Guía cineclub Universidad de Jaén, curso 2013/14.

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–el de la institutriz–, no es sino una narración autodiegética en la que Giddens, afanada en erigirse en máximo exponente de un matriarcado rígido y vigilante, recuerda los hechos a través de su prisma selectivo, sugestionada por sus miedos interiores, coaccionada por su tendencia a interpretar tendenciosamente cualquier hecho en la realidad, creando y recreando, dando rienda suelta a su imaginación, proyectando las demudas y los delirios reprimidos, haciendo y deshaciendo a su antojo. Así, Giddens sobreinterpreta los silencios y miradas de Flora y Miles, crea un universo amenazado por una transitividad de contagio y perversión,9 cuestionando la inocencia de los niños, demonizando cada juego o simple travesura, asignándoles el rol de mediadores acólitos de los terribles fantasmas que asolan los corredores y ventanales de la casona. En realidad, en su asfixiante proceso de purga, un exorcismo pretendido que obedece al anhelo de asertividad y refrenda de su legitimidad como madre, la institutriz es la que irrumpe desde el umbral de lo ominoso, tornándose en el espectro que rompe los lazos de cohesión y familiares, el estado de bienestar instaurado en el hogar, y pervirtiendo a los niños, con consecuencias fatales. ¿Quién puede matar a un niño? propone también una búsqueda del hogar y los fundamentos de la cotidianidad por parte de una pareja de turistas que se escuda, en todo momento, en ese referente de zona de confort que supone la unidad familiar, el recuerdo de los dos hijos que han dejado en la civilización para embarcarse en esta singular “luna de miel”. Es un itinerario de territorialización de lo ignoto en un espacio insular, la isla de Almanzora –“algo más allá del horizonte”,10 se indica 9  Destaca la recurrencia de correlatos fálicos, asociados a la virilidad estilizada y amenazadora, a la vez que deseada, que preserva las marcas del patriarcado en un ámbito en el que, legitimada la autoridad máxima, la institutriz pretende imponer un matriarcado de horror. 10  Como los enclaves rurales de interior, el pueblo costero es también un ámbito recurrente en el cine de terror, por sus características de “no lugar” –espacio de paso o estancia vacacional en el que suelen entrar en conflicto los modos ancestrales de los lugareños con el de los visitantes– y dimensión limítrofe, abismada a las leyendas de monstruos marinos o ecos del “mare horribilis”. Cítense ejemplos dentro de la filmografía española como El ataque de los muertos sin ojos (Amando de Ossorio, 1973) o Dagon, la secta del mar (Stuart Gordon, 2001). Con todo, fue John Carpenter el que lo instauró como cronotopo del escalofrío en La niebla (The Mist, 1980).

Cineclub 2013/14

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