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Los árboles, curan, cantan, matan, se quejan, se retuercen de desesperación, se yerguen con altivez, se abaten, tiemblan, se levantan desafiando el rayo, caen mortalmente heridos por él… 142
Los árboles se enferman, sufren con el frío, se alegran con la primavera. Ved ese saúco que se asoma por el bardal vecino; sus ramas se han extendido ansiosamente sobre la tapia, y cuelgan hacia el ajeno huerto. ¿Quién al ver este árbol en esa actitud de ansiedad, asomándose a otro jardín que no es suyo, quién dejará de exclamar: “He aquí un árbol curioso que desea observar lo que sucede fuera de su casa”? Ya lo veis; este árbol tiene el defecto de la curiosidad; no me negaréis que es un árbol curioso. Y si pidieseis ver el saúz de mi calle diréis: “¡Qué árbol tan triste!... ¿Cuál será la pena?... ¿Será que está solo? ¿Será que ya está cansado de vivir y desea la muerte?... ¿Querrá cambiar de sitio? ¿Quisiera estar mejor a la orilla de algún arroyo o de algún estanque?... ¿Tiene alguna nostalgia?” Y después de haceros todas estas preguntas, acabarías por decir así: “sea la que fuere su pena, lo cierto es que ese árbol sufre”. Ya lo veis: los árboles padecen. En las llanuras de los Andes, hay árboles que matan. El viajero fatigado que al amor de la amplia sombra ofrecida por aquel follaje, se detiene a reposar allí, suele no despertar jamás. El árbol mano, el árbol asesino, se ha aprovechado del sueño del viajero para matarlo. Su sombra fatídica ha helado la sangre del caminante en sus venas, y éste no volverá a abrir los ojos a la luz. Por fortuna, los árboles asesinos son contados, y sólo se encuentran en parajes escondidos y salvajes, por donde casi no deja huella la planta humana. En cambio los árboles buenos abundan en todas partes. No importa que sean curiosos y que se asomen al cercado ajeno, si al acercarse a él, dejan caer de sus ramas el perfume exquisito y la blanquísima flor.
Los árboles son dadivosos; pueden dar en frescura y pueden dar calor. Frescura, con su divina sombra movible, que teje encajes en el suelo; calor, con sus olorosos leños que se retuercen alegremente en la chimenea, durante las noches invernales, mientras llora el viento en la calle y teclea la lluvia en los cristales del balcón. Los árboles hacen tanto como los doctores. Saben curar. ¿No habéis oído hablar del yolozóchitl? Este árbol gigante enamorado del cielo, ofrece cada año sus nevadas flores para que con ellas alivien su mal del corazón a quienes lo padezcan. La flor del naranjo, el azahar, cura los nervios. El esbelto eucalipto alivia a los que sufren del pecho. El saúco calma los dolores de la cabeza. La flor de tilo alivia a los neuróticos. ¿Queréis más ejemplos? Hay árboles que se dejan caer a la orilla del camino para ofrecerse como bancos. Estos árboles son piadosos y sin brillo, ¿no tienen sed? Sí; la tienen infinita. Estos árboles suspiran por el agua y cuando la primera lluvia cae sobre de ellos los veréis contentos, extender su follaje, ávidos del frescor de las gotas, y sonreír con el brillo de sus hojas y con el verde tierno y nuevo de sus follajes. Los árboles son susceptibles, como nosotros de pesar y alegría. Si no los regáis, morirán, si no los cuidáis, enferman; si los maltratáis, no tendrán bellezas; si los consideráis pagarán, vuestro cariño, con flores, con frutos, con perfume. Los árboles nos miran y nos observan, como nos miran y nos ven los hombres, sólo que aquellos que no son ingratos ni parciales como suelen ser éstos, y así, saben pagar nuestros actos con rectísima justicia. Ya veis que los árboles son también jueces. Cuidaos, pues, de que ese juicio imparcial que los árboles formulen sobre vosotros, resulte desfavorable y malo. Hay que amar a los árboles para que todo lo que ellos piensen de nosotros sea igualmente bueno, bello y amable.