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RODRIGO: Por Sofía López Martínez

Te he estado buscando.

No pensé que sería difícil encontrarte.

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El otro día creí verte en Barón, cerca del mirador. Eres tú. Misma chaqueta y mismo gorro, me acerco, nerviosa, mismos pantalones azules. Eres tú, por fin. Tienes una caja en frente tuyo y estás con el teléfono intentando llamar al destinatario. Me acerco lento, para sorprenderte. No eres tú… No tienes tus lentes.

Sigo caminando.

También creí verte un día en Condell, temprano, estaba tu camión. Y qué tonta. Ni siquiera tienes un camión, tomas la micro y caminas, como tantos otros compañeros tuyos. Ibas entrando a un local donde venden comida. Mismo gorro, misma chaqueta, me apuro para hablarte.

Espera… Estás más alto. Me voy alejando.

Me dijeron que te vieron en Prat, entrando a tu sucursal, a eso de las siete de la mañana. Sentí mucha envidia, ¿por qué no te encontré yo?

Recuerdo, tiempo atrás, ese día de lluvia en el que nos encontramos.

¿Dónde?

En la puerta de mi casa.

No pensé que vendrías con lluvia, me llamó la atención. Sucede que hay un tipo de cartas que, aunque llueva, tienes que entregar a como dé lugar.

Tenías empañados los lentes.

Y el otro día creí verte por Cerro Alegre, pero era un trabajador de Chilquinta. El uniforme se parecía, de lejos.

Hace poco te vi, esta vez sí. Y decidí seguirte, en secreto, por tu cuartel. Me da risa que ustedes les digan así a sus sectores. Cuando me lo contaste, imaginé que algunos carteros debían sentirse como parte de un ejército. Un ejército que se despliega cada mañana por la ciudad. Solitarios soldados que suben y bajan los cerros. Sin violencia, a primera vista. Hasta que me di cuenta de que peleaban, a veces, un poquito. ¿Te acuerdas de la vez en que otro se llevó unas cartas de tu cuartel? Esa ha sido la única vez que te he visto enojado. Tres de esos sobres eran míos. Semanas después, cuando por fin me los entregaste, estaban arrugados y tenían manchas de tierra. Ojalá un día me cuentes bien lo que pasó, así como me has contado que no te gustan los edificios y que te estresa cuando las personas no están en sus casas, que a veces con solo mirar una carta sabes que es urgente.

Como el día en que me llamaste. Habías tocado el timbre muchas veces y nadie abría la puerta. Te di instrucciones para que las dejases en la peluquería de una amiga de mi mamá. Y me hiciste caso.

No tenías que hacerme caso.

Si tuviese patio delantero, si tuviese perro, colocarías las cartas en su hocico y mi can, muy obediente, las entraría a la casa. Me dices que para los carteros esos perritos son como una bendición, yo creo que esos perritos son una bendición para todo el mundo.

Por mi casa siempre pasabas a eso de las diez. Hubo un tiempo en que me levantaba solo para esperarte, para recibir una carta con mi nombre, dictarte mi rut. Una parte de mí piensa que ya te lo sabes de memoria, que me pides que te lo dicte para no parecer raro. No lo encontraría raro. A veces solo sentía tus pisadas en la entrada y veía cómo la cuenta de la luz se deslizaba por debajo de la puerta. ¿A quién le gusta que le pasen una cuenta en la mano?

Te encantan las cartas con sobres decorados, con stickers, sellos. Cartas con emocionante recorrido que llegan a parar a tu carrito, de esos como de la feria, azul oscuro igual que el tono de tus pantalones. Supongo que ahí guardaste las galletas que te di el año pasado para Navidad. Y recuerdo lo que me dijiste: Gracias por recibir cartas, gracias, gracias.

Me dejabas sin monedas para la micro. Tenía que estar siempre reponiéndolas en la repisa de la entrada. Pásale luca hoy día, que las últimas veces no tenía ni una moneda pa darle, me ha dicho mi mamá. Y pienso en toda la gente que te ha dejado con la mano en el aire, que nunca te ha dado nada, por más que cuides sus cartas, por más que las defiendas, por más que hagas todo bien.

Un día la curiosidad pudo más. Llevabas un tiempo visitándonos, y tuviste que preguntarme por qué me llegaban tantas cartas, qué es lo que me mandaban, por qué eran de tantos lados, por qué eran sobres tan bonitos. Yo sentí vergüenza. Es una tontera, una cosa de cabra chica y se supone que ya soy adulta.

Para ti no fue una tontera. Dijiste que te parecía perfecto, que mejor para ti, que te hacía feliz tener que entregar más cartas.

Y era así. Una carta por día o dos cartas cada tres días. Una vez me entregaste como cinco de una. Y siempre eran tus favoritas. Te gustan mis cartas, las que recibo, claro, no has podido ver las que mando. Te aseguro que esas te gustarán más.

De repente pienso en que quiero ser como tú. Quiero ser tú. Quiero tu trabajo, quiero tus cartas. Quiero tu carrito. ¿Por qué no me dejas usar tu polar rojo un rato? Total, ya conozco tu cuartel de memoria. Déjame intentarlo un día. Déjame colocar una carta en el hocico de un perro obediente. Déjame ir a tu casa. Déjame pedirte el rut. ¿Tienes buzón? Yo jamás tendría uno, te lo prometo. ¿Cuántas cartas como esta has recibido? Recibir cartas es distinto a que te las escriban. ¿Me escribirías una?

Te he estado buscando, no pensé que sería difícil encontrarte. Deja que me pruebe tus lentes, estoy segura de que vería bien con ellos. Déjame pelear a tu lado por las cartas que otros toman, déjame cuidar las cartas que no son mías, te juro que las entrego. Solo una ojeadita. Por algo te he estado buscando. Permíteme estar rodeada de sobres, de casas, de tinta.

Por favor, por favor, por favor.

P.D.:

Hace rato que no pasas.

Y vi a otro paseando por nuestro cuartel.

Ni siquiera me ha pedido el rut, deja todo por debajo de la puerta. Supongo que hay cartas para las que no vale la pena tocar el timbre.

Valparaíso, diciembre de 2022