Laberinto 589 (27/09/2014)

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08 b sábado 27 de septiembre de 2014

MILENIO

en librerías

Paradojas para leer a José Lezama Lima Hay dos revelaciones encontradas en la figura del gran poeta cubano del siglo XX: la insularidad universal y la creación como sistema de pensamiento. Tales son las premisas del siguiente texto que forma parte de El fuego que camina, de reciente aparición ENSAYO Jorge Fernández Granados

L

o que sabemos de José Lezama Lima nos lo reitera como un hombre amplio. Amplio en todos los sentidos. Amplia humanidad de su cuerpo y de sus apetitos. Amplia generosidad de gestos y de deseos. Amplio criterio. Amplia, amplísima cultura. Quiero insistir en esta amplitud porque estimo ahí una seña, no puramente anecdótica, sino una de esas señales vertebrales para la lectura de un carácter. La amplitud del carácter de Lezama Lima representa la universalidad misma en el ser más insular posible. En efecto, si ha habido un escritor insular en Hispanoamérica, al menos en el siglo XX, ese escritor se llama José Lezama Lima. Insularidad también en todos los sentidos e insularidad como atributo y destino. Lo aislado de un intelecto universal que desarrolla, sorprendente pero complementariamente, una medida excéntrica del Todo. Un Todo que imagina, un Todo que deduce. Es también probable, puestos a elucubrar, que el deseo de la amplitud en el carácter sea inversamente proporcional a la insularidad habitada. No deja de codear al enigma que un hombre tan felizmente sedentario y habanero, tan doméstico y edípico, quien apenas en una sola ocasión en toda su vida, una vida de sesenta y seis años, salió de su isla —por cierto, para visitar México—, haya sido el escritor más universal de Cuba en su siglo. Semejante empeño de amplitud o universalidad quizá no sea explicable más que en un ser insular como Lezama, quien habitó al menos dos islas: la de su tierra y la de su espíritu. Juan Ramón Jiménez tiene la sospecha de que “los que viven en isla deben vivir hacia adentro”, y el caso que nos ocupa no lo contradice. Habitar una isla es una metáfora terrestre de una singularidad mayor y natal. Yendo un poco más lejos: ¿no sería la isla el

Es un escritor que enfrenta a Occidente con su fantasma. No hay en él una rebeldía sino una rebelión

espacio justo, la imagen encarnada para representar y aludir al lugar del hombre en el orden de las cosas? Todos somos de alguna manera una isla. Si el paraíso adquiriese la medida del hombre, no sería un jardín sino una isla. Aludimos a la excepción. La irregularidad adánica. Ya vimos que la isla es al mar lo que el hombre a la creación. Por ello la única tierra que podía habitar y gestar a José Lezama Lima era una isla. Lo que este poeta isleño nos plantea en la parábola de su insularidad universal es la medida de la distancia que puede separar a un hombre de otro, a una conciencia y su lenguaje de otra, a un pensamiento del siguiente. Ésta es la primera paradoja lezameana —desde mi punto de vista, claro—, que podríamos esbozar así: la insularidad (y su consecuencia expresiva: la originalidad) es directamente proporcional a la amplitud del espíritu. Hay una isla entonces en la literatura hispanoamericana que se llama José Lezama Lima. La segunda paradoja lezameana vive en el orden de la imagen. La imagen poética adquiere una riqueza desmesurada en cualquier página de su escritura.

Lo mismo la poesía que el ensayo o la novela, todo en Lezama está urdido, organizado y me atrevería a decir que razonado en imágenes. Como Julio Cortázar lo advirtió, el pensamiento lezameano parece un sistema presocrático de representación conceptual, donde las figuras animadas y actuantes del mito, del sueño y de la realidad no están separadas ni pertenecen a órdenes distintos; sistema poético-cognoscitivo donde una metáfora tiene el mismo valor que una deducción y toda posibilidad acariciada por el sueño es ya una consumación en otra coordenada de la realidad. En suma, el de Lezama es un pensamiento para el cual la razón es una curiosidad y un simple sistema combinatorio entre otros posibles; pero ni la única ni la mejor herramienta de la conciencia para escrutar el mundo. Resulta sumamente difícil, por no decir imposible, separar en cualquier página de este escritor los conceptos de su orden imaginario y de su germen poético. A este respecto los antecedentes que podemos detectar en su estilo (Ovidio, Garcilaso de la Vega, Góngora, el surrealismo) nos sirven poco en realidad para hallarle una familia literaria, puesto que su insularidad no está simplemente en su estilo, que muchos encasillan con excesiva y fácil certeza como “barroco” o “hermético”, sino en su conciencia toda, en el discurso mismo de su logos que no se aviene a fórmula o escuela alguna, aquella manera a la vez arcaica e inédita de pensar y relacionar intuición, pensamiento e imagen, el mundo como un gran sistema de intuiciones poéticas. José Lezama Lima formuló una estética a partir de las posibilidades transfigurativas de este pensamiento articulado en imágenes. Su lección ofrece un punto de referencia obligado, no solo para entender la etapa del surrealismo y de la segunda vanguardia en Hispanoamérica, sino que se inserta en una tradición mayor. Es un escritor que enfrenta a Occidente con su fantasma. No hay en él una rebeldía sino una rebelión. Con dicha rebelión este poeta plantea la segunda paradoja lezameana, que podríamos definir como la ecuación cognoscitiva de la imagen, la cual tal vez acepte la siguiente definición: cuando la imagen alberga un sentido que la atraviesa y la multiplica hacia otra posibilidad verdadera pero inefable no solo se trata de una permutación verbal. Se crea un lugar distinto al cual la obra alumbra, por primera vez, un territorio recién descubierto. La imagen poética trabaja entonces como una enzima o portal: se origina en dos objetos visibles para crear un tercero, invisible pero verdadero. Dos paradojas apenas para leer a José Lezama Lima. La insularidad universal y la poesía como un sistema de pensamiento. De alguna manera también podríamos decir, no para definirlo sino solo para sospecharlo, la soledad y la sorpresa del sueño. L

RESEÑA

La estirpe del microrrelato Javier Perucho

E

dmundo Valadés fue un hombre de pasiones: expiaba su afición por los toros y el cine así como transpiraba el periodismo cultural o se desvelaba por las apetencias del cuento. De las primeras apenas sabemos nada. Su talacha periodística sigue desbalagada en los sótanos polvosos de la radio y la televisión, en los diarios y revistas donde la ejerció con fervor cotidiano. De la última guardamos una certeza: fue uno de los cuentólogos más sabios en México, reputación consagrada por sus afanes en la difusión y aliento del género, cuyos frutos se encuentran en su biblioteca: analectas, estudios, cuentarios y el cuento. Revista de imaginación, cuyo número inaugural apareció hace cincuenta años, en mayo de 1964. El consejo de redacción que afrontaba los trabajos de el cuento lo conformaron personalidades que animaron la literatura mexicana vigesímica. El diagramado y la selección narrativa estuvo a cargo del maestro Valadés, así como la distribución comercial de la revista. La sección de corres-

pondencia, de las muchas que la integraban, amerita una acotación, pues ahí podíamos encontrar, entre epístola y epístola, una didáctica y una poética del cuento, una arqueología literaria de una estela de escritores latinoamericanos que hallaron en sus folios un espacio de aprendizaje. Justamente esta cauda es la que da cuerpo y sentido a Minificcionistas de “el cuento. Revista de imaginación” (Ficticia, México, 2014), florilegio atentísimo a los acordes de Alfonso Pedraza (Hidalgo, 1956), médico cirujano adicto a las breverías que Valadés promulgó por el continente, y quien se ha encargado del rescate de su heredad a través del sitio digital homónimo, un espacio virtual que aloja las invenciones cuentísticas miniadas difundidas en el centenar y medio de números de la revista. Para integrar el volumen de los Minificcionistas, Pedraza convocó a los escritores de la escuela valadesiana bajo la premisa de que colaboraran con

textos inéditos o no publicados por el sonorense para festejar el cumpleaños de plata de la revista. Así logró reunir, formados por orden alfabético en el índice, a un centenar de cultores vivos del microrrelato, por cuyo ejercicio destacan en sus países o sobresalen en el continente debido a los registros magistrales con que han logrado consagrar al benjamín de la narrativa: el microrrelato. De este llamado se derivan las ausencias, unas lamentables, como las de Juan Armando Epple, José Donoso, Augusto Monterroso, Max Aub, José de la Colina, José Emilio Pacheco, entre otros, pues su escritura cristaliza el canon del microrrelato en Hispanoamérica, además de que han fraguado un paradigma de escritura que persiguen los narradores más sensibles a los modos de articular el cuento brevísimo, la gracia de la literatura, en el pregón del maestro Valadés. A pesar de los faltantes, la estirpe latinoamericana del microrrelato fue congregada felizmente en torno a Minificcionistas, para celebrar con un tributo narrativo el jubileo de el cuento, un espacio literario donde la imaginación cuentística reinaba por sobre todos los géneros. L


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