10 razones por las que Recursos Humanos necesita un cambio

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I. MONOGRÁFICO 10 razones por las que Recursos Humanos necesita un cambio Motivos no faltan

Para aportar valor a sus empresas, los profesionales de Recursos Humanos necesitan ser capaces de dar respuesta a aquellas cuestiones que son más relevantes para sus stakeholders. Para ello, en primer lugar, tienen que saber identificar e interpretar en clave de dirección de personas, las tendencias del entorno que afectan a su sector y a su negocio (Ulrich & Brockbank, 2005). A esto precisamente es a lo que pretende contribuir este artículo. En concreto, nuestro propósito es provocar a los profesionales de los RR.HH. para que se cuestionen en qué medida sus actuales prácticas de gestión de personas, y el comportamiento de los líderes de sus organizaciones, contribuyen a potenciar las capacidades de las que depende la competitividad de sus empresas en un mundo que está cambiando radicalmente. Este artículo parte de la constatación de que, a pesar de que el entorno tecnológico, económico y social se ha transformado a un ritmo vertiginoso, permitiendo nuevos modelos de negocio y exigiendo nuevas fórmulas organizativas, las prácticas de liderazgo y gestión de personas de muchas empresas apenas han evolucionado en las últimas décadas. Una disonancia que afecta negativamente a dos factores de los que depende el éxito de una compañía en un entorno

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volátil, incierto, complejo y ambiguo: su adaptabilidad y su capacidad de innovación. Por eso pensamos que ha llegado el momento de que Recursos Humanos revise de manera urgente y profunda el rol que juega en las organizaciones, y el valor que generan sus actividades. Es su responsabilidad, pero también una oportunidad única para que esta función reivindique con sus hechos el papel de “socio del negocio” que durante tanto tiempo ha reclamado, y pilote desde la gestión de personas los cambios que las organizaciones necesitan para competir en ese nuevo escenario. Uno: Porque la tecnología cambia

Estamos asistiendo a una revolución tecnológica sin precedentes. Hay quien la compara con la que posibilitó la Revolución Industrial. Otros encuentran un mayor paralelismo con la que supuso la invención de la imprenta de tipos móviles en el siglo XV, o incluso con la aparición de la escritura. Sea como fuere, el caso es que el desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones, en particular la evolución de Internet, está impulsando profundos cambios en la sociedad, la economía y la política, a los que los responsables de la gestión de personas en las organizaciones no pueden ser ajenos. Gracias a la caída en picado de los costes de procesamiento y almacenamiento de la información; y a la conectividad que nos proporcionan Internet, el despliegue de redes de banda ancha, y la convergencia entre ordenadores y telefonía móvil –en 2011 las ventas de smartphones superaron las de PCs–; hoy podemos comunicarnos desde cualquier

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lugar con cualquier parte del mundo, en cualquier momento, y a un coste infinitamente menor que hace unos años. Además, la información ya no es un recurso escaso, de difícil acceso, privilegio de una élite. Hoy en día tenemos toda la que queremos a muy pocos clicks de distancia. El problema ya no es encontrar la información que necesitamos, sino cómo repartir nuestra atención entre la miríada de estímulos que compiten para captarla. Al mismo tiempo, el desarrollo de sistemas de inteligencia artificial (AI) abre la puerta a que los ordenadores puedan utilizarse no solo para automatizar operaciones repetitivas y rutinarias, sino también para realizar trabajos que hasta hace bien poco suponíamos que permanecerían para siempre reservados a los seres humanos. Por ejemplo, quién nos iba a decir hace dos décadas que en este año 2012 el estado de California aprobaría un proyecto de ley para regularizar la circulación de vehículos sin conductor. Algunos de los cambios que la revolución digital está provocando en las reglas del juego de la economía, la sociedad y la política resultan particularmente esperanzadores. A medida que las tecnologías digitales hacen que mercados y negocios sean más eficientes, nos benefician como consumidores; a medida que incrementan la transparencia, la responsabilidad de los gobernantes, y nos ofrecen nuevos medios para que nuestras voces sean escuchadas, nos benefician como ciudadanos; y a medida que nos ponen en contacto con ideas, conocimientos, amigos y seres queridos, nos benefician como seres humanos (Brynjolfsson & McAfee, 2011).

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Pero la digitalización también tiene sus sombras. La tecnología evoluciona más rápido de lo que pueden evolucionar muchas personas y muchas organizaciones, con los consiguientes problemas para la competitividad y el empleo. De ahí que nos encontremos con un aumento del denominado desempleo tecnológico, a medida que la digitalización conquista nuevos campos de actividad y las personas que hasta ese momento desempeñaban esos trabajos no encuentran una alternativa y se ven desplazadas del mercado de empleo. Algo parecido a lo que les sucede a numerosas organizaciones, incluso a industrias enteras, que, prisioneras de sus éxitos del pasado, no ven la necesidad de adaptarse al nuevo escenario competitivo hasta que es demasiado tarde. Dos: Porque la sociedad cambia

Cuando cambia la forma en que nos comunicamos cambia la sociedad (Shirky, 2008). Esto es lo que está sucediendo con la revolución digital. La red está transformando la forma en que nos comunicamos y nos relacionamos con la información, pero también cómo hacemos negocios, cómo trabajamos, cómo aprendemos, cómo disfrutamos de nuestro ocio, incluso cómo encontramos pareja. Lo digital se convierte así en una suerte de potenciador de la sociabilidad natural del ser humano. En esta línea, hay quien opina que estamos al principio de un importante salto evolutivo, de la posibilidad, gracias a la tecnología, de estar más juntos que nunca, y de desarrollar nuestro potencial hacia sociabilidades e inteligencias aumentadas (Reig, 2012). Los profesionales de Recursos Humanos tienen la oportunidad de comprobar a diario cómo los miembros de la pri-

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mera generación realmente global que se incorpora al mercado de empleo se comportan conforme a los valores que han aprendido en Internet, su entorno natural de socialización. En la red las ideas compiten en pie de igualdad, los grupos surgen y se organizan de forma espontánea, y las decisiones se toman de forma comunitaria. Nadie impone jerarquías, ni existe una autoridad central que asigne recursos, sino que éstos se mueven libremente atraídos por las mejores ideas. Además, el poder deriva de compartir información, no de atesorarla, ya que lo que realmente determina la influencia de un individuo en las redes es lo que aporta, no quién sea. Todo eso es lo que esperan encontrar las nuevas generaciones en las instituciones, incluidas las empresas para las que trabajan. De ahí el escepticismo de estos jóvenes frente a las estructuras “verticales” tradicionales, y el deseo de una mayor transparencia que continuamente manifiestan en la red, en sus lugares de trabajo y en la calle. Pero la sociedad digital también tiene sombras que todo profesional de RR.HH. debería tener presentes. Por ejemplo, qué hacer con esas personas que voluntaria o involuntariamente no acaban de asimilar esas nuevas tecnologías, ni tampoco esas nuevas reglas del juego, y, en consecuencia, corren el riesgo de quedar excluidas del sistema. O esos “avisos a navegantes” que nos advierten que, pese a tener más información a nuestro alcance, estamos peor informados que nunca y somos más fácilmente manipulables (Otte, 2011), o sobre cómo la red está modificando nuestro “cableado mental”, convirtiéndonos en seres más eficientes en procesar información, pero menos capaces para profundizar en esa información y valorarla con espíritu crítico (Carr, 2011).

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En cualquier caso, los cambios que está experimentando la sociedad no solo tienen que ver con el desarrollo tecnológico. También merece la pena reflexionar sobre si estamos yendo o no hacia una sociedad más diversa, y las implicaciones que esto puede tener en materia de gestión de personas. La observación de nuestro entorno próximo nos puede hacer pensar que factores como la incorporación de la mujer al trabajo, la prolongación de la vida laboral, la llegada de una nueva generación con valores diferentes, o los intensos flujos migratorios de la última década han traído consigo una explosión de diversidad. Sin embargo, si nos alejamos y contemplamos el planeta en su conjunto, bien podríamos llegar a la conclusión contraria. Asimismo, los profesionales de la gestión de personas en las organizaciones no deberían perder de vista otras cuestiones de índole social; como la degradación de ciertos servicios públicos, el fracaso escolar, las carencias de nuestro sistema educativo, el desempleo juvenil, el envejecimiento de la población, su empobrecimiento como consecuencia de la crisis económica, o el hecho de que en los últimos años, la brecha entre los hogares que más ingresan y los que menos no haya parado de crecer; e interpretar de qué forma todos estos fenómenos impactan en su organización. Tres: Porque la economía cambia

Desde hace seis años España sufre una crisis económica que afecta al bienestar de las familias, al estado de ánimo de las personas, a sus expectativas, y a su confianza en el sistema. El desempleo está en máximos históricos y aumenta el número de individuos que optan por coger las maletas y pro-

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bar suerte en otros rincones del mundo. Mientras tanto, en las empresas el clima de desconfianza e incertidumbre motiva que controles y normas se multipliquen, los procesos de toma de decisiones se ralenticen, y las estructuras se reduzcan al mínimo, aun a riesgo de limitar su capacidad de maniobra, una cualidad vital para cualquier organización en un entorno volátil e incierto como el actual. Además, la economía se ha terciarizado de forma dramática en las últimas décadas, y si hace treinta años el sector servicios apenas representaba un 40% del empleo en España, en la actualidad dos de cada tres ocupados trabajan en él, con la particularidad de que hoy en día un gran número de esos servicios, entre ellos muchos de los de mayor valor añadido, son digitalizables y, en consecuencia, compiten en unos mercados cada vez más globalizados. Por otro lado, y por mucho que la evolución tecnológica haga posible que continuamente surjan nuevos modelos de negocio, en un mundo en red en el que no hay secretos las novedades dejan de serlo más rápido que antes. A diario comprobamos cómo el producto, la tecnología, el modelo de negocio o incluso el conocimiento que suponen una ventaja competitiva para una compañía pueden ya no serlo al cabo de pocos meses. El resultado es un proceso de “comoditización” del que las empresas solo pueden escapar potenciando su adaptabilidad y su capacidad de innovación. En este sentido, competir en mercados internacionales representa un incentivo para esforzarse por innovar, lograr una mayor eficiencia tecnológica y un crecimiento más rápido de la productividad. Además, es una forma de exponerse a nuevas técnicas o de probar soluciones diferentes, y se ha

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comprobado que una mayor conectividad comercial incrementa la rapidez con que en un país nuevas empresas eficientes reemplazan a otras ineficientes. Desafortunadamente aquí también partimos de una posición de desventaja, tal como evidencia el DHL Global Connectedness Index de 2011, donde España ocupa el puesto 101 de entre 125 países analizados (Ghemawat & Altman, 2012). Pero no todo en la economía va a ser negativo. Entre las buenas noticias para los profesionales de la gestión de personas está que la parte del valor de las empresas que se deriva de sus activos intangibles –entre los que se cuentan su capital humano, su capital social y su capital psicológico– no ha dejado de crecer en las últimas décadas. Por otra parte, la sociedad quiere empresas con “alma”. Más allá del “maquillaje” que suponen los programas de responsabilidad social corporativa que ya impulsan muchas grandes compañías, los consumidores empiezan a valorar a las empresas por su contribución real al bien común. Porque en un mundo en red, en unos mercados transparentes, el maquillaje no basta. Todo se sabe o se acabará sabiendo, y a las corporaciones no les queda otra alternativa que asumir su responsabilidad frente a unos consumidores más sensibilizados por las cuestiones sociales, incluida la forma en que las empresas tratan a quienes trabajan para ellas. Cuatro: Porque nuevas estructuras organizativas son posibles, y necesarias

Como solía decir el fallecido Michael Hammer, hoy el secreto del éxito no está tanto en la capacidad de prever el futuro como en la capacidad de construir organizaciones

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que puedan prosperar en cualquiera de los muchos futuros que no podemos prever. Las estructuras organizativas tradicionales, entendidas como sistemas cerrados, formadas por “puestos” unidos entre sí por líneas de “dependencia”, y diseñadas para garantizar la eficiencia de los procesos y el control de las operaciones, resultan poco flexibles cuando de lo que se trata es de leer un mercado volátil, detectar tendencias, tomar decisiones en la incertidumbre, reconfigurarse con rapidez y aportar nuevas soluciones antes de que lo hagan otros. Hoy las empresas necesitan estructuras más ágiles y orgánicas, que les aporten flexibilidad y potencien su capacidad de innovación. Esas estructuras tienen que facilitar que la organización se conozca bien a sí misma para evitar peligrosos “ángulos muertos”, rastree el entorno en busca de señales que indiquen posibles cambios de tendencia, tome decisiones de forma rápida y lo más cerca posible del lugar donde se producen los efectos de esas decisiones, reasigne recursos con agilidad, y aprenda de sus errores. De ahí el creciente interés de los dirigentes empresariales por potenciar y aprovechar la inteligencia colectiva del conjunto de sus empleados a través de fórmulas de trabajo colaborativo en red, mediante las cuales los miembros de la organización narran su actividad, interpretan el entorno, aprenden unos de otros, y generan nuevo conocimiento, al tiempo que se multiplican las oportunidades de que se produzca alguno de esos encuentros fortuitos de los que tan a menudo surgen las grandes innovaciones. De aquí también que haya compañías que decidan olvidarse de organigramas y descripciones de puestos de trabajo por entender que, en un entorno turbulento, más que una ayuda representan un

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obstáculo para la colaboración, y un lastre para la adaptabilidad de la empresa. Por ejemplo, Morning Star, un productor de tomates de California cuya filosofía organizativa se basa en tres creencias: a) las personas son más felices y más productivas si tienen control sobre sus vidas; b) las personas piensan, son energéticas, creativas, íntegras y se preocupan de los demás; y c) las mejores organizaciones son aquellas donde las personas no son dirigidas por otras, sino que sus miembros se coordinan entre sí, gestionando sus relaciones y compromisos con los demás (Green, 2010). Hay empresas que, además, aprovechan los menores costes de transacción que traen consigo los avances tecnológicos para llevar ese principio de colaboración más allá de los límites de su estructura formal. Saben que las mejores ideas no tienen por qué venir necesariamente de dentro de la organización y buscan aprovechar el mejor talento que pueda existir en el mercado. De ahí el auge del fenómeno freelancer y del crowdsourcing, y que más empresas decidan trasladar a sus clientes la ejecución de ciertos procesos de negocio. Como Local Motors, un fabricante de automóviles estadounidense que no solo deja el diseño de sus vehículos en manos de una comunidad de apasionados de los coches, sino que llega a dar a sus clientes la posibilidad de fabricar ellos mismos su propio automóvil en alguna de sus microplantas de montaje. En la misma línea, también empieza a ser más frecuente que grupos de profesionales se den cita con el fin de llevar a cabo un proyecto empresarial para luego separarse una vez concluida la misión que les ha juntado, siguiendo un modus operandi que recuerda al de las producciones cinematográficas o televisivas. El resultado es un tipo de estructuras más permeables y de fronteras menos definidas que nos obliga a replantearnos

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el propio concepto de capital humano de una organización para extenderlo más allá de la definición tradicional que lo circunscribe al conjunto de personas vinculadas a la compañía a través de una relación contractual de naturaleza laboral. Y es que la competitividad de una empresa ya no depende tanto de poseer el mejor talento como de su capacidad para acceder rápidamente al talento que necesita en cada momento, con independencia de donde se encuentre éste. Cinco: Porque cambia en qué, dónde y cuándo trabajamos

Community Manager, SEM, SEO, etc. Los nuevos modelos de negocio, y los cambios en procesos y sistemas, han dado origen a nuevas profesiones que hace diez años no podíamos imaginar que algún día existirían. Al mismo tiempo, el trabajo para toda la vida ha pasado a la historia. Las carreras profesionales lineales dejan paso a trayectorias “proteicas” (protean careers): sucesiones de trabajos que responden a las preferencias y necesidades del individuo más que a las de la organización, sustentadas en un aprendizaje continuo, y cuyo éxito depende en gran parte del capital social de la persona (Hall, 1976). Surgen así los llamados “nómadas del conocimiento” (knowmads), profesionales que pueden trabajar para y con cualquiera, desde cualquier lugar y en cualquier momento, y para los cuales el mercado de empleo no tiene fronteras. Además, el trabajo ya no es necesariamente un lugar al que se va. Aumenta el número de empresas que ofrecen a sus empleados la posibilidad de trabajar en remoto, aunque solo sea parte de su tiempo, se multiplican los equipos virtuales, y residir en un determinado lugar deja de ser un requisito para muchos empleos. En consecuencia, cada vez

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es más común ver a personas trabajando desde un café a media mañana, proliferan los espacios de coworking en las principales ciudades, y no pocas empresas se replantean el diseño de sus oficinas para ir hacia fórmulas más abiertas y flexibles, más eficientes, donde a veces ni siquiera existen espacios asignados de forma fija a cada empleado. También hay empresas que deciden acoger en sus instalaciones a emprendedores u otros profesionales de la nueva economía para añadir diversidad a su ecosistema corporativo, al tiempo que aprovechan su excedente de espacio; mientras que otras deciden alejar su área de innovación de la influencia de sus propias inercias corporativas, de la autocomplacencia, de estructuras escleróticas, o del interés de algunos de sus dirigentes por preservar un status quo que les beneficia, y la ubican en un entorno en el que quienes trabajan en ese área puedan relacionarse con innovadores de otras compañías y beneficiarse de un proceso de “polinización cruzada”. En esta línea, hay incluso quien decide impulsar su propio centro de coworking en el que acoger y cultivar una comunidad de innovadores diseñada a la medida de sus necesidades. Esto, por ejemplo, es lo que han hecho la filial de Telefónica BlueVia, el conglomerado editorial británico Pearson y Google con TechHub, un centro de trabajo compartido en el centro de Londres. Gracias a esa iniciativa estas empresas tienen acceso a un foro de muy alto nivel –los residentes de TechHub pasan un riguroso proceso de selección– con quien debatir sus proyectos y de quien obtener información de primera mano acerca de lo que se cuece en el universo de las startups tecnológicas. Los residentes de TechHub, por su parte, se benefician de una visibilidad ante esas grandes corporaciones difícil de conseguir para la mayoría de emprendedores y freelancers.

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Pero no solo cambia en qué y dónde se trabaja, también el cuándo. El concepto de jornada laboral está en crisis. En un mundo hiperconectado esperamos respuestas inmediatas, con independencia de la hora o el día que sea, y no obtenerlas nos parece frustrante cuando no inadmisible. Aunque también es cierto que, como contrapartida, nos encontramos con que, gracias a los medios sociales y al desarrollo de las comunicaciones móviles, muchas personas siguen conectadas a temas particulares durante las que se supone son sus horas de trabajo. Surge así lo que Clearswift bautizó como la “generación standby”, compuesta por esos individuos que no acaban de desconectar del todo en ningún momento, ni de sus temas particulares en el trabajo, ni de cuestiones profesionales en casa (Clearswift, 2010). Una realidad emergente que no acaba de encajar bien ni con las políticas de conciliación entre vida laboral y personal que intentan impulsar los departamentos de Recursos Humanos de numerosas empresas, ni con la cultura de la presencia que todavía rige en numerosas compañías de nuestro país. Seis: Porque la empresa en red necesita otro tipo de colaboradores

Un entorno diferente y organizaciones diferentes exigen otro tipo de empleados, porque difícilmente una empresa que compita en la economía de la creatividad tendrá éxito a largo plazo si sus personas siguen respondiendo al perfil del empleado modelo de la era industrial. Sin embargo, ésta es una idea que todavía tiene que calar, y no solo en la mente de empresarios y directivos, sino también de muchos empleados que siguen anclados en el anterior paradigma. Gary Hamel plantea un modelo que denomina la “jerarquía de las capacidades humanas en el trabajo” (A Hierarchy of Human Capabilities at Work) según el cual no todas las

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capacidades humanas contribuyen de igual manera a la diferenciación de una empresa (Hamel, 2007). En la parte baja de ese modelo se sitúan la obediencia –el cumplimiento de normas–, la diligencia –personas que trabajan duro para lograr resultados–, y la competencia profesional. Para Hamel el problema de estas tres capacidades es que, como se pueden adquirir con relativa facilidad en el mercado, difícilmente pueden constituir una ventaja competitiva sostenible para una empresa. Sin embargo, hay otras tres cualidades, –iniciativa, creatividad y pasión– que sí pueden aportar a la organización la adaptabilidad y el potencial de innovación de los que cada vez más dependerá su competitividad. Son capacidades más difíciles de comprar o de replicar, aunque en contrapartida también son más difíciles de gestionar. El problema es que el perfil del empleado modelo que mayoritariamente tienen en su mente los dirigentes empresariales –y muchos empleados– sigue centrado en las tres capacidades de la parte baja de la escala: obediencia, diligencia y competencia. Hoy en día una compañía difícilmente alcanzará el éxito si la principal cualidad de sus personas es la obediencia a sus superiores. Aunque siempre habrá que respetar ciertas normas, las mejores decisiones ya no van a venir de unos jefes que todo lo saben. Además, todo es muy complejo para que hasta los más mínimos detalles puedan estar regulados y, por si fuera poco, en unas organizaciones cada vez más planas los directivos no tienen tiempo de estar constantemente supervisando y dando instrucciones a cada uno de sus empleados.

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La idea de lealtad también habrá que interpretarla desde una nueva perspectiva. Para empezar, porque en este nuevo escenario un buen colaborador ni siquiera tiene por qué tener la condición jurídica de empleado. Además, hoy no podemos pretender que nuestros empleados permanezcan en la organización hasta la jubilación, ni que tengan fe ciega en unos dirigentes simplemente porque ocupan una determinada posición en una jerarquía, ni que se abstengan de criticar aquellas decisiones con las que no estén de acuerdo. También seguirá haciendo falta que los empleados sean diligentes, pero no será tanto un tema de cuántas horas pasa una persona en su lugar de trabajo como de que se responsabilice de los resultados de su actividad –del valor de sus contribuciones–, y de que persevere en la adversidad y la incertidumbre. Por lo que respecta a la competencia profesional, el desafío hoy es mantenerse siempre al día en un contexto donde tecnologías y conocimientos se quedan obsoletos en tiempo récord y las empresas necesitan talento just-in-time. La realidad del mercado es que todo cambia tan rápido que cada vez es más frecuente que sean los colaboradores quienes aporten conocimiento a la organización y no al contrario. El trabajo se convierte así en un aprendizaje continuo, y las empresas pasan de valorar al empleado que sabe a valorar más al empleado que aprende y se preocupa de cultivar sus propios entornos personales de aprendizaje dentro y fuera de la organización. También hacen falta empleados con iniciativa y autonomía para hacer las cosas sin que nadie se las mande. Empleados inquietos, que no esperen que su jefe les vaya a

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sacar las castañas del fuego, que no se conformen con el status quo, y para quienes “porque siempre se ha hecho así” no sea una respuesta aceptable. Individuos curiosos que ponen los medios para enterarse de lo que sucede a su alrededor, interpretar qué implican las nuevas tendencias, y encontrar nuevas soluciones. Y también personas con una inteligencia emocional desarrollada, ya que de esta cualidad depende en gran medida la inteligencia colectiva de la organización. Individuos capaces de construir relaciones y manejarse con eficacia en la complejidad de las redes interpersonales, a través de las cuales hoy en día sucede una gran proporción del trabajo de valor añadido, la innovación y la adaptación a los cambios. Pero sobre todo hacen falta empleados comprometidos y apasionados. Porque es precisamente ese nivel de compromiso lo que le va a permitir a una empresa diferenciarse de sus competidores, ya que es lo que llevará a sus personas a colaborar con generosidad, a ir más allá de los límites que establece la descripción de su puesto de trabajo o el organigrama de la compañía, y a conectarse en cuerpo y alma con su misión. El problema es que las empresas necesitan pasión justo en un momento en el que, según varios estudios, el nivel de “enganche” (engagement) de sus empleados está en mínimos históricos, por muy contentos que puedan estar de tener un trabajo cuando muchos otros no lo tienen. De ahí que esté creciendo el interés de la comunidad empresarial por las tesis de la Psicología Positiva y el número de compañías que empiezan a preocuparse de forma activa por la felicidad de sus colaboradores.

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Siete: Porque el mercado de empleo también cambia

Los nuevos modelos de negocio, y los cambios en procesos y sistemas de trabajo, dan lugar a nuevas profesiones y hacen necesarias nuevas competencias, al tiempo que dejan otras obsoletas de la noche a la mañana. El problema es que al sistema educativo y a las propias empresas les cuesta “producir” trabajadores con esas nuevas cualificaciones al mismo ritmo con que crece su demanda, por lo que se originan continuos desequilibrios en el mercado de empleo. Así, mientras la demanda “calienta” los salarios de ciertos perfiles para los que prácticamente no existe desempleo, otros sufren las consecuencias de una situación de exceso de oferta que no les deja más alternativas que reciclarse o coger las maletas. Por otra parte, Internet ha servido para dotar al mercado de trabajo de una mayor transparencia: hoy en día las empresas encuentran en la red información detallada sobre sus candidatos, o sobre quienes ya son sus empleados. Además, el comportamiento de una persona en la red les puede decir mucho sobre aspectos, cada vez más relevantes para un número mayor de empleos como son sus valores, su capital social o su competencia digital. También pueden identificar a quién pedir referencias sobre esos individuos. Una mayor transparencia hace que el mercado de empleo se vuelva más simétrico, y del mismo modo que las empresas pueden conocer más cosas sobre sus candidatos, éstos tienen la oportunidad de conocer más detalles sobre las compañías con que se relacionan: sus necesidades, su situación económica, sus planes de futuro o su cultura empresarial. Esta simetría es la que motiva que tanto empresas como

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individuos se esfuercen en mostrar su mejor cara en el mercado de empleo, y que, del mismo modo que más organizaciones ponen en marcha programas de employer branding, se multipliquen los seminarios y asesores que nos ofrecen ayuda para desarrollar nuestra “marca personal”. Asimismo, tal como ya hemos visto, unos menores costes de transacción permiten que las empresas se abran a su entorno y recurran con más frecuencia a freelancers o microempresas para realizar actividades que hasta ahora llevaban a cabo empleados. En consecuencia aumentan las posibilidades de autoempleo, al tiempo que el mercado de trabajo se globaliza para muchas profesiones. Estas circunstancias deberían hacer que nos cuestionemos dónde debemos situar hoy el límite del capital humano de la empresa. Sin embargo, el ámbito de competencia de la mayoría de departamentos de Recursos Humanos sigue limitándose a las personas vinculadas a la sociedad a través de un contrato de trabajo, como si ahí se acabase el talento que puede emplear una empresa. Por otra parte, la profunda transformación que está experimentando el mercado de empleo también posibilita la aparición de nuevos intermediarios más allá de los headhunters y los portales de trabajo tradicionales. Por ejemplo, que a través de un servicio como LinkedIn sea posible acceder a los perfiles profesionales de más de 150 millones de personas nos indica lo fácil que hoy en día es localizar e incluso ponerse en contacto con candidatos situados en cualquier lugar del mundo. El problema, no obstante, sigue siendo separar el grano de la paja. Un problema que se hace mayor en un contexto donde todo se mueve muy rápido y el talento marca

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más que nunca la diferencia. Sin embargo, soluciones no faltan, y cada día surgen otras nuevas:

BraveNewTalent, por ejemplo, es una plataforma que permite a las empresas la puesta en marcha y la gestión de comunidades de talento, redes donde sus empleados, candidatos, alumni y otras personas que deseen mantener un vínculo con la compañía interactúan en torno a un determinado tema, con un objetivo de desarrollo profesional. Las empresas “promotoras” de esas comunidades ayudan a sus miembros a desarrollarse en ese campo, responden a las preguntas que plantean y les proporcionan recursos adicionales para el aprendizaje. No hace falta decir que también son un territorio donde identificar candidatos para futuras vacantes. Otra alternativa es acudir en busca de candidatos a “clubs de talento”, comunidades profesionales que autorregulan tanto la calidad de los individuos que las forman como el nivel de las ofertas que allí se negocian. GroupTalent, una de esas comunidades, es una red exclusiva de diseñadores y desarrolladores de software de alto nivel. Sus miembros son seleccionados a través de entrevistas individuales y deben ser aprobados por la propia comunidad. Es significativo que uno de los argumentos que utilizan para captar a sus miembros sea la garantía de que no serán molestados con ofertas que no se correspondan con su perfil de competencias o sus intereses personales. También tenemos la posibilidad de aprovechar las redes sociales de los miembros de nuestra organización. Gracias a la tecnología podemos conseguir que el capital relacional acumulado en esas redes trabaje para nosotros. Es ahí donde

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intervienen soluciones como Jobvite, que ayuda a las empresas a segmentar a sus empleados, diseminar ofertas de empleo a través de sus redes, hacer un seguimiento de la eficacia de esas comunicaciones y capturar información sobre los candidatos identificados. Es la versión actualizada de los programas de referencias de candidatos, tan populares hace un par de décadas en muchas grandes empresas.

CrowdHired va un paso más allá. Desde esta plataforma se pueden llevar a cabo procesos de reclutamiento 100% sociales, sin agentes intermediarios ni currícula viajando de un lado a otro. Al inicio de cada misión la empresa que necesita un nuevo empleado define el perfil que busca y ofrece una recompensa en caso de éxito. Una vez finalizada la misión, todos los miembros de la comunidad que hayan contribuido a poner en contacto al candidato con la empresa se repartirán esa cantidad según unas reglas preestablecidas. Pero las empresas ya no solo buscan candidatos que respondan a una determinada combinación de capacidades, valores y experiencia. También quieren candidatos que se conozcan a sí mismos, tengan unos objetivos profesionales realistas y sean conscientes del tipo de experiencias y entornos laborales donde mejor encajan, ya que de ello depende el éxito a largo plazo de la relación. En esta línea han surgido servicios como MarketYou. Sus usuarios pasan pruebas online sobre capacidades de gestión, valores, estilo de liderazgo, habilidades interpersonales, etc. Además, pueden recibir orientación sobre cómo mejorar su competitividad en el mercado. En este mismo sentido, otras soluciones como Checkster permiten a sus usuarios solicitar a sus compañeros de trabajo feedback sobre fortalezas, logros y áreas de mejora. A tra-

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vés de este método pueden conocer cómo les ven los demás, y comparar esta visión con la opinión que tienen de ellos mismos, descubriendo aspectos de su perfil profesional que de otro modo permanecerían en un peligroso ángulo muerto. Un problema añadido, propio del reclutamiento en la era digital, es la necesidad de valorar ciertas competencias sujetas a constante evolución, o todavía emergentes. Smarterer propone una solución basada en el crowdsourcing. Teniendo en cuenta que una prueba estática difícilmente reflejará adecuadamente el nivel de competencia respecto a unas disciplinas “en constante fase beta”, lo que han hecho ha sido dejar el diseño de las pruebas de aptitud de esas competencias en manos de una comunidad de usuarios expertos. El resultado son tests dinámicos que evolucionan a medida que lo hace la competencia objeto de evaluación. En otro orden de cosas, las empresas también tienen que acostumbrarse a recibir y a gestionar información sobre candidatos en otros formatos diferentes a los curricula tradicionales. Esto exigirá tanto a reclutadores como a candidatos el dominio de otros códigos de comunicación, como el lenguaje del vídeo o las infografías. Sirva como ejemplo Get Hired, que utiliza el videocurriculum como formato estándar de presentación de sus candidatos e incluye un servicio de videoconferencia a través del cual programar y mantener entrevistas en remoto con los individuos preseleccionados. O vizualize.me, que transforma nuestro perfil de LinkedIn en una atractiva infografía que luego podemos personalizar a nuestro gusto.

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También empiezan a abundar servicios centrados en determinados segmentos de población, como Mom Corps, donde únicamente encontraremos personas que valoran particularmente la flexibilidad en cuanto al tiempo o el lugar de trabajo, o The Amazings, una iniciativa nacida en el este de Londres que busca poner en valor la experiencia de personas ya jubiladas. Otra de las tendencias a las que apuntan las soluciones que encontramos en la red es que el proceso de captar talento para una organización no tiene por qué culminar necesariamente con la firma de un contrato laboral. Plataformas como oDesk nos facilitan la labor de encontrar a los colaboradores autónomos que necesitamos, supervisar su trabajo o incluso realizar los pagos por los servicios contratados, algo que no deja de ser un incordio, especialmente cuando se trata de equipos virtuales distribuidos en distintos países y sujetos a una variedad de normativas. Además, como ya hemos visto, no es solo que las empresas hoy tengan más y mejor información sobre sus candidatos. Éstos, a su vez, conocen muchos más detalles sobre las empresas que pueden emplearles. Glassdoor ejemplifica esta tendencia. Se presentan como un servicio gratuito que proporciona “una mirada al interior de empleos y empresas: Detalles salariales, comentarios sobre empresas y las preguntas que hacen en las entrevistas, todo ello publicado de manera anónima por empleados y candidatos”. Incluso nos indican quienes de nuestros contactos en Facebook pueden conocer a alguien en una determinada organización. Ante semejante profusión de soluciones dos preguntas resultan obligadas: ¿en qué medida los equipos de Recursos

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Humanos de nuestras empresas le están sacando partido al enorme potencial que tienen los medios sociales aplicados al ámbito de la búsqueda y selección de talento? ¿Hasta qué punto no hacerlo puede suponer una seria desventaja en un contexto competitivo en el que el capital humano adquiere una mayor relevancia estratégica y los mercados de empleo cada día están más globalizados? Ocho: Porque hoy la competitividad de más empresas depende de su inteligencia colectiva

Vivimos en una era de interdependencias complejas, donde es muy difícil tenerlo todo controlado, anticipar qué nos deparará el futuro, y entender el significado de unos cambios que desafían nuestra experiencia previa. Vivimos en un mundo globalizado, interconectado, en el que la información es cualquier cosa menos un recurso escaso. El conocimiento cobra protagonismo como factor económico al tiempo que unos menores costes de transacción abren la puerta a nuevas fórmulas organizativas que hubiesen sido impensables hace poco más de una década. Vivimos, además, en un mundo transparente, un factor que ha contribuido a un proceso de comoditización acelerada que hace que el ciclo de vida de productos y servicios se acorte considerablemente, como también se acorta el tiempo durante el cual una nueva tecnología, un nuevo proceso, o incluso un nuevo conocimiento, representan una ventaja frente a la competencia. En consecuencia hoy no importa tanto la ventaja que tengamos frente a nuestros competidores como la capacidad para mantener esa ventaja en el tiempo (Hamel, 2012), del mismo modo que la estrategia ya no puede ser el fruto de un ejercicio formal de planificación a diez años vista, sino un

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proceso emergente, resultado de las interacciones de la organización con su entorno (Mintzberg, 1985). En este nuevo escenario las empresas necesitan resolver situaciones complejas. Tienen que ser capaces de observar e interpretar el mundo que les rodea desde una óptica diferente, conocerse bien a sí mismas para evitar peligrosos “ángulos muertos”, y, a partir de ahí, no dejar de aprender nunca. Por eso, por muy livianas que sean las organizaciones del futuro, van a seguir necesitando un “cerebro”, aunque no será, como hasta ahora, el de una élite de ejecutivos, sino una amalgama de la inteligencia colectiva y la imaginación de todos los directivos y empleados de la empresa (Hamel & Prahalad, 1994). En este sentido, las organizaciones deberían considerar a sus personas como las neuronas de un cerebro colectivo: Que ese cerebro colectivo sea más o menos “inteligente” dependerá no tanto de la “inteligencia” de cada una de esas “neuronas” como de su capacidad de relacionarse entre sí. Desde esta nueva perspectiva no importa tanto el cociente intelectual de los individuos que forman la organización como su inteligencia social. Sin embargo, no basta con asegurarnos de que las personas que contratemos o las que ascendamos a determinados puestos de liderazgo posean una alta capacidad relacional. El contexto también importa, y mucho. Cualidades como innovación y adaptabilidad no son algo que se compre, se produzca en un laboratorio, o se decida en una reunión de directivos, sino que principalmente son el resultado de cómo sea la cultura organizativa de la empresa, en la medida en que dependen de cómo se entienden en la organización conceptos tales como riesgo, creatividad, apertura o colaboración (Jaruzelski et al., 2011).

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En este contexto las empresas empiezan a mostrar interés por encontrar métodos que les permitan comprender las redes de relaciones informales a través de las cuales, en la práctica, se realiza gran parte del trabajo, se interpretan las acciones de los líderes y se transmite la cultura de la compañía. También buscan fórmulas para medir el impacto que la colaboración –tanto la que se da entre las personas de la organización como la que se produce con otras personas y compañías– tiene en su negocio. Y es que, a pesar de su relevancia, la mayoría de los dirigentes empresariales no conocen los detalles de esos vínculos informales y, en consecuencia, no los suelen tener en cuenta cuando diseñan iniciativas destinadas a influir en el comportamiento de los miembros de la organización. De ahí que muchas de esas acciones no consigan su propósito. Este inconveniente podría salvarse si esos dirigentes recurriesen a un enfoque metodológico empleado desde hace tiempo en ámbitos académicos, pero escasamente utilizado en la práctica empresarial: el análisis de redes sociales (Social Network Analysis). Mediante esta técnica podrían visualizar esas estructuras relacionales y comprender cómo ciertas características de esas redes, y la posición que los distintos individuos ocupan en ellas, influyen en su comportamiento y modulan la eficacia de las iniciativas corporativas, incluidas aquellas que buscan transmitir una serie de valores. De este modo entenderían mejor por qué sucede lo que sucede en esas redes, y sus intervenciones podrían estar mejor enfocadas (García-García, 2012). A pesar de ello, los profesionales de la gestión de personas que utilizan este tipo de técnicas siguen siendo una pequeña minoría en nuestro país.

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Nueve: Porque las prácticas de liderazgo y gestión de personas importan más que nunca

Como hemos señalado anteriormente, la capacidad de una empresa de adaptarse o resolver las situaciones complejas a las que se enfrenta depende en gran medida de su inteligencia colectiva. Una cualidad que, a su vez, depende de que los miembros de la organización posean ciertos atributos –inteligencia social– y de cuál sea la cultura de la compañía –los valores que presiden el comportamiento de sus personas, empezando por sus líderes. Este es el motivo por el que crece –o al menos debería crecer– el número de empresas que se toman en serio la gestión de su capital humano, y conceden a sus prácticas de liderazgo y a sus sistemas de Recursos Humanos un carácter estratégico. Hoy en día las organizaciones no se pueden concebir como sistemas cerrados, sino como sistemas complejos abiertos a su entorno. En un mundo hiperconectado la información sigue siendo poder, pero al estar más distribuida el poder también lo está. Empresarios y directivos ya no pueden tenerlo todo controlado, ni necesariamente son quienes más saben, ni quienes tienen las mejores ideas, y se dan cuenta que no les queda otra que ganarse su credibilidad como líderes cada día, al tiempo que se enfrentan a la necesidad de gestionar delicados equilibrios entre principios aparentemente contrapuestos como control y agilidad, eficiencia y flexibilidad, o prevención y resiliencia. En consecuencia, los dirigentes empresariales empiezan a tomar conciencia de que hoy ya no se puede dirigir una organización de acuerdo a las mismas fórmulas que en el siglo pasado, o cuando menos, a sentir una cierta inquietud por la posibilidad de que

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al modelo de liderazgo que les ha servido hasta el momento puede estar llegándole su fecha de caducidad. La complejidad exige colaboración, la colaboración viene facilitada por la confianza mutua, y la confianza no emerge si las partes implicadas no apuestan por la colaboración con generosidad (Cornella, 2012). Por eso los líderes de cualquier empresa que compita en la economía de la creatividad necesitan ejemplificar con su conducta valores como coherencia, transparencia, reconocimiento, confianza, agilidad, apertura, diversidad, aprendizaje, humildad o valentía. Esos líderes ya no pueden actuar como dictadores que todo lo saben, ni siquiera como intermediarios de los flujos de información que suceden en la organización. El principal rol reservado para ellos en este nuevo escenario es el de arquitectos de un contexto cultural que facilite las relaciones interpersonales de colaboración y aprendizaje y, por consiguiente, el desarrollo de la inteligencia colectiva de la empresa. Esto, precisamente, es lo que no acaban de asumir los dirigentes de ciertas empresas cuando, por ejemplo, implantan en sus organizaciones plataformas de trabajo colaborativo en red con la intención de potenciar y aprovechar esa inteligencia colectiva, y luego acaban lamentándose porque nadie las utiliza. Estos dirigentes deberían tener presente que el trabajo colaborativo en red se basa en tres principios: Primero transparencia, máxima accesibilidad de la información. Segundo: narración del trabajo, a través de la cual cada miembro de la organización no solo retransmite su actividad, sino que también asume la responsabilidad de sus errores; así el conocimiento tácito se convierte en explícito, y la organización aprende. Y tercero poder compartido, que se tradu-

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ce en la descentralización del proceso de toma de decisiones, y en relaciones más simétricas que reducen el miedo al conflicto y favorecen la participación (Jarche, 2012). Por esta razón el trabajo en red difícilmente calará en una organización donde la confianza brille por su ausencia. El problema es que, a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, hemos ido perdiendo ese componente humano en el mundo de los negocios y en el seno de nuestras organizaciones. Lo habitual hoy en día es que las relaciones que vinculan a una empresa con sus miembros y demás stakeholders no se basen en la confianza, sino que se contemplen desde una perspectiva puramente transaccional, como simples intercambios de bienes, servicios, trabajo, información o dinero, regulados por un conjunto de vínculos contractuales más o menos formales (Sinek, 2011). Además, en el caso de España, a esta circunstancia se une nuestra tendencia a ocultar los fracasos y nuestro miedo al qué dirán. Por eso lo primero que tienen que hacer los líderes de una empresa que desee evolucionar hacia fórmulas de trabajo en red es ingeniárselas para conseguir que la gente no se guarde información, comience a “retransmitir en directo” su actividad, y sus directivos cedan una parte significativa de su cuota de poder, al tiempo que se gestionan los miedos y desconfianzas asociados a esos cambios. Para ello deberán cultivar espacios y momentos para la relación cara a cara, y ponerse ellos mismos en situaciones que faciliten las interacciones sociales y lleven progresivamente a sus organizaciones a un estado en el que la confianza sea la norma y no la excepción.

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Pero crear una cultura propicia para el trabajo en red y la colaboración no solo depende del comportamiento de los líderes de la organización, también importa mucho como sean las prácticas de Recursos Humanos de la empresa. Desde el momento en que estas prácticas comprenden decisiones y normas sobre estándares de rendimiento, programas de recompensas, flujos de información, o sobre quién, cuándo, dónde y cómo se hace el trabajo, condicionan el comportamiento de los miembros de la organización y, por tanto, su cultura. Por eso es importante que las prácticas de RR.HH. de la empresa estén alineadas con su estrategia de negocio, sus valores, y tengan en cuenta las circunstancias del entorno. Por eso también es fundamental que encajen unas con otras y formen un todo coherente que facilite una interpretación compartida de qué es lo que se espera de los miembros de la organización (Bowen & Ostroff, 2004). En caso contrario, las discrepancias pueden generar confusión o incluso escepticismo acerca de las verdaderas intenciones de los dirigentes que impulsan esas prácticas. Por eso, a la hora de implantar nuevas prácticas de Recursos Humanos, o introducir cambios en las ya existentes, es particularmente importante reflexionar sobre el porqué de esos cambios y sobre cómo esas novedades encajan con la cultura de la empresa y con el resto de los procesos y las políticas utilizados para gestionar su capital humano. Algo de lo que se olvidan los dirigentes de muchas compañías cuando asumen como “mejores prácticas” lo que en realidad son las prácticas más habituales, o las últimas novedades del mercado, pero no necesariamente las que mejor encajan con la realidad de su organización. Quienes así actúan pierden de vista que el valor que añaden las prácticas de

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gestión de personas a una empresa depende de en qué medida satisfacen las necesidades específicas de los stakeholders (accionistas, clientes, empleados, etc.) de esa organización concreta. Necesidades que, a su vez, están directamente relacionadas con cuál sea la estrategia de negocio que haya decidido seguir la compañía, su cultura, y las circunstancias del entorno en el que desarrolla su actividad. Por otro lado, quienes optan por implantar soluciones prefabricadas están perdiendo la oportunidad de diseñar un sistema de prácticas de gestión de personas a la medida de las necesidades de su organización que, al mismo tiempo, constituya un atributo diferencial, difícil de imitar por sus competidores en el mercado. Es más, puede que de manera inadvertida incluso estén generando disfuncionalidades que lastren seriamente la competitividad de su empresa. Diez: Porque mejor reinventarse uno mismo antes de que otro te reinvente

El valor que Recursos Humanos aporta a la organización no lo determina RR.HH. sino quien lo recibe –la organización y sus stakeholders–. Aunque a veces parezca lo contrario, el trabajo de Recursos Humanos no empieza y acaba con RR.HH. sino con el negocio, y por ello la actividad de esta función debe orientarse, en primer lugar, al desarrollo de capacidades que generen productos, servicios y resultados que satisfagan las necesidades de los mercados, y que diferencien a la empresa de sus competidores de una manera sostenible en el tiempo (Ulrich & Brockbank, 2005). Sin embargo, que Recursos Humanos oriente su actividad al negocio no significa que tenga que actuar como “la voz de

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su amo”. Al contrario, esta función tiene la oportunidad y la responsabilidad, desde su perspectiva única, de ayudar a la organización a conocerse y a entenderse mejor a ella misma, a cuestionar los paradigmas del pasado, y a desarrollar nuevas capacidades. En un escenario en el que conocimiento y creatividad ganan peso como factores productivos, Recursos Humanos tiene más oportunidades que nunca de añadir valor y de posicionarse como ese socio estratégico del negocio que tanto desea ser. Desde esta función es posible potenciar la inteligencia colectiva de la organización, abrir la empresa a su entorno, desarrollar la autoconciencia y la adaptabilidad de los miembros, fortalecer su compromiso, incrementar su capacidad para desenvolverse con eficacia en un mundo globalizado, o reconciliar conceptos aparentemente contrapuestos como eficiencia y agilidad. Poco a poco Recursos Humanos está tomando conciencia de que vivimos en un mundo que ha cambiado y es preciso hacer las cosas de otra forma. No hay más que ver cómo se multiplican foros, cursos y artículos sobre los llamados “Recursos Humanos 2.0”. Pero a pesar de todas esas posibilidades, a diario comprobamos que no son tantas las empresas que han traducido esa sensibilidad en iniciativas concretas, y sólo unas pocas las que han logrado extraer de la función de RR.HH. todo lo que ésta puede aportar en un contexto en el que la competitividad de una compañía depende, sobre todo, de su capacidad de innovar y de adaptarse a un entorno volátil, complejo e incierto. Ahora bien, y sin que esto sirva de excusa, también es verdad que en un entorno de crisis como el actual es muy fácil que los profesionales de Recursos Humanos se vean atrapados en una dinámica de ajustes y recortes que les desvíe de

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esa orientación estratégica. En este sentido, es muy frecuente que sus prioridades estén puestas en intentar preservar la eficiencia de la empresa a corto plazo, aun cuando con sus acciones puedan estar limitando la capacidad de maniobra de la organización frente a cambios futuros del entorno. En otras ocasiones el problema reside en que a los profesionales de Recursos Humanos les falta credibilidad frente al resto de la organización por el lastre de ciertas etiquetas que –todo sea dicho– a veces se han ganado a pulso con sus actuaciones. También contribuye el secretismo exagerado con que en algunas empresas estos profesionales rodean su ámbito de competencia, aun a costa de quedarse al margen de muchas conversaciones. O una cierta endogamia que hace que los casos de directivos de RR.HH. que pasan a otras funciones, o viceversa, todavía sean vistos como algo excepcional, y que ha convertido a la función en un departamento especialmente estanco. Y qué decir de esas ocasiones en que llevan a cabo iniciativas que poco tienen que ver con las necesidades de la organización, simplemente porque están de moda, y que sólo sirven para que más de uno se reafirme en su opinión de que “RR.HH. va por libre”. También empiezan a abundar las empresas que deciden rebautizar su departamento de Recursos Humanos para llamarlo “Departamento de Personas”, u otros nombres por el estilo. Con estas nuevas denominaciones intentan proyectar una nueva identidad de la función, pero de nada sirven si no van acompañados cambios en las políticas y en las prácticas de gestión de personas de la empresa, en las capacidades y comportamientos de los profesionales del área, en su organización, y en la forma en la que estos se relacionan con el resto de la compañía. En caso contrario el nuevo nombre

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solo será otro motivo más para hacer chistes sobre “los de RR.HH.”. Los profesionales de esta función tampoco deberían perder de vista la tendencia a que la responsabilidad de la ejecución y administración de muchas prácticas de Recursos Humanos sea delegada –o, más bien, “devuelta”– a los directivos de línea, desde el momento en que éstos tienen un contacto más directo y frecuente con los individuos destinatarios de esas prácticas y, en consecuencia, una mayor capacidad para entenderles, motivarles, controlarles y proporcionarles respuestas rápidas (Guest, 1987). Por mucho que hoy en día la visión dominante acerca de cuál deba ser la relación entre la función de RR.HH. y los directivos de línea no sea tanto una de “devolución” como una de partnership, esta tendencia nos advierte que, si los profesionales de Recursos Humanos no son suficientemente proactivos, corren el riesgo de que los directivos de otras funciones tomen la iniciativa y busquen por su cuenta soluciones a los desafíos que supone dirigir personas en ese nuevo contexto. Un riesgo que se multiplica en la medida en que los avances tecnológicos ponen al alcance de cualquier directivo soluciones en materia de gestión de personas que no requieren la intervención de ningún especialista de RR.HH. Sirva como ejemplo la forma en que Gilt Groupe, un importante club de compras online, adoptó Work.com como plataforma para la gestión del desempeño. En esa empresa el uso de esta solución no vino impulsado por Recursos Humanos sino por John Quinn, vicepresidente de Ingeniería. Frustrado por las limitaciones del procedimiento corporativo de Gilt para la gestión del desempeño, John decidió comprar con su tarjeta de crédito licencias de usuario para él y los empleados de su equi-

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po. Ante la buena acogida que tuvo la herramienta John fue invitando a miembros de otros equipos y cuando ya eran cincuenta y cinco los empleados de Gilt que estaban utilizando la nueva plataforma se llevó el tema ante la dirección de RR.HH. como una alternativa al sistema oficial de gestión del desempeño de la compañía (Salesforce, 2011). Casos como el anterior apuntan la necesidad de que Recursos Humanos empiece a pensar cuál será su propuesta de valor a la organización en un escenario en el que todo se mueve muy rápido y, muy probablemente, una mayor proporción de la actividad de gestión de personas habrá sido “devuelta” a la línea o, mejor dicho, a la “red”. ¿Cuál será el trabajo de Recursos Humanos en ese nuevo contexto? ¿Cuál será entonces su razón de ser? ¿Qué valor aportará al negocio? ¿Qué capacidades necesitarán poseer sus profesionales? La función de Recursos Humanos se enfrenta, pues, a la necesidad de reinventarse y asumir un papel para el que, en ocasiones, no está debidamente preparada. Sin embargo, no le va a quedar más remedio que evolucionar, en particular en ciertos sectores de actividad en los que la gestión del capital humano es una cuestión altamente estratégica, y donde aquellas empresas que no se apunten al carro de la innovación, también en materia de gestión de personas, corren el riesgo de quedarse fuera de juego. Referencias: BOWEN, David E. y OSTROFF, Cheri (2004), “Understanding HRM-Firm Performance Linkages: The Role of the “Strength” of the HRM System”, Academy of Management Review, vol. 29, nº 2, pp. 203-221; BRYNJOLFSSON, Erik y MCAFEE, Andrew (2011), Race Against The Machine: How the Digital Revolution is Accelerating Innovation, Driving Productivity, and Irreversibly Transforming Employment and the Economy, Digital Frontier Press, Boston; CARR,

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