Paul
tro días después, domingo a las tres de la tarde, haciendo caso omiso a la advertencia del técnico de su viejo equipo Central Córdoba, quien había hecho especial hincapié en que “La Osa” solo se desempeñaba bien de noche. La segunda final tuvo lugar durante la inusual ola de calor bochornoso que azotó a los porteños aquel noviembre. Los termómetros bullían ni bien despuntaba el sol. Dos horas antes del partido el estadio ya era un hervidero, una caldera. La antesala del desastre. Los cuarenta húmedos grados que azotaban la Capital desde hacía tres días habían sumido a la Osa en un letargo del que nadie lograba sacarlo. Lo bajaron casi desmayado del micro, entre varios compañeros, y apenas lograron reanimarlo con una ducha helada y dos termos de café. Parecía como apunado en pleno llano. Comenzado el partido, sólo lograba arrastrarse por el campo, no daba pie con bola, erraba los tiros y las piernas le pesaban cien kilos cada una. Desconcertado por estas sensaciones, se tiró a jugar de punta para no estorbar. Boca manejaba el partido, y su ausencia en el juego apenas se notaba. Aún en tal estado, las cosas parecían salir bien para La Osa. Es más, en el segundo tiempo, cambiado un poco el aire, pareció despertar por un momento. Faltando tres minutos, mete un terrible bombazo que el arquero albiceleste consigue desviar al corner con lo justo. Cuando se encontraba parado frente a la pelota, listo para ejecutar el tiro de esquina, la hinchada contraria decidiría aplicar la vendetta, el golpe fatal. Avisados sobre la particularidad de La Osa, las veintemil almas racinguistas comenzaron a cantar a coro un tierno y
dulce arrorró. Mágicamente, las bestias lograron entonar al unísono un suave arrullo angelical. Así, mecido por el melodioso canto de la barra y dadas las terribles condiciones del clima, la Osa caería anestesiado en los brazos de Morfeo. Demorado el saque por tumultos en el área, Valderrobles comenzó a deslizarse lentamente hacia el suelo, vencido por el sueño, tratando de aferrarse inútilmente al banderín del corner para no caer, quedando medio desparramado y con una mano levantada, como pidiendo socorro al bañero, en una foto que recorrería los diarios y los programas de bloopers de todo el mundo. Lo que sigue, es historia conocida. Boca sale campeón, la gente delira y festeja en el Obelisco desbordando a la policía, rompiendo las vidrieras de Mc Donald´s y varios teléfonos públicos. Pero La Osa no se enteró hasta tres días después, al despertar en la casa de sus padres, en los suburbios de La Banda, en su Santiago querido. La dirigencia ingrata no se apiadó de su salvador y lo borró olímpicamente del club. Sólo se limitaron a enviarle la medalla de campeón y la rescisión del contrato por correo. Hoy su nombre no figura en los anales oficiales de Boca Juniors, ni siquiera hay una fotito suya en el museo de la pasión boquense. Pero de todas formas, La Osa vive en el recuerdo de quienes lo vieron hacer lo que nadie jamás había hecho en un partido. Bueno, en dos. Algunos gallináceos aún conservan el póster de la infamia, que utilizan para martirizar a bosteros viejos en los asados familiares.
