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LA COFRADÍA DEL CARACOL DE MAR Por

Juana Balcázar

A Titi, Anita, Ninoska y Pitty

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Roxand Salón

Titi acomoda una silla. El color negro cuerina reluce bajo a la luz artificial. Suspira. Y su madre viene al recuerdo.

–Ser peluquera es como ser parte de la familia. Pero nunca pude ser así con mi mamá. Siempre existió una distancia entre las dos.

Los veinte años en el oficio agudizaron su oído. Entre el tumulto de voces, acentos y azares de pies que entran y salen de la galería, puede sentir los pasos de cualquiera apoyada en el marco del salón, abriendo los labios para preguntar por un corte.

Acá los letreros de neón y su sonidito electrónico hacen juego con la gran cascada metálica cayendo del cielo, un caracol finito empañado por gaviotas y alimentado por la luz de un ventanal. Titi acomoda su pelo negro frente al espejo y contempla el paso del tiempo. Los cristales parecen retratar una escena familiar, distópica, donde los pasillos ven una vez más sus tiendas llenas en un paseo de domingo porteño.

El movimiento de sus manos asemeja las tijeras en las que destinó su oficio. Un primer encuentro, en el liceo técnico de Valparaíso. Se puede decir que, por obligación, no solo de sus padres, sino de las circunstancias de su época. Pero siempre quiso ser actriz.

–Ser peluquera es ser una actriz.

Interpreta el papel de su vida entera encarnado en el olor a tinte. En el olor a talco entre los vaporizadores de cabello de color rojo, esas extrañas máquinas futuristas que ahora se encuentran corroídas por el negruzco hollín del tiempo.

Pero no hay guion escrito. El llanto de su hija parece colmar toda escalera. Toda ventana. Toda baranda. Ser mamá soltera es una campaña extenuante. Y es más desgastante aún la cara de la gente cuando andas con la cría en la micro, cuando la llevas al salón. Y la guagua llora. Y grita. Y la clienta no para de hablar. Si la gente supiera lo que acontece en la peluquería Roxand de la Tres Palacios. Es el cine de los protagónicos, la vida completa de las clientas. Y en ellas una extensión de la Titi.

La última clienta le trajo un librito pequeño de color azul. Era poesía. Un recopilatorio. Lo acaricia, lo toma del lomo y lo guarda en su pequeño estante. Los libros también están en las peluquerías. Las palabras no son solo de las bibliotecas, de las ferias, de los estantes mohosos. Los salones contienen historias, orales y escritas. Llevar ocho años entre estos espejos y libros intercambiados con sus clientas es adentrarse en el mundo entero de cada persona, porque un libro te dice cosas pero uno regalado más de la gente que te lo obsequia que de las palabras que contiene.

Salón Pelos

–Desde que llegaron los malls, todos se empezaron a ir. Solo quedaron peluquerías.

Anita es la más solitaria de estos pasillos. Su historia en el Salón Pelos nació en el noventa y seis. O en el noventa y siete. No lo recuerda. Titubea. La primera vez que le cortó el pelo a alguien fue un gran acontecimiento, una iniciación.

Lo que más lamenta son los extranjeros. Apaga la voz, su impronta se convierte en murmullo. «El golpe más fuerte fue cuando llegaron ellos». El corte ya no era lo único que esperaba la clientela. De repente los catálogos de otros salones se llenaron de nuevos servicios. Que la barba, que la uña, que la cara, que las cejas. Le van quedando las históricas. Esos cortes que se transformaron en generaciones.

Sus uñas pintadas y sus anillos acomodan el delantal negro que cubre sus piernas. Y su delineado azul metálico suspira la ausencia de sus compañeras. Hay cuatro sillas. Antes de la pandemia estaban llenas; después, solo queda ella. Pero la soledad es una compañía que no la enfada. Más bien la recibe con brazos abiertos. Esa soledad está acompañada del «no me importa». Porque el hacer nada también es el cálido espacio de una vida entera de trabajo.

–Me gusta, pero es explotador.

Suspira de nuevo. Respira aires de querer jubilar y plantar las tijeras finalmente junto al tocador. Ese cajoncito color blanco y rosado crema que parece estar invadido por todo tipo de artefactos. Y un gran espejo donde se mira, como de costumbre. Acomoda las revistas viejas que clienta alguna ha ojeado en mucho tiempo. Nunca se deja de ser peluquera. El pelo puede cubrirse de plateado, pero siempre estará la impetuosa mano que burle al tiempo y que siga manteniendo el recoveco aquel de un caracol que se acomoda al cambio de Valparaíso. Del pedacito de mar que dibujan Unisex Caras, Salón Camila, Femmina y peluquería Gladys.

Pitty Salón

–Quiero tener mi propio salón. Eso sería bonito –mira el reloj, luego la tarifa de cortes pegada en la pared.

Pitty Salón está inundado de rojo. Desde las letras dibujadas en el cristal de la puerta, hasta las baldosas del piso y los tocadores con ampolletas hinchadas que dejaron de alumbrar hace años. Es la más alta. Y su languidez está cubierta con un delantal ceñido a su figura, que no denota paso del tiempo alguno frente a sus casi cincuenta años. Se ríe. No siempre lo hace. Tiene una jovialidad más bien parca, que se deshace a la hora de conversar.

Primero las canas. Ahora los jóvenes también tienen canas. Luego el estrés. Con la pandemia todo el mundo está violento y apresurado. La pandemia:

–Trabajé a domicilio. Me escondí de los marinos porque en ese tiempo había que pedir permiso para salir. Y entre pedir permiso o pedir perdón, ninguna de las dos.

El internet. Otro tema de conversación que le encanta. Le fascinan estos «nuevos tiempos», aunque su peluquería parezca un santuario ochentero, con una banda sonora que sale de su radio Sony color blanco y una antena metálica que busca señal. No se queda en la nostalgia absoluta y de vez en cuando reniega de la Bolocco pegada en la pared, del póster desteñido, repleto de rostros faranduleros de los noventa con cortes que la gente pedía replicar.

–Vivo con mi papá, tengo un hijo y problemas de internet.

A pesar de esto que parece no encajar, que es un rompecabezas de tiempos distintos, su ilusión por un salón propio que renueve estas paredes la mantiene todavía entusiasmada. Más de veinte años han pasado y la agudeza de sus dedos podría prometer veinte más. Podría romper la nostalgia infinita que parece sucumbir a las peluqueras de Valparaíso.

Salón Hechizo’s

Un asientito desgastado hace juego con el verde de las paredes. La peluquería Hechizo’s se resiste al pasar del tiempo; mejor dicho, no pasa el tiempo donde doña Ninoska. Al mirar la mesa donde hay un gran espejo tipo tocador, se pueden ver las nostálgicas revistas con cortes de los dos mil, flequillos iluminados y rubias medias tostadas con cejas delgadísimas y anchos cinturones.

–Valparaíso ya no es lo mismo, a veces nos da pena ver como está. El alcalde tiene todo tan botado. Arriba con tijera, ¿cierto?

Como tantas mujeres de clase media que debieron hacer malabares para poder sobrellevar el ritmo acucioso de la cesantía de los dos mil, sacó cursitos por aquí y por allá para poder levantar un negocio que sirviera para por lo menos pagar el gas.

–Porque mi marido me reclamaba tanto: que no estaba en la casa, que para qué trabajar. Pero cuando empecé a comprar las cosas y a pagar las cuentas, ahí cachó que me necesitaba para sacar los gastos de la casa.

Las fotos de Ninoska joven. Un acto de memoria que suponen dos décadas en las paredes de este lugar, del espejo alicaído entre el colorete y el olor a gel. Le pregunta al cliente de dónde viene. Porque en este puerto nadie es de acá, ni de allá, ni de aquí ni de dónde. «Otro puerto», exclama. Abre sus manos, una tijera y una peineta. Comienza a contar su viaje a Mamalluca, al poco tiempo de fallecida su madre, y la historia de cómo se le apareció en aquel cerro del interior del valle de Elqui.

–Yo soy bien escéptica, pero en ese momento me di cuenta que existen más cosas.

Si supiera Ninoska que Mamalluca significa «madre que cobija», quizás todo le haría más sentido.

–Después de ese evento me siguen pasando cosas. Pero eso se lo contaré en un mes más, cuando le crezca de nuevo el pelo.

La micro cierra sus puertas. El viento del plan sube atrevido hasta Playa Ancha, entra por avenida Pacífico y se libera en estos salones náufragos. Que no tienen caracol alguno, pero sí una calle, una línea que comparten. Las peluqueras porteñas parecen haber nacido juntas.