VOLVER A EMPEZAR

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en la Universidad de Illinois y vivía con el novio que había conocido en la facultad. Se llamaba Matthew y estaba ansioso porque se casaran, pero ella ya no estaba tan segura. Se sentía «atrapada», necesitaba «espacio», quería hacer nuevos amigos y vivir todas las experiencias arriesgadas que se había perdido al haberse criado en un pequeño pueblo del Oeste Medio. Ni ella ni Matthew eran las mismas personas de antes, le comentó ella, pues sentía que había madurado más que él. Jeff la dejó hablar, dejó que descargara sobre él todos los lugares comunes y las añoranzas de la juventud que para ella era abrumadoramente fresca y tenía una importancia fundamental en su vida. No tenía la perspectiva suficiente como para darse cuenta de lo corriente que era su historia, si bien podía decirse que había abierto un poco los ojos puesto que deseaba deshacerse del cliché en que se había convertido su vida. Él se compadeció de ella, y estuvieron charlando una hora o más de la vida, el amor, la independencia; después le dijo que tenía que tomar sus propias decisiones, que debía aprender a arriesgarse; le dijo todas las cosas obvias y necesarias que hay que decirle a alguien que se enfrenta a una crisis universal y humana por primera vez en su vida. Por la ventana se coló un remolino de aire que fue a agitar el pelo de Lydia y a echarle la cinta del sombrero sobre la cara. La muchacha la apartó y Jeff encontró en ese gesto, en la forma infantil en que movió la mano, algo que lo conmovió de un modo inexplicable. En su cara ansiosa vio de repente un reflejo de Judy Gordon, y de Linda el día en que le llevó el ramo de margaritas, era un rostro brillante de promesas y sueños incipientes. Se terminaron las copas y Jeff la acompañó hasta el taxi. Cuando se metía en el taxi, lo miró a la cara y con todo el optimismo y la supuesta eternidad de la juventud le dijo: —Supongo que todo se arreglará, al fin y al cabo tenemos mucho tiempo para buscar una solución. Tenemos todo el tiempo del mundo. Jeff conocía muy bien esa ilusión. Le sonrió sin demasiado entusiasmo, le estrechó la mano y se quedó viéndola marchar hacia la vida, mientras su larga cinta rosa se agitaba libremente al viento. Desde su puesto de observación, a unos treinta metros del andén, Jeff vio que el tren de oficinistas Metro North se detenía justo en horario. A esa altura del día no era del todo acertado llamarlo tren de oficinistas, porque eran muy pocos los empleados y ejecutivos que tomaban el tren de las once en dirección a la ciudad. Jeff se dirigió a paso rápido hacia la rampa de la Terminal, como si se hubiera bajado de la línea equivocada. Aminoró la marcha cuando pasó delante del tren que venía de New Rochelle y vio que había acertado; entre los pasajeros que se apearon iban unas cuantas mujeres vestidas para ir de compras, un puñado de estudiantes universitarios, pero casi nadie con traje, corbata y maletín. Ella fue la última en salir del tren. A punto estuvo de perderla y había empezado a pensar que la información que le habían dado era incorrecta. Iba bien vestida, pero sin la fanática atención por el detalle que distinguía a las mujeres que iban a Bendel's o a Bergdorfs. Sus zapatos planos estaban hechos para caminar y su vestido de lino azul claro y el jersey de fina lana tenían un atractivo aire de practicidad. Jeff la siguió a veinte o treinta pasos de distancia cuando subió la rampa que conducía al vestíbulo principal de la estación Grand Central. Tenía miedo de perderla entre la multitud, pero su altura y su distinguida cabellera lacia y rubia le sirvieron de guía mientras iban abriéndose paso entre aquel hormiguero de gente. Ella subió la amplia escalinata que llevaba al edificio Pan Am y Jeff aminoró la marcha al seguirla por el vestíbulo menos atestado y al salir a la calle Cuarenta y Cinco Este. Ella cruzó Park Avenue, pasó delante del hotel Roosevelt, cruzó Madison y siguió por la Quinta, donde giró al norte. Los escaparates de Saks y Cartier la impulsaron a hacer pausas brevísimas que obligaron a Jeff a rezagarse delante de Korean Airlines y a fingir que se interesaba en sus viajes organizados o en los juegos de maletas de Mark Cross.


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