De la guerra etnosanta a la iglesia tawantinsuyana

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manos atadas al contingente de reclutas cobrizos que anualmente, a manera de “mita castrense”, demandaba el cuartel Salaverry de Arequipa. Luego de dos años de servicio en un batallón de infantería, se licencia como cabo castellano-hablante, conocedor del alfabeto. Retorna a su tierra para dedicarse de lleno a la agricultura en la chacra paterna y –claro está –tornarse eximio lector bíblico y espontaneo exegeta del Antiguo Testamento. Cabe –aquí –preguntarse por qué en el mensaje ataucusista (circunscrito al Viejo Testamento) tanto Jesucristo como el Nuevo Testamento son omitidos, al igual que la cruz (optándose por el símbolo primigenio del “pescadito”). La razón estriba en que la idiosincrasia y moral andinas calzan mejor con la severidad del Jehová judaico que con el prostituido mensaje cristiano (Nuevo Testamento) del hipocritón clero afincado quincuacentenariamente en los ex -territorios tawantinsuyanos. Además, el concepto de “gracia jesucristiana colisiona con el principio de “reciprocidad” inkaica. Y es que resulta –aquella gracia –absurda y hasta inmoral, dada su parcializada esencia de “gratuidad sin compromiso de reciprocidad”, vale decir, sin espacio para la equidad (requisito elemental de la justicia), propia del ancestral ayni andino. Obviamente la exegesis mesiánica neo-tawantinsuyana se conjugaba mejor con la severidad del Antiguo Testamento y –dentro de este –con la liberación terrenal del yugo extranjero por Moisés, antes que con la abstracta “liberación celestial” (post modem) jesucristiana. Prosiguiendo con el reservista, agricultor y exegeta Ezequiel Ataucusi, este sostuvo haber escuchado el mensaje divino, ordenándole que “saliera a predicar”… Para entonces contaba con los significativisimos treinta años de edad a partir de los cuales inicia su ministerio errante, dejando chacra, familia y aldea. Definitivamente tuvo que ser un pastor de capacidad excepcional, cuya grey la captaría de entre las etnoclases populares de extracción provinciana y kechuahablante emigradas a Lima, en donde con “estera y banderita peruana” plantadas en los arenales, conformarían desde 1950 los primeros cinturones de miseria sitiadores de la capital. De ahí, de entre los condenados de la tierra (parafraseando a 167


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