Blavatsky_Helena___Por_las_grutas_y_selvas_del_Indostan

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Por las Grutas y Selvas del Indostán

entrada del vihâra grande, después de regruñir un tanto penetraban por una de las pequeñas cuevas laterales semejante a un templete con la estatua de Devaki–Mata, alzándose sobre un pilón. Cada peregrino se prosternaba unos instantes, colocaba su ofrenda a los pies de la diosa, humedecía su frente, mejillas y pecho con el agua de la pila, o bien se bañaba en ella, y, en fin, se retiraba sin volver la espalda, arrodillándose por última vez en la puerta y desaparecía en la obscuridad balbuceando su postrer plegaria: ¡Mata, Maha–mata! (¡Madre, madre excelsa!) Dos de los criados de Gulab–Sing, encargados de hacer la centinela contra las fieras, se hallaban sentados en las gradas del atrio con sus clásicas lanzas y pieles de león o tigre. Como no podía conciliar el sueño, observaba con curiosidad creciente cuanto en nuestro derredor acaecía. El takur tampoco dormía, y siempre que entreabría mis ojos, abrumados por el sopor, veía destacarse, en primer término de aquel cuadro, la silueta gigante de nuestro misterioso amigo. Hallábase el rajput sentado, según la costumbre oriental, rodeando con sus brazos sus rodillas, sobre un banco tallado en la roca a un extremo de la terraza, con la mirada fija en la diáfana atmósfera. Tan al borde se hallaba del abismo, que al más ligero movimiento podía ponerle en gran peligro. Pero la misma Bhavani, la de la estatua de granito, estaba más inmóvil que él. Era entonces tan intensa la luz de la luna que, por contraste, la negra sombra producida por la roca que le cobijaba se hacía doblemente impenetrable y velaba su cara con la majestad de las tinieblas. De vez en cuando el fulgor del amortiguado fuego se avivaba un instante, y al reflejar sobre la silueta aquélla podía distinguir sus hieráticos perfiles bronceados, y sus brillantes ojos, tan inmóviles como el resto de su persona. –¿En qué pensará? ¿Duerme tan sólo o se encuentra en ese extraño estado, en que toda la vida corporal parece temporalmente detenida? Precisamente nos había relatado aquella misma mañana, cómo los rajayoguis iniciados podían sumirse a voluntad en este estado… ¡O si, al menos, yo pudiera dormir! De repente di un salto, excitada por los recuerdos de las cobras, al escuchar a mi lado mismo un largo y agudo silbido. El estridente sonido databa del propio heno sobre el que reposaba. ¡Luego se repitió una y hasta dos veces… ¡Era nuestro reloj–despertador americano que siempre viajaba conmigo! No pude menos de sentirme avergonzada de mi puerilidad. Pero ni el silbido, ni el sonoro campanilleo del despertador, ni mi repentino movimiento que habla obligado a Miss X… a levantar su soñolienta cabeza, sacaron a Gulab–Sing de su impasibilidad sobre el borde del precipicio. Transcurrió así otra media hora. Aún se oía el lejano rumor de la fiesta y todo en derredor mío yacía silencioso y tranquilo; pero el sueño huía más cada vez de mí. A poco se levantó el viento fresco que precede al amanecer, agitando los arbustos y árboles del abismo, y mi atención se fijaba alternativamente en el grupo formado por los tres rajputs, amo y criados, que delante tenía, y, sin saber por qué, fijé la vista en los largos cabellos de los criados que flotaban al viento, aunque el sitio estaba resguardado. Al contemplar en seguida al takur, la sangre se me heló en las venas. Mientras el turbante de uno de aquellos flotaba a impulsos del viento, la cabellera del Sahib, en cambio, permanecía tan inmóvil como si estuviese pegado sobre sus espaldas. No se movía ni un solo cabello, ni un pliegue tan solo de su fino vestido de muselina. 51


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