acción todopoderosa de la fuerza, la necesaria limitación del hombre ante los principios. Ya tenía, pues, una verdadera obra propia de un civilizador: hacer introducir en las leyes de llano la obligación de la cerca. Mientras tanto, ya tenía también unos pensamientos que eran como ir a lomos de un caballo salvaje en la vertiginosa carrera de la doma, haciendo girar los espejismos de la llanura. El hilo de los alambrados, la línea recta del hombre dentro de la línea curva de la naturaleza, demarcaría en la tierra de los innumerables caminos, por donde hace tiempo se pierden, rumbeando, las esperanzas errantes, uno solo y derecho hacia el porvenir. Todos estos propósitos los formuló en alta voz, hablando a solas, entusiasmado. En verdad, era muy hermosa aquella visión del Llano futuro civilizado y próspero que se extendía ante su imaginación. Era una tarde de sol y viento recio. Ondulaban los pastos dentro del tembloroso anillo de aguas ilusorias del espejismo y a través de los médanos distantes, y por el carril del horizonte corrían, como penachos de humo, las trombas de tierra, las tolvaneras que arrastraba el ventarrón. De pronto el soñador, ilusionado de veras en un momentáneo olvido de la realidad circundante, o jugando con la fantasía, exclamó: —¡El ferrocarril! Allá viene el ferrocarril. Luego sonrió tristemente, como se sonríe al engaño cuando se acaban de acariciar esperanzas tal vez irrealizables; pero después de haber contemplado un rato el alegre juego del viento en los médanos, murmuró optimista: —Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no alcanzaremos a verlo; pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea.