el hombre se topa con el mayor de los temores humanos, el enfrentamiento contra su propia esencia.
Meses antes, terminó una relación compleja de opuestos atraídos por la misma magia, donde el ancho de caderas y manos convergieron en estruendos rítmicos para reproducir la dopamina conjunta. Esta unión despegó con las optimistas ganas de ser plena y asegurada al tiempo, pero transcurrió con más polvo bajo la alfombra del que se confesaba, hasta que cobró vida.
Parecía que la mujer de cabello color lavanda fuera el sigilo que invocaba a la aberración en el espacio y le abriera las puertas del alma de quien la amaba, un sigilo activado con fuego interno, posiblemente. Y parecía también que llevaba consigo un fragmento de aquel ente que se alimentaba de la ciclotimia y aprovechaba a la gente de su camino como complemento, tal como a él que despelleja su propia alma para construir un terreno protegido ante la incertidumbre del amor con las escrituras a nombre de ella. Él, presa abierta a la decepción y angustia, con solo poco tiempo sin amargura antes de ser drenado de razón. Ella cargó por años la semilla y ya con cierta inmunidad etéreamente parasita, brotó lento al caminar con él para hacerle creer que estaba lista para su entrega, produciendo jugos de enamoramiento para encubrir la idealización de aquel hombre.
Nadie merece el dolor de estar en un pedestal, incluso por decisión consciente.
Esa fue la estrategia del ruido disruptor para quebrantarles; como puente resquebrajado entre los dos, pero ambos, ciegos al problema mutuo, atados a cada extremo creyendo que el incendio es propio e intentando sofocarlo con una manta, resanar fisuras
con engrudo e intentando cruzar el puente con un cerillo para encontrarse al centro y así tomar el dolor y amor los dos. Desde su llegada al puente, el hombre que busca paz ha sido confrontado por su propia dádiva, asumiendo así el vacío que se aviva por la entrega misma. Desmedido, dio y ambivalentes penas recibió. Conforme la sombra de ruido lo envolvía, una disociación del amor propio abarcaba y caía al abismo de la evasión y justificación ajena; callando para sí la responsabilidad afectiva. Si la incertidumbre antes lo carcomía sin pena ni vergüenza, ahora se daba abasto.
Ese puente se abandonó antes de corromperse más, pero el vestigio aberrante permanece en control sobre el desorden propio y son pocos lares, estancias o caminos en donde pueda respirarse pleno.
Al resoplido proveniente de la cabeza de carnero, el hombre inhaló aquel humor hasta el fondo de sus pulmones. Ese intercambio de gases era necesario, pues el estupor no suponía coherencia con toparse una bestia así en medio de un atardecer de urbe colonial y el miedo no estaba exento a presentarse.
Inesperado fue, entonces, que el aliento respirado menguara las biológicas ganas de huir de él. Conforme se oxigenaba, polvo dentro de su alma iluminaba al centro ámbar y llenando cada espacio interno. Mientras, sorprendido de la presencia, un aire de semejanza cruzó entre los ojos humanos, curvos cuernos y aquellos fragmentos minerales en la piel bestial. Como si la neblina mutua reflejara desde el nacimiento hasta la complexión y la mirada.
En ese momento, el Coloso puso un pie al frente y le envolvió un lado de su capa sobre el hombre, cubriendo hasta sus pies y esa sombría proximidad lo desmayó en su propio eje para llevarlo al fondo de su ser, al encuentro con cada nivel de sí, a su propia torre de dios.
Aparentemente infinito, este espacio en blanco se percibía como un orbe masivo, con la capacidad de ver cada aspecto de la circunferencia desde el centro a sus paredes. Se trata del alma, que a pesar de ser clara y vacía, si se da el tiempo de ver a cada lado en calma, huele y vislumbra un momento del ser con gran valor, como carrete de vidas aledañas dentro de sí.
Al medio, el hombre se encontró sobre 42 flotantes ladrillos de cantera y, aunque está aparentemente solo, cada poro conectó a un segmento del orbe, mineralizando la esencia propia con su paralelo espiritual.
Creciendo, depurando sobrio; porque a cada radiación se inmiscuye un silencio sanador, alejado del tormento. Donde segundos se percibían como horas con deleites de emociones resilientes a cada visión sinestésica del caminante, con vestigios de dudas y lamentos que avisaban claros como líquido espeso que se mueve lento en su firmeza y con sentimientos reforzados en la plenitud de su larga existencia. La enajenación a sí mismo no tenía cabida en esa levitación; era más bien, espacio para sanar y retomar sosiego. Es ahí donde el Coloso influenció al ser, acercándolo al estrecho de su alma de todo esplendor en su propio espacio-tiempo; dónde el pasado termina de enseñar y el presente se eleva al siguiente pasadizo de la torre.
Mientras el hombre flotaba centrado al orbe, sigilosamente nació una vaina grisácea de su punto ciego con intermitentes resplandores violetas que en parsimonia irrumpía los momentos postrados en la pared. No es nuevo en esta alma, se han conocido antes pero imperceptible sigue siendo la semilla germinada en tiempos de desamor; a veces confundida con recelo pero de gran influencia en la ceguera emocional que selectiva impera en la autoeficacia de aquel hombre.
Conforme el ruido expande su presencia en la circunferencia, hilos entre el carrete y los poros del hombre se encaminan con una viscosa contaminación de ruido ultravioleta para ser cortado conforme el ente desee, acercándose más al paso de estos mismos. Aprovecha, entonces, la entrada del hombre a su compuesto etéreo para darse un banquete intersticial que en la ignorancia no sabe igual.
Al avance constante de la disrupción, la presión del lugar exacerbaba y los oídos del hombre se iban tapando tan lento que tardó en darse cuenta de ello. A mayor fuerza, más alta era la densidad en el punto ciego que desarrollaba un magnetismo con planes de alimentarse del resto de ansiedad y melancolía del ser. Que estos, conjuntos en luz y humo, al salir del alma son insaturados de su tono ámbar para consumirse al contacto con la masa hambrienta, convirtiéndose en metabolitos de ruido y dejando en el hombre los residuos de dolores mal procesados, de fácil represión insalubre y con afán a la evasión. En cuestión de minutos, la aberración alcanza una enorme y amorfa prótesis a su espalda, lista para embutir al hombre y dejarlo seco.
Con sus vainas acecha lentamente, saboreando las especias del alma que tan vulnerable yace al frente. El hombre percibe una atracción magnética sobre sus hombros, sensación que rememora un sueño donde una masa enorme, casi planetaria, impera a un lado de él, siendo representado en un alfiler, ansiosamente sacudiendo toda su existencia. La fuerza gravitatoria es tan densa que se escucha el zumbido de los átomos queriendo desprenderse, tambaleando la tranquilidad y desconectando fragmentos de sí.
Abre los ojos y, a pesar de intentar virar atrás, aterrado está por confrontar que ese magnetismo ya no era un sueño, si no un fenómeno dentro de su alma que nunca pudo comprender y ahora lo vive en carne consciente. Antes de poder voltear, un estruendo acompaña una nube de polvo y con ella, una onda expansiva sacude cada rincón del orbe y por ende: de su ser; clavando astillas en los huesos y desgarrando la plenitud lograda.
En el estupor del golpe, el hombre se sorprende bajo el hombro del Coloso, quien había invocado un muro de tierra y minerales que interpuso el contacto de las vainas. Irrumpiendo al disruptor; retomando el conflicto eterno y al tiempo que disipa el polvo, la aberración retrajo su protuberancia, tomó distancia en el espacio y asemejó una respiración agitada en sus resplandores violetas. Era cuestión de tiempo para volverse a encontrar y a pesar de no tener forma fija, el Coloso es indiscutiblemente reconocido por su contraparte. Se permitieron 8 segundos para oxigenar las miradas; en los que el calor exhalado del Coloso elevaba la temperatura del lugar.
Ahora, sin perder el tiempo, la aberración impacta un látigo de ruido al brazo del Coloso, dejando una llaga desde el antebrazo hasta el hombro y rompiendo parte de su capa. Este respondió con la proyección de dos piedras filosas de gran tamaño, impactando en su amorfo cuerpo y dispersando su energía.
Al fondo de la orbe, donde brotó la aberración, memorias reencarnadas en demonios saltaron al Coloso para morder su lomo y colgarse de sus cuernos para rasguñar su cara. Se inmutó poco, pero fungió de distracción para que un cúmulo de vainas púrpura lo envolvieran de torso y brazos. El Coloso, nada tonto, esperaba una estocada ardiente al pecho, así que concentró la fuerza de su espalda alta para cabecear al frente y desviar la puntiaguda disrupción. Este perdió un ojo, pero en pie siguió.
Al son de la oscuridad que amedrenta y la tierra que resguarda, la sacudida es gratis. Cuando la aberración estruja al Coloso, se contamina al alma como halitosis en ayunas, amargando la mañana; pero si el Coloso levanta una nube de polvo e implosiona al ente dentro, un pulso renaciente matiza al ser en su orbe completa. Ambivalentes sensaciones para el portador de ambos pero llenas de vida porque lo que angustia importa y lo que duele sana, tras la agonía se refuerza el aire y socavando la postura hay más razón para erguir la columna.
Fomentando que en cada momento su corazón la necesitara menos y la añoranza se fuera agotando a efectivos pasos lentos. Porque la conjunción de dos personas no vive eternamente, sino lo debido a sí mismos pero comprenderlo sin ilusión se torna más difícil al entrar
al cuarto. Y es en este cuarto del alma en forma de domo donde el polvo se llevó a los dos entes dicotómicos, donde la implosión sucumbió la presencia de ambos en ese espacio y no quedaron más que restos de enseñanza y autoconocimiento en el ser.
Yace, entonces, retomando la consciencia bajo el ámbar de los faros mientras el sonido del viento atraviesa el callejón como única presencia tras la guerra interna. El Coloso desapareció y el hombre, estupefacto, sudaba ferviente a cada exhalación apresurada. Su mirada perdida al norte del Andador Altamirano no decidía qué enfocar hasta que una esencia lo guío al suelo para admirar vestigios herbales donde postraban pezuñas, terminando de aterrizar su presencia al cuerpo propio, en tiempo inmutable y plenitud serena; para así aceptar que la realidad es cruda y jugosa, mediada por la relación interna que desprende de sí a cada entrega y repone con fragmentos recibidos, a veces injustos, para crear espacios compartibles desde la sinceridad del alma.