Español lecturas 6o. Grado

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El licenciado le hizo un gesto a la señora, como interrogando si ella confiaba en mí, y como ella no decía nada, él se puso de mi lado diciendo que yo parecía un niño muy decente. —La gente decente no necesita robar porque no le hace falta dinero —dijo, mirándome comprensivamente, mientras metía la mano a su bolsillo y sacaba un fajo de billetes—. Yo tengo dinero. —Y agitó el fajo—. Soy una persona decente. Y tú, ¿eres tú una persona decente? Ambos me miraron fijamente y yo no supe qué hacer, hasta que metí la mano en el pantalón y mostré los ochocientos pesos de mi mamá. El licenciado sonrió confiado en que todo saldría bien. Y para no dejar dudas propuso que envolviéramos el cachito en un pañuelo, así nadie sospecharía nada. Yo no entendí muy bien cuál era el sentido; no pensaba enseñárselo a nadie. Sin embargo, estuve de acuerdo. Después de todo, no podía desperdiciar la oportunidad que tenía de comprar la bicicleta soñada. Era un pañuelo de rayas verdes que el licenciado extendió sobre la palma de su mano, poniendo allí el cachito. Entonces nos miró fijamente y propuso algo que sellaría definitivamente nuestra complicidad. —Vamos a guardar nuestro dinero junto con el cachito —dijo—, así lo vas a cuidar con más empeño. Sin pensarlo dos veces, el licenciado puso su fajo de billetes sobre el pañuelo, esperando que yo hiciera lo mismo. Yo seguía sin entender muy bien el objetivo, pero para que no desconfiaran volví a sacar mis ocho billetes de cien y los puse en el pañuelo de rayas verdes. Entonces, el licenciado hizo un rápido nudo y, antes de entregármelo, me advirtió por última vez: —Guárdatelo muy bien; guárdatelo así… Y mientras lo decía metió su mano adentro del saco, como indicándome la forma en que debía guardarlo. Acto seguido metió el pañuelo en mi pantalón sin que yo lo tocara y me hizo poner las dos manos encima, con la promesa de que no las despegaría de allí. Yo asentí, obediente, y me fui caminando hacia la Lotería Nacional, mientras ellos se alejaban en sentido contrario. Cuando los perdí de vista eché a correr para llegar más rápido. Mi corazón latía con una fuerza que nunca antes había sentido. Al llegar a la escalinata de la Lotería dudé sobre lo que tenía que hacer: “¿Los espero o no?”. Fueron unos instantes de mirar al angelito y al diablito que se paran en tu hombro para aconsejarte. “No —pensé resuelto—, lo voy a cobrar yo”. Y me enfilé resuelto a las cajas de la Lotería. Escogí una que estaba vacía y puse sobre el mostrador el pañuelo de rayas verdes.

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