Fabulario apócrifo de un Huevo Bíblico

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Fabulario apócrifo de un Huevo Bíblico


Mateos, Santiago Fabulario apócrifo de un huevo bíblico – 3a ed. Córdoba: El Sombrerero, 2018 Edición e ilustraciones: Santiago Mateos Diseño de tapa: Euge FB Dibujo del huevo bíblico: Tamara Vega Contacto: santeomatiago@gmail.com

El Fabulario apócrifo de un huevo bíblico está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional. Para ver una copia en línea de esta licencia, visita https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0/


Índice Sobre la libre interpretación

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Breve historia de un grueso pelo

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Breve historia de un dedo gordo

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Breve historia de una intriga

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Ciudad “Ciudad”

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Sobre metas y eternidad inquieta

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Fiesta de disfraces

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Vecindario

21

De ventiladores y porvenir

22

Sobre un árbol vecino

23

Breve historia de un fogón

25

Sobre la vida más allá de la mano

26

Lugar ameno

28

Gotera

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Bombuchas

33

El Afuera en una breve historia

38

El canto de una entraña

39

Breve historia de los volcanes

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Entre palos y abrazos

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Cosecheros

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Palabras cruzadas

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Mi abuela primavera

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Metafísica del fogón

50

Los peces

51

La abreviatura del hombre

53

Historia del niño pies de tren

54

Andanzas

56

Devoramuros

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Cantineros

62

Caen camellos

64

El Peatón Rutinario y los chascos del Misterio

65

Breve historia de una mosca que afamaba de abeja

67

El perro en un set de filmación

68

El día de la garrafa

69

El estetoscopista en el reñidero

70

El guardián del gran pomelo

72

El tábano que se afincó en una mandarina

74

A vuestra merced

75

Manteca al techo

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El verdugo que decidió armar al prójimo como a sí mismo

79

La vaca atada

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Estudio posliminar

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Sobre la libre interpretación Un filósofo antiguo, creando, en algo parecido a una cocina, rompe un huevo sobre algo parecido a una sartén: obtiene el huevo frito, le pone sal y se lo come. Cree en él y así lo trasmite. Tiempo después, el hijo del filósofo, fiel seguidor de la doctrina, rompe el huevo sobre la sartén, se le rompe la yema, intenta juntarla con una espátula, no puede, cada vez más rápido… obtiene un huevo revuelto. Ofuscado por no lograr lo que su padre se lo hecha bruscamente a un plato con papas fritas. Los comensales lo enaltecen. Él, dubitativo, aún cree poder lograr lo que su padre. Varios siglos y generaciones después, el mismo filósofo, ya degenerado por el paso del tiempo y los achaques del boca en boca… rompe el huevo en la sartén. Sale una flor, rompe la flor y un elefante cae sobre la sartén. Serrucha el elefante y cae a la sartén un mineral extrañísimo: un trozo de pirita. El filósofo se apresura inmediatamente a darle parentesco con la idea de huevo frito que heredó de siglos, y sirve la piedra con abundante sal. Los comensales 7


ya esperan con el pan en la mano, un sabroso banquete intelectual, que no varía ni una pizca al de aquel primer filósofo, por los comienzos de la civilización. Y si alguien pone en duda este sabor, ya están ellos (que son pocos, pero suficientes) con una birome en la otra mano, para corregir cualquier disparidad de conceptos que les impida llenarse el estómago de piedras.

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Breve historia de un grueso pelo Se cuenta por el mercado de los recuerdos que una manzana deseaba tanto pero tanto tener cabellos para peinar, que una de sus semillas comenzó a brotar un grueso pelo saliendo directamente por encima de la manzana (antes completamente calva). Dicen que de ese cabello las manzanas pueden aferrarse a los árboles. Al nacer en sus pequeñas madrigueras, se concentran en brotar su único pelo, y cuando este asoma como un resorte… la manada de manzanas, agazapada aguarda la madrugada, y trepan a un árbol cualquiera. Estos bichos silenciosos mantienen sólo un pelo. Y se hacen pasar por frutas para ser recogidos suavemente, regalados, o vueltos dulces, y no: asediados por el terror, como los pericotes, el lobisón y algunos poetas.

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Estos bichos silenciosos mantienen sรณlo un pelo. Y se hacen pasar por frutas para ser recogidos suavemente.


Breve historia de un dedo gordo Se dice como una gran verdad entre los pasillos de lo incierto, que a un dedo gordo le faltaba un pie. Y al tiempo que un pie, una pierna. Y luego una persona, amiga de otras personas, con otras piernas y otros pies, con sus dedos gordos de contentos. Y en ese melancólico andar, el dedo gordo enflaqueció poco a poco hasta ser puro pelo y uña. Con su barba crecida y su uña amarillenta se recluyó en un pequeño hoyuelo en donde los niños ya no jugaban canicas. Una buena tormenta lo sacó a flote. Y fue tal la refrescada que decidió cambiar su suerte aprovechando su condición de dedo. Firme, gordo e insistente, se mantuvo al costado de un camino, donde lo ignoraban los camiones. Mas tuvo que ser zapatilla la que se detuvo unos metros más adelante. Y desde el agujero del costado, una pata le hacía señas, ¡con mucho entusiasmo! Tanto como el que mostraba nuestro dedo, corriendo a saltitos, al encuentro con aquellos cuatro flacos dedos, ansiosos de un gordo para el quinteto. 12


Breve historia de una intriga Ocurrió una vez que se incendió la biblioteca de los Grandes Saberes, o salió eyectada hacia la Nada, o fue abducida con algunos estudiantes que allí leían. Nadie tiene precisión sobre qué pudo ocurrir, porque la biblioteca no está y todas las Explicaciones posibles del hecho se fueron también con ella. Crecía en su lugar un extraño planterío. Para algunos era sólo un baldío, un jardín improvisado; para otros, una inconmensurable selva. Para algunos, el entusiasmo de enfrentar sus miedos; para otros, el terror de enfrentar sus miedos. Todos, a su modo, le daban cierta forma de gran signo de preguntas vegetado. Y fueron algunos jóvenes (a quienes groseramente llamaban “alumnos”) seguidos por algún adulto (antes prisionero de ser “docente”) que entraban allí ansiosos de Explicarlo Todo, dar nombre, poner rótulo a toda planta. Pero dos dificultades: entraban y no veían, y: falta de cuadrícula y paso del tiempo –con lo cual no podían retroceder a aquello que parecía un helecho, y reiterar (o 13


manipular) el bien que sentían ante su sola presencia. Y ocurría que el adulto tocara un tallo, y entre grandes insultos (despojándose de falsa decencia) comentara que algunos pinchan, y todos comprendieron el pinchar. Y alguien probó una fruta dulcísima y cantó de placer, y también comprendieron el placer y las delicias y el canto. Y así, como jugando a ciegas, donde antes la biblioteca -y ahora ese inconmensurable, fresco, aromático pedazo de tierra vivo-, entre todos hacían la Cultura de la Afección. Que es como decir (alegremente y a viva voz): ¡esta fruta sabe a un canto! Y ya nadie pueda desenfundar armamento polvoriento de estantestanques para aprisionar con cazamariposas de quinientas páginas (o dar similitud con experiencias muertas) a eso que sale de las Personas y es el Saber, y trasciende en el aire vibrando, desde aquello que lo hizo cantar.

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Ciudad “ciudad”   Cuentan en la gomería de un páramo desolado, que tras el desierto hay una ciudad. No lejos sino allí mismo. Sus habitantes se llaman “habitante” y da igual llegar a cualquier casa de la calle “calle”, porque en ellas se guardan cajas que habitante llama “cosas” y cualquiera en cualquier casa puede usarlas y/o moverlas, y eso bastará y estará muy bien para el desarrollo constante y exponencial de la ciudad “ciudad”. Cuentan en la gomería en medio de la nada, que nadie sabe en qué punto del crecimiento desmesurado la ciudad “ciudad” se volvió invisible. Y dicen que al llegar al crepúsculo, a veces, ven andar como una luz mala, como perros perdidos, a criaturas de uñas desgarradas, que abren y abren las cajas, las cosas, en casas invisibles, buscando la perdida certeza que hoy los borra del mundo, devorando uno a uno los días y sus noches.

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…nadie sabe en qué momento del crecimiento desmesurado la ciudad “ciudad” se volvió invisible.


Sobre metas y eternidad inquieta Cuando aquel Adulto con toda minuciosidad -después de uno y otro y mil intentos rutinarios- clavó el palito en la arena, y poco a poco fue soltándolo, y vio (¡por fin después de tantos años!) que se sostenía, y sonrió nervioso, y se incorporó para buscar al Jefe, y tal vez a alguien más, y festejar aquel logro… sostuvo cuanto pudo la emoción de ver el diminuto palito sosteniéndose entre arenas y corrió en círculos, y corrió al mar, y se bañó en las aguas del Triunfo, pero ya era tarde. Alguna mujer, y los hijos y nietos de algún tiempo atrás habían dejado de existir. No se veían personas ni plantas ni animales, sólo quedaban piedras (y quizás todos se fueron por confundirlo a él también con una piedra), o quizás él había dejado de existir y su cielo solitario sólo tenía piedras y una meta estúpida, de la cual esta vez, debería guardar algo de alegría para más adelante y por el resto de su abandonada eternidad.

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Fiesta de disfraces Se cuenta entre los que están desde hace tiempo, que la fiesta de disfraces comenzó lejísimos de aquí. Allá donde sospecharon que así: llegarían. En aquel entonces, cada quien usaba su disfraz muy de vez en cuando. Pero fue una noche que se encontraron todos disfrazados al mismo tiempo, en que sintieron que la fiesta se desplazaba como una danza loca por el desierto. Y entonces el disfraz se volvió un vicio. Y ya algunos que no se lo quitaban ni a la siesta; y la fiesta comenzó a viajar y anduvo a una velocidad en que los atardeceres comenzaron a llegar tan de repente que la gente se disfrazaba con lo primero que encontraba. Incluso tan de prisa que superponían sus trajes. Entonces un pirata era una monja y la muerte. Un abogado era también el lobo y una princesa. Pero el engolosinamiento febril por la velocidad: exigía liviandad. Y la fiesta, que perdía velocidad, poco a poco empezó a librarse de los pesados atuendos, trapujos innecesarios que siempre requerían compromiso en zurcir sus achaques, y eran, en definitiva, tan pesados de llevar en una fiesta. En su lugar, devino la moda de los disfraces 19


conceptuales –pequeños rótulos “yo soy leñador” o simplemente “policía”- y que, cada quién se ponía y sacaba del pecho según la circunstancia. La fiesta, claro, tomó velocidad y así fue que: se volaron los rótulos que pretendían ser disfraces, y ya todos olvidaron quiénes eran y disimulan. Porque, aunque ya nadie sabe qué pito toca, no es cuestión de detener la inconmensurable fiesta hacia la nada, en este lugar del desierto, a esta hora de la noche. Porque ya se ha vuelto preferible el holocausto al final del barranco –profetizado por un poeta bíblico allá, antes y un poquito después de Dios-, que ese instante de quietud en que nos vamos a ver en bolas ante millares de estrellas, que ya no serán dioses, y que amenazarán susurrarnos el acontecer de un mundo al reverso del antifaz. Un mundo del que seremos parte chispeante, militantes de toda contingencia que llame a poetizar el más sutil de los aromas, el más sincero de los abrazos, el beso con gusto a flor, la piel de Dos y más, en este vivir que vale la pena revolcón de tarde, y anochecer de jazmines al vuelo primavera. Hasta justificar de una puta vez, ese brillito titilante que desde alguna galaxia lejana, ¿quizás un ojo? alcanza a soñar un deseo, al ver nos pasar, fugaces, por el infinito. 20


Vecindario Había una vez una fuga de gas. Al otro lado de la puerta los niños jugaban al fútbol en patinetas, mientras los adultos seguían siendo adultos. Y los niños aspiraban algo con cocaína, y los adultos preferían seguir siendo adultos. Y alguno, vuelto policía se tirotea con niños que robaron perfumes. Y los adultos que veían que tanto escándalo no era de adultos, volvían a cargar las armas de niños y policías, y/o subían el volumen de su programa de radio matutino, quedando de una u otra manera, la adulta humanidad en condiciones de seguir vanagloriando su pulgar oponible. Y había una vez una fuga de gas (y helicópteros). Sólo tenemos el comienzo de esta historia que escribimos en penumbras, respirando lo todo posible, sin hacer siquiera un chasquido de lengua, para conservar al menos unos minutos más, este pedacito de barrio en donde había una vez una fuga de gas y nosotros contábamos la historia. 21


De ventiladores y porvenir Caminando hacia los ventiladores, éstos nos acercan el aire del porvenir instantes antes de que lleguemos a nuestra futuridad. Así fue cómo una noche adiviné la llegada del delivery -minutos antes de que tocara el timbre, y poco después que pidiera la pizza-. Y fue también cómo aquel 20 de junio a las 23.57 sopladas, el ventilete me trajera el invierno sin acomodo de mi presente. Y ocurrió mi llegada, sin advertencia de la moda, al invierno por venir. Y esa delicada traspolación temporal devino en este indeseable resfrío, que soporto, espaldas al ventilador, por llegar antes a mi yo curado actual del dentro de poco.

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Sobre un árbol vecino Comentan entre las plantas de luces de tablados exigentes, que no muy lejos de aquí: vivía un árbol, es decir, un vecino. Sus ramificaciones excedían ampliamente el espacio cúbico designado para el humano en cualquier compartimento social. Por lo que, si frecuentaba el almacén, hacía peligrar las góndolas y el peinado de las señoras. Si pasaba por la Universidad, interrumpía la transparente traspolación del saber, a menos que para beneficio de todos, se sentara bien al fondo, incluso afuera, y presenciara todo desde la ventana. Lo mismo en el teatro, los conciertos y el cine. Con el paso por obligados otoños, aquel árbol se volvió huraño. Y de su ausencia, todos hablaban la nostalgia de no encontrar ya nunca, el fruterío enigmático que dejaba a su alrededor. Nadie volvió a verlo, y las nuevas generaciones lo creen una fábula,- y a las fábulas, sólo para niños. Sólo los verduleros entregados al romanticismo buscan poseídos entre los cajones esa fruta del misterio. Porque saben que 23


aún vive, oculto a la ciudad, soltando frutas y más frutas que se trafican como alimento en el mercado negro de las esperanzas a todo desencajado de su espacio cúbico. -”¡Escupen semillas y siembran bosques! ¡Escupen semillas y vendrán grandes bosques!”- grita desquiciado un verdulero que a todos divierte en el mercado, y llama a la compasión, porque pobrecito, se volvió loco.

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Breve historia de un fogón Cuentan los poceros que el atardecer a veces pasa tan rozando el horizonte, que en los pozos a medio hacer, el sol deja ralladuras de fuego. Cabezas de antorchas, pequeñas estrellas que giran en el pozo como hadas, como polillas incandescentes, y saltan a los caminos. Se ocultan en los fogones y esperan su momento. Cuando alguien canta, cuando alguien cuenta... ¡entran a los pechos abiertos! y se los llevan a todos con ellas, de regreso al sol: a formar parte del salto espectacular, fogueado de abrazos, donde festejan todo el pleno día alcanzar cada vez el horizonte. A su paso, dejan una penumbra fértil en sueños para quien descanse, o para quien, desvelado (desprevenido de su porvenir) encienda un fuego, y con los suyos cante y cuente.

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Sobre la vida más allá de la mano Dicen que cuando a alguien en el mundo se le vuela el sombrero: es porque un títere ha muerto. Algunos físicos explican que la vida del títere dependerá como es lógico del material con que se lo construya, y la exposición a las adversidades climáticas a las que se someta. Y así, por ejemplo, un dinosaurio hecho de algodón elastizado tendrá una vida promedio de 7 a 12 años, y un payaso de cartapesta, tal vez 15 o 20 -siempre, claro, bajo el uso adecuado de un profesional responsable. Sin embargo, si en el mundo de los títeres aún conviven dinosaurios y payasos es porque el tiempo les pasa de otra manera, o porque aceptan con la valentía de ningún hombre, que sólo viven en los recuerdos. En cada función dan lo mejor de sí para alojarse en las memorias de los espectadores; hasta que el devenir, inocente, venga y se los lleve como el viento a los sombreros, de la cabeza, de la cálida morada, la memoria, de quien alguna vez sonriendo, los viera nacer. 26


En cada funciĂłn dan lo mejor de sĂ­ para alojarse en la memoria de los espectadores.


Lugar ameno Todavía comentan los abnegados al silencio que de un choclo malformado, salió una langosta mitológica, descomunal, del tamaño de un gato y la consistencia de una babosa. Lo devoraba todo, es decir, donde comía dejaba un hueco de pura Nada donde ya otra cosa no podía más ser. Sus saltos abarcaban grandes extensiones de campo, y en el aire, el bicho dejaba una estela de mucosa porque iba pariendo crías y más crías ya grandes y hambrientas. Los dos intelectuales que divagaban por el prado y vieron el accidente, se sintieron pasmados. Uno de ellos, al tener un bicho cerca, se sacó uno de sus relucientes zapatos, y a fuerza de voluntad reventó tras varias embestidas, la langosta o enorme sapo peludo cuyo cuerpo se pulverizó en una hermosa nubecita violeta. Mientras desprendía su camisa para perderse (con la suela en alto) en las hordas de los insectos o mamíferos alados, el otro Intelectual le dio un fuerte fuerte abrazo -con lo que quiso demostrar su admiración ante ser tan pensante y al mismo tiempo valiente- El agasajado intentó agradecer a su amigo, y al mismo tiempo advertirle que los insectos se reproducían 28


en cada salto, y era preciso actuar. Esta frase inspiró al admirador a teorizar tanta profundidad combativa; y mientras uno intentaba descalzarse, bailar una batalla; el otro teorizaba y publicaba libros y libros, y conferencias a una velocidad vertiginosa. Todo esto sin soltar a su amigo que, aprisionado bajo el peso de las teorías se volvió presa fácil cuando una bandada de babosas descomunales saltó sobre él, y pronto fue un hueco sublime que nadie pudo imaginar jamás. El otro llegó a desentenderse a tiempo de la víctima. Y ante siniestro banquete, soltó un levísimo lamento como quien se quita un pelo de la lengua. Volvió al camino, y tras algunos pasos dio un salto fantástico a cinco, diez metros de allí -pariendo en el aire, a bichos que al poco andar se confunden con babosas rapaces, peludos caracoles del tamaño de un libro, de una gran enciclopedia que llenan de ausencias el horizonte.

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Lo devoraba todo, es decir, donde comĂ­a dejaba un hueco de pura Nada donde ya otra cosa no podĂ­a mĂĄs ser.


Gotera Había una vez una gotera, y tan en la noche, que enfrió la bolsa de agua a fuerza de insistir en su insomnio por entrega. Había una vez una gotera, y un gentío a punto de ser soñado que esperaba en el umbral del “ya me duermo” y tenía que resistir las embestidas de vigilia que a cada gota incendiara el sueño en su constante irse, y aún no del todo, y otra gota, y ya casi. Sabrá el inagotable desagüe, el constante pasar de las horas cuál será el destino de esa multitud resistiendo las estúpidas gotas, sin saber siquiera si podrán ser.

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Bombuchas Cuentan los calesiteros que un verano sofocante, a plena siesta, de un lado a otro de la calle, un grupo de niños decidió guerrear a bombuchazos. En una y otra terraza, los chicos prendidos del grifo, inflaban bombuchas y más bombuchas. Las amenazas cruzaban la calle con gran entusiasmo, lo cual motivaba a uno y otro equipo a seguir inflando globitos de agua. Y entonces fue un balde lleno, y trajeron un fuentón, y de aquel lado, varias ollas. Y la ocurrencia del más chico insistió en ¡llenar la pelopincho con bombuchas! Advertidos por lo cual, el equipo contrario inundó la misma terraza para abastecerse de suficientes globitos y empapar por completo a los vecinos. Y en este inflar bombitas de colores y arrugarse los dedos, los chicos pasaban a recipientes cada vez más grandes: inundaron la calle, y pronto el barrio, y la ciudad entera quedó bajo bombuchas, y a falta de mayores continentes tomaron América Latina que les pareció suficientemente grande. Pero ante las constantes amenazas y el seguir 33


inflando, la gran muralla de arena que habían trazado a lo largo de toda la costa: cedió. Y el mar comenzó a recibir las bombuchas y bombuchas, hasta que ya el mundo entero quedó inmerso bajo globitos de agua. Y esto ocurrió, así como lo cuentan, una tarde de verano sofocante -en que los chicos por suerte inflaron bombuchas y no cualquier otro pesado y aburrido armamento de destrucción masiva. Los padres (y el resto de la humanidad) que ante tales travesuras prefieren hacer caso omiso, y tal vez fueron los vecinos, y etcétera; siguieron haciendo lo de siempre, sin la menor importancia a estar el mundo oculto bajo una cantidad invisible de bombuchas contenidas por la estratósfera. El ojo se acostumbró a no verlas, pero ahí están, y ocultan las cosas. Nos desplazamos entre ellas perdiendo de vista las llaves, una cuchara, un abrazo, la alegría... todas cosas igualmente concretas y a cuya desaparición, algunos culpan al descuido, a los duendes, al olvido. Y otros (quizás los padres que están al tanto de la travesura), se cuidan de no culpar a nadie, y en lo posible, de registrar hermosas listas de dónde fueron vistas las cosas por última vez. Listas que uno puede consultar a falta de... y enriquecer constantemente, ya en un poema, una escultura, una canción, o simplemente caminando junto a 34


alguien, que pueda recordar mientras olvidemos, y olvidar mientras recordemos. Y asĂ­ es el Ăşnico modo de acontecer bajo el ocultamiento de las bombuchas sin que el miedo a no ver, nos lleve a culpar a cualquier hijo de vecino.

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‌inundaron la calle, y pronto el barrio, y la ciudad entera quedó bajo bombuchas.


El Afuera en una breve historia Dicen en la penumbra de una taberna que hace tiempo, un polizón con pies de isla -y con esto quieren decir que nadie puede afirmar que estaba en algún lugar y tiempo concreto- decía y decía este polizón, y olvidaba lo ya dicho. Al decir, las cosas iban saliendo de su boca, primero como un boceto, hilitos de rapidísima telaraña, y luego haciendo y entre-haciendo el Afuera por completo. Dichas, las cosas caían concretas y tangibles: su abrigo, un barco, más allá un continente, casas, sembrados de trigo, maíz. Edificios, millones de autos que van a cualquier lado. Y una taberna en penumbras donde contaran de un polizón con pies de isla. Dicen desde una taberna en madrugada esta historia, y así tiran recordando (recobrando) el hilito de las cosas dichas. Por puro capricho de desarmar un pulóver para hacer una bufanda, un mar. Tiran y tiran de lo dado por hecho, y si aún les queda madrugada, contando pasaran por aquí, y sentirás un cosquilleo, querido lector, para ver tus pies desnudos como una isla. ¡Estira esos dedos! ¡Disfruta! que pronto habrá tiempo nuevamente para el decir. 38


El canto de una entraña Había alguien una vez que en medio del gentío se sentía solo. Inventó un televisor para engañar a sus entrañas pero nada calmaba su creciente movimiento hambriento. La calle vio que el corazón se le escapaba como una fiera y una licuadora de signos mareaban y confundían esa flor, esa bravura, que era una entraña y no encontraba alimento. Cansada de ir y sólo ir (por seguir sin más a señales gastadas) se plantó bajo la escalera a modo de protesta. Y mantuvo un canto triste. Todos muy atentos observaban desde el oscuro anonimato, en silencio libidinoso, aquel salar humectando el desierto de las señales. Las flechas intimidadas ante el canto, se perdían como el último suspiro de una fogata. Y la fiera entraña, replegada, se adormecía en lo invisible de un abismo, porque del otro lado del planeta, unos dedos percutían la tierra recordando a nuestro corazón extraordinario, la perdida compañía primavera que alguna vez protegió su espalda de las interminables cacerías del mundo y sus flechazos. 39


Breve historia de los volcanes Cuentan los incendiarios, los estrategas de las llamas, que los volcanes pasan desapercibidos en la ciudad. Cierta reglamentación los viste de casa, pero no dejan de ser refugio de las llamas. Su caldera de ventanas abiertas se aviva con el viento. Allí, todos los minerales están en plena ebullición magmática, y remonta a borbotones cada basamento esencial de la tierra oculto bajo el cómodo pavimento. Y en las fiestas, encendidas erupciones volcánicas dejan por la ciudad un reguero de hermosísimos diamantes enormes, grotescos, del tamaño de una bicicleta, una editorial independiente, que lejos de prestarse a la contemplación pasiva, andan rodando por las calles con entusiasmo incendiario, activando volcanes dormidos que algunos quisieran hacer pasar por casas.

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Cierta reglamentaciรณn los viste de casa, pero no dejan de ser refugio de las llamas.


Entre palos y abrazos Los acostumbrados a los amigos efusivos saben que no siempre es bueno recibir palmadas sorpresivas con sopa caliente en mano, o mudando copas de cristal, y comentan la anécdota del primer mono que pisara tierra firme con dos pies por vez primera. La aventura requirió de un desencuentro, y el abandono de aquel cómodo mirar siempre el piso y no ver sino el propio reflejo charco por medio. Desencuentro de dos a cuatro patas que dieron un cocaso tal, que los hizo pararse y sostenerse el marulo, y caminar en zigzag lo que durara el mareo, y luego: el segundo de sorpresa. El mirarse erguidos y sin caerse. La mirada cómplice y deductiva hacia el otro y hacia sus pies. La carcajada al ver pasar una gallina entre ambos, y vuelta al silencio. Porque recordaron el accidente, el tropezón con el otro, y ahora una glándula loca los hacía enemistar convenciéndolos de que el otro pudo quizás cambiar de rumbo y no lo había hecho y era momento de tomar un palo e inventar el garrote. Espejados, tomaron al mismo tiempo respectivos garrotes y fue otro segundo de reflexión en que comprendieron su nuevo mecanismo, y 42


advirtieron ganas de inaugurar el ya tan conocido abrazo, y fue pie firme de uno que a brazos estirados recibĂ­a un contundente garrotazo. Uno de ellos heredĂł la bĂ­peda humanidad.

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Cosecheros Un cosechero de nueces vestido con una sólida armadura camina en ocho, levantando una y otra vez mitades de cáscaras vacías. Otro cosechero, frente al enorme nogal, se sostiene en muletas improvisadas con ramas caídas. Permanece atento a lo más alto de la copa. Aún en muletas, recibe al vuelo cada uno de los frutos que se desprenden y -golosas, sus huesudas manos-, quiebran la nuez buscando algo más allá del fruto. Luego desecha de igual modo fruto y cáscara. El quiebre, la ruptura, es su alimento inmediato, su cosecha frívola. Bajo la metálica armadura, el otro cosechero no puede disfrutar el maravilloso crujir, y a falta de sensibilidad también en los dedos, en la visión, le es imposible reconocer frutos que se acumulan entre las cáscaras en el suelo. Las pisotea hasta volverlas polvo. El de las muletas parece alucinado por el quiebre, quizás buscando la ruptura perfecta que deje al fruto completo y limpio en la palma de su mano, no atiende a su propio hambre, ni al dolor de sus piernas que peligran otro 44


desvanecimiento. Morirán ambos, seguramente de hambre, y desquiciados. Quien los trascienda, será el nogal, que aún sin quién lo festeje sigue produciendo el misterio, aunque insistan sus otoños en pisarle los talones al recuerdo del verano.

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Palabras cruzadas Ocurrió como ocurren tantas cosas que una palabra rebalsó todas las otras y se desparramo el lenguaje. Alguien, por nombrar de prisa dos o tres cosas, metió un neologismo larguísimo, que el acervo popular no pudo contener y se desparramó el lenguaje por todos lados. Dicen que fue un terremoto bajándoles de la nuca y falseándoles la lengua de por vida. Pesada catástrofe: intentaban decir monte y decían progreso. Querían decir árbol, viento,… progreso, progreso. Agua querían, y pedían un vaso de progreso. Ahora, si alguien intentaba nombrar el progreso el concepto se le iba en lágrimas. Aún así se están. Arremeten con toda la rabia a querer decir como en aquellos tiempos de opulencia, donde “perro” era “perro”… y se les lengua la traba, y no aciertan palabra con cosa. Habitan también como siempre los eternos custodios de la alegría. Gentes como cualquier otra pero que atienden, curiosamente, a todo lo que no sea el nombre falseado de las cosas: trayectorias del eco, ángulos de rebote, frecuencias 46


del sonido… y escuchando guardan lo que escuchan. Y también dicen, pero al hablar: sostienen un pequeño espejito con la punta de la lengua. Al decir, el espejuelo les oblicua el susurro, y las palabras viajan precisas, clavan las agujas del sentido, e hilvanan las grietas que todo decir descartable herrumbra entre las cosas. Algunos de ellos son empleados en un laberinto de espejos (juego de niños sólo para adultos); pero los más, se desperdigan entre fogones marginales. Y aunque todos comprenden cabalmente a los hilanderos del sentido y su lengua espejada; prefieren creer que el espejo es un privilegio de algunos pocos raros. Hay un inmenso loro negro que se posa sobre los hombros de los hilanderos, los custodios de la alegría, y los replica a gritos entre violentos aleteos. Entonces no falta el vecino que premie al loro con una galletita, porque lo divierte y desea que vuelva cada tarde como quien paga las cuotas de una parcela en el cementerio, o suma, como quien no quiere la cosa, unas tímidas gotas de veneno a un vaso de progreso.

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Mi abuela primavera Cuando nació mi abuela, es decir, cuando llegué nieto, en mi árbol genealógico en lugar de una rama brotó toda la primavera. ¡Sí, la mismísima primavera en ropas de abuela! La primavera como todos sabemos se mueve siempre por el calendario para dar la vuelta al mundo y estar justo en el momento que brota un jazmín, un azahar, el alelí. Y así fue como cuando nació mi abuela, este árbol aprendió a caminar, a bailar. La primavera que brotó en lo más alto de las ramas, tira y tira encaprichada en su andar, y mueve así una ramita, luego el tronco, y el mismo árbol genealógico da zancadas por los campos, bosques y selvas acompañando a primavera disfrazada de abuela, andando fértiles suelos que ella misma revive a su paso. Mi abuela, la primavera, cocina con los aromas y adereza los colores. Cada vez que proponemos fiesta, o estamos tristes, ella se pone a dar flores: brotan en los vasos, los jarrones, en medio de la mesa, grandes malvones, jazmines del cabo, madreselvas, santa ritas en las cortinas. 48


Primavera con sus manos de abuela inventa flores con lo que encuentra, y si junta coraje viste con cynias a las pirámides. Mi familia no se si es un árbol, o un caballero andante, un viajante con pies de raíces al viento; o es mi familia, una familia como cualquiera… sólo que entre sus ramas, brotó una vez toda la primavera, vestida de abuela.

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Metafísica del fogón. Estiro la mano a la llama, le ofrezco mi confianza me dispongo a darle el más sincero abrazo a la hoguera. Silbo y voy. Mi semblante acalorado mantiene la serenidad. Esas llamas, ahora lo veo, crecen de una espalda. Mejor doy un firme saludo por los hombros una palmada alegre al incendiado, al fogón solitario. ¡Dejen, oculten sus baldes de arena! ¿Dónde he visto antes ese fuego? ¡Venga un abrazo, fogón milenario! Soban mi espalda ardiente. Rascan mi reseca espalda en llamas. Doy un paso más, me vuelvo hacia adelante, hacia mí de nuevo, conciliándome otra vez con mi pasado siempre llegando. Inauguro un atardecer y descubro que ha llovido y un sol pequeño no se apaga en mi costado. 50


Los peces Los peces que colman su hambre en el estanque, siguiendo su instinto, se comen también las burbujitas que brotan entre las piedras. Una a una, saborean las pequeñas perlas de aire hasta que flotando suben al cielo como nubes. Sobre una laguna congelada, en un volcán de la cordillera, presencié una maravilla: cientos de estalactitas creciendo hacia arriba, todas condecoradas en la punta con un pececito milenario. Pequeñas lunas de hielo, canicas naturales trizadas apenas por destellos de arcoíris con un pez detenido en su centro de cristal. Pocos son los que llegan a estas cumbres, algunos porque andamos perdidos desde siempre; otros, usureros, vienen exclusivamente a romper y llevarse un bastón de hielo, el más alto, el más recto. Pero cuando bajan a las ciudades con sus arrebatos esconden entre manos mojadas el sabor podrido de un pescadito obsoleto. Los perdidos desde siempre no tenemos dónde ir, y en contemplar la laguna nos quedamos hasta volvernos hielo. Quién sabe, tal vez suba la temperatura y entonces también nosotros 51


nos evaporaremos junto a la laguna. Seremos tambiĂŠn la tormenta, fenĂłmeno futuro e irrefutable que traerĂĄ frescura y podredumbre, barro y fuego, y estanques y peces.

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La abreviatura del hombre La abreviatura del hombre es cualquier vena, es su ojo. La abreviatura del hombre es espejo, apretón de manos, su apodo, un carozo de fruta atascado, la cabeza de un juguete, el juguete y su recuerdo. La abreviatura del hombre es todo menos otro hombre, todo menos sus dudas. La expansión del hombre es la mujer, otro hombre, sus dudas. La expansión del hombre es la mini pimer que alguien trae oculta en la yema de los dedos. Alguien que sigiloso obsequia al hombre: el silencio. Obsequia también la espera y un abrigo. Si espera hay de sobra, y valentía también, entonces detonan. Ambos detonan, se expanden. La abreviatura del hombre es un montículo de cenizas, es viento. Pero detonar es sin nombre, sin elección, sin particulares. Se detona en colectivo, en colectivos, abriendo un sobre, cortando queso, refilando la mirada. Se detona en una flor, obsequiando la flor y el terruño que la contiene, volvernos agua entre las nubes rosas nos detona. Sin conocer el mar es difícil abreviar al hombre, sin conocer cenizas. Sin conocernos es difícil detonar, pero conocernos es sencillo, sencillísimo, se cierra los ojos y abren las yemas de los dedos, las sonrisas ciegas a las grietas de la noche. 53


Historia del niño pies de tren Iba como es de suponer a cualquier parte del mundo. Momento. ¿Usted conoce a pies de tren? No. Pero con ese nombre… Comprendo. Usted, que va a contar una historia, se pone a esperar que del nombre comiencen a salir los hechos. Por suerte para los lectores estoy aquí , de otro modo ya irían por ahí diciendo que hay un niño tren, que no paga boleto porque tal cosa y tal otra, y que duerme en una valija, y en lugar de sombrero tiene chimenea… Mire, dejemos mejor que el pobre niño nos cuente algo de su vida, sin que el peso de su apellido nos lleve a las vías. A ver, niño: qué se cuenta? … … … Niño, la hoja es suya, cuente lo que quiera ates que algún charlatán lo haga por usted. Hoy festejé el día del niño. Ah, pero eso fue hace una semana. No lo interrumpa. 54


Sí, hoy festejé el día del niño en la gomería del pelado. El pelado es amigo de mi papá. Una nena se ganó una bici. Estaban todos y hacía calor. Después vinieron unos payasos que tenían un perro de alambre. ¿Por qué te dicen niño pies de tren? … Ha de ser porque vive cerca de la vía, ¿qué le importa tanto a usted ese apodo? No es tanto el apodo sino sus kilométricas piernas de hierro y quebracho. Me parece… no sé, distinto. Me voy con mi mamá. Distinto a quien? Usted tiene piernas hechas con músculos y huesos, es tan raro como este niño, ni hablar de venas y pelos y piel, uñas. Usted tiene las mismas, pero aquel niño altísimo. No generalice. Oh, perdimos al niño. Ya sabe lo que dicen, quien pierde su cabeza de niño, pierde su cabeza. Instantáneamente, ambos locutores vieron rodar mansamente sus cabezas que luego de dar unos saltitos por el cordón, quedaron al costado de la calle tristemente húmedas en un charquito apestoso. 55


Andanzas Había una vez el amor y se fue de viaje. Mejor dicho: se quedó de viaje. Es decir, entre uno y otro amante había un mar. Precisar si uno se fue y otro se quedó depende de una brújula loca, porque ambos seguían andando su vorágine del amor –inercia que uno toma ahicito nomás se enamora. ¿Frenar? ¿Después de años? Sería detener un tornado con un cazamariposas. Los amorosos no quisieron entenderse lejos (el uno del otro). Y resultaba que uno comenzaba a hacer unos tallarines e inmediatamente, al otro lado del mar, el otro ponía dos platos sobre la mesa y rayaba queso. Vorágine del amor. La diferencia de espacio y tiempo trajo sus complicaciones. Porque uno cruzaba antes que el otro los escalones del calendario, y cuando a uno se le antojaban fideos, del otro lado, ya era madrugada y no había mesa, y el sonámbulo daba con los platos al suelo y rayaba queso sobre algún compañero de cuarto que pasaba a roncar en provolone. 56


Y lo mismo cuando tomaba una siesta, el otro dormía en el almacén; cuando uno reía, del otro lado del mar la gente escapaba del loco que daba risotadas en plena calle. ¿Y qué decir cuando se extrañaban? ¿Y estiraban sus brazos al aire, en perfecta sincronía, imaginando los ojos allá del mar, buscando esa fuerza que los convoca? Porque sentir la carestía de un pecho protegiendo el nuestro es de un dolor que no se historia siquiera en la ficción. ¿Y la ofensa de impostar otro abrazo? ¡Qué va! ¡Ni ofensas, ni disculpas ni perdones! Porque la andanza de un Dos no se puede controlar, detener, ni poseer. Vorágine del amor que el viento impulsa, cabeza nubes-montañas y pies socavando la tierra. Claro que uno de los dos habría podido enterrar cuchillos de punta para evitar la tormenta, o con un poco de tecnología habría controlado las nubes con bombas de sal, con misiles contra natura. Pero son amorosos y dos un mismo fuego que buscan unir, y andan por el mundo perdidos en el delirante devenir del amor. 57


Uno y otro atraviesan las olas por hallarse: ella subiendo por el aire para achicar horizonte; él invirtiendo el mundo con un catalejo. Ella corroborando que la tierra gira, y que allá como acá hay más mundo. Él, imaginando que gira la tierra con un catalejo, sólo por capricho de enfocar el abrazo que se dieron a lo lejos, en las memorias, y cuando se junten a recordar la distancia, compartan siempre ¿Acá lejos? ¿Allá cerca? El abrazo que se dieron al reverso del mundo.

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Devoramuros No tan lejos de aquí había un elegante calabozo, durante años vacío, hasta que un gobernador aburrido de tanta gestión, notó sólo en ese edificio la absurda inversión en infraestructura abandonada, y exasperado por el derroche, ordenó ¡llenar el edificio de inmediato! Cosa que el pueblo demócrata obedeció, y hasta el mismo gobernador entró en la torre para justificar el uso edilicio. Habían pasado meses, tal vez años, en el letargo y adormecimiento que les borraba el recuerdo del cielo. Sólo una pequeña claraboya abierta en el techo les recordaba el sol de la siesta, la estrella de la noche. -Toc-toc… -¿Quién? -Devoramuros -¡No!, ¡Devoramuros, Devoramuros!! -¡Pam, pam, pam! -¿Quién? -Abran. Devoramuros. - Ñiiac -… 59


Uno a uno iban ingresando jóvenes algo hambrientos que amablemente se abrían lugar, y los prisioneros mostrando su “don de gentes” cedían las mejores ubicaciones frente al frío y mohoso paredón de la prisión. Algunos llevaban cubiertos, otros sólo sal o picante, y disfrutaban comer a mano. A un tiempo, todos comenzaron con la entrada del revoque que se les deshacía entre los dedos, y se daba el comienzo de una gran fiesta de bocadillos herrumbrados, y platos fuertes de ladrillos pesadísimos hechos de una sola roca durísima. La torre se redujo estrepitosamente en unas horas a una lámina traslúcida, apenas la pintura exterior. Los Devoramuros lo tomaron como un postre de sobremesa y acabaron por completo con la estructura. Entonces ahí sí dieron por concluido el almuerzo de la prisión, de adentro hacia afuera, que es como debe hacerse según costumbre y buen provecho de los Devoramuros. Algunos Devoramuros organizaron juegos; otros, acompañaban arremolinando ronquidos desde el sauzal. Todo era templanza bajo la inconmensurable libertad. Cuando el primer civilizado masacró al primer Devoramuros, le dio forma de ladrillo y emprendió con sus restos la reconstrucción de la cárcel, a nadie le pareció violento. Todo lo contrario, sintiéndose demorados 60


apresuraron su labor genocida, y ya eran cientos los fabricantes de ladrillo que hacían campañas políticas y prometían tener lista la torre para las últimas horas de la tarde, las primeras de la noche. De modo que todos, afianzados en la democracia, vanagloriaban el accionar de pueblo tan civilizado y nadie dio tregua a la fatal empresa. Mientras, el orbe que es redondo y no ofrece el secreto de su geometría, les tenía preparada la construcción de la torre con menos ladrillos de los que habían manufacturado. Y así es entonces que fuera de la torre quedan algunos pocos ladrillos al asecho del viento y las mariposas. Desechos en partículas, volvemos a la deriva sobre el ciclo de la inmensidad, y llegaremos otra vez (siendo dos, tres, millones) a golpear las puertas de la prisión, con el ardor en la boca del estómago que una espina libertaria nos foguea al reverso de la tibia condena del merodeo de los cielos.

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Cantineros Ciertos cantineros dicen que al morder la madrugada, si pudieran elegir, en vez de dar la vida al bar, querrían ser camellos (60%), el cascabel de una cobra (23%), el brazo articulado de un tiranosaurio de museo (17%), la jaula de un canario (7%), la jaula abierta de un canario (3%). Pero al abrir sus bares la clientela acude a ellos como al amor. Barajan las cartas nuevamente, y juegan una y otra vez la coreografía de copas contra jugadores que fluctúan con el sueño, en mesas que soportan por los codos la catarata de la soledad. Nadie olvida el extraño suceso del cantinero que a las 4.12 cabeceó profundo ante lúgubre concurrencia y dos enormes alas abrieron su espalda. Una pirueta que nadie comprendió lo dejó del tamaño de un ratón adentro de un vaso de whisky. Arropado al calor de dos pechos prófugos, cruzó la puerta vaivén. Ella prometió que lo cuidaría, que lo alimentaría levemente. Prometió que daría amor hasta forzarse dos alas también. Y entonces juntos irían, salvajes, 62


a buscar el trino montaraz que fisure el bucle del tiempo por llover mortajas sobre escépticos que dignen balbucear descrédito a los pequeños imposibles.

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Caen camellos Caen camellos. De joroba caen y nadie duerme. La calle es un camellar silencioso. Esos bichos tienen sed, no pueden voltearse, volver al trote al desierto. Es triste, hay en la cuadra más de veinte camellos. En la puerta de casa, uno se estira por alcanzar el charco apestoso de agua estancada. Su lengua apenas rosa el borde del espejo fresco. Nada va a calmarlo si no se mueve. Sus ojos me buscan, me piden el charco, me piden medio metro de lengua. El bicho se retuerce, lloriquea la rabia de su tropiezo. Le vacío el salero en la lengua. Todo el salero, en la lengua el hocico y los ojos. Y me gasto una caja de sal gruesa que termina por cubrirle gran parte del rostro. También le encastré a chupar una piedra sustancial en sal que empieza a disolverse en una espuma misteriosa. Ahora sí, ahora sí no le faltará sed que lo mueva. Esperemos el salto, el primer camello en pie y la consecuente estampida que vuelva esta pesadilla a las profundidades soberbias del desierto que mea camellos en mi barrio.

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El Peatón Rutinario y los chascos del Misterio Cierta vez, antes de cruzar el semáforo, el Transeúnte Misterioso le susurró al Peatón Rutinario una palabra insólita, esdrújula. Entonces, el Peatón Rutinario vio cómo se detuvo ante sí toda la caravana de motores encendidos que ya no avanzaron, sino que esperaban atentos la dirección de sus movimientos. El Peatón Rutinario intentó desprenderse del maleficio con el diálogo. Intentó con la violencia. Intentó incluso ignorar que toda la ciudad motorizada lo estaba siguiendo a dos metros de distancia a cualquier lado donde se moviera. Pero no había caso. El Peatón Rutinario, con el avance de las cuadras para llegar a casa, sólo lograba conseguir más y más adeptos a esa idolatría forzada y absurda. Entonces, el Sol cayó de pronto sobre el gentío motorizado, y desde atrás de un colectivo así le dijo: “¡Ea, tú! ¡Si no comprendes el buen humor del Misterio, es mejor que abandones el mesianismo!” El Peatón Rutinario, apabullado por estar hablando con 65


un astro, cayó de rodillas y echó a llorar. Entonces el Sol, con su látigo dorado alcanzó al Peatón Rutinario y de un tremendo chasquido lo convirtió en palabra, y se ocultó. Ante las estrellas, en una calle desolada: el Transeúnte Misterioso tomó la viscosa palabra en ascuas, y ésta se arrellanó otra vez en el remanso de su sombrero.

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Breve historia de una mosca que afamaba de abeja Cierta primavera, posada sobre un mandarino, una mosca afamaba de abeja libando los dulces azahares. Una cochinilla que por entre las hojas se escondía así dijo: -“¡Ea, tú, bien conozco a tu familia y no eres de las que hacen miel sino de aquellas que regurgitan cualquier porquería!” Entonces la mosca, sumida en el silencio, siguió libando flores y llenando forzosamente unas pequeñas cubetas que arrastraba para tal propósito. Dióse vuelta y esto dijo a sus larvas: Hijas, no hagáis caso a quienes quieran justificar el frasco a su cuchara. Que cada quien sazone con la miel que pueda, los banquetes que revolotee.

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El perro en un set de filmación Cierta vez, en un set de filmación, la directora perseguía a un perro con un reflector (en contrapicado), con lo cual conseguía una sombra enorme. Luego sostenía palabras que eran pura arenga: “¡Mira, eres un lobo, el león te tendría miedo! ¡Con ese tamaño complotaría un golpe de Estado al león!” A lo cual el astuto perro replicó: “La calidad de tu alago mide lo que el cable de tu reflector. No sostengas alabanzas que luego del cine no amisten con la realidad. Si tu deseas roer la corona de los Animales… ¿Por qué no aúllas salvajismo a los espectros del bosque en lugar de estirar la oscuridad que me persigue?

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El día de la garrafa Cierta vez, una garrafa de gas reclamaba su falta de sacralidad ante el Ministerio de Energía en los siguientes términos: “¿¡Es que ante tantos dioses nuevos asechando la posmodernidad no habrá ni una fiesta patronal en mi honor?!” Considerando justo el reclamo de la garrafa, todo el Ministerio se pus en campaña para aumentar el precio de las velas en un 900%, el de la leña en un 2000%, al tiempo que se decretó que nadie podría adquirir un encendedor sin una garrafa, y que cualquier fuego, así fuese un incendio o un simple asado, si no estaba ocasionado a base de garrafas, se buscaría a los culpables condenándolos a muerte en la hoguera pública de gas envasado. Las medidas no se hicieron esperar, y en poco tiempo, en un pequeño pueblo, de una pequeña ciudad del interior de país, con un altísimo subsidio del Estado -y compartiendo el día del maestro-, venía detrás de un 4to grado, el desfile de garrafas: un hermoso desfile de garrafas de todos los colores, llevados en alzas por aquellos estudiantes que necesitaran una buena nota en materias como Educación Física o Formación para la vida y el trabajo. 69


El estetoscopista en el reñidero Cierta vez, un mentecato a quien todos llamaban “el estetoscopista” saltó desesperado al reñidero donde se enfrentaban dos gallos. Como era su extraña costumbre, alzaba su instrumento con intenciones de oír el corazón, ora del gallo negro, ora del gallo rojo; pero entre la revuelta, el gallo negro –que es traicionero- le arrancó los ojos a espolonazos. Entonces, el gallo rojo –que es valiente- dio un cacareo que todo gallo conoce pero pocos arriesgan. El Sol, al oír que lo llamaban, se detuvo en su sitio, bajó una enorme lengua de fuego y dio el cálido lamido de la autenticidad al que tenía cuencas en lugar de ojos. En medio del reñidero, todos vieron metamorfosearse al mentecato de ojos huecos en un enorme y chorreante corazón. Un carnoso corazón de un metro setenta, bombeando quién sabe qué, hacia quién sabe dónde mientras descendía lentamente dentro de la tierra que había abierto un tajo maternal en el reñidero para absorberlo con la dulzura de quien come un jugoso trozo de durazno.

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Alzaba su instrumento con intenciones de oĂ­r el corazĂłn, ora del gallo negro, ora del gallo rojo.


El guardián del gran pomelo Cierta vez, un gran pomelo era custodiado por un octogenario durante quinta primavera consecutiva. El pomelo crecía en la planta, mientras el viejo desde un ventanal contiguo al árbol arremetía con la misión de que nadie lo cosechara so pena de recibir por ello una tremenda mirada. El Sol, al ver situación tan penosa para el pobre cítrico, entristeció su luz un poco y así dijo: “¡Ea, viejo! ¡Ni comes ni dejas comer!” Escuchando tales injurias, el viejo arremetió entonces a vigilar al Sol y ya nadie que pasara por esa oscura cuadra podría recibir sus rayos. Aún con las retinas calcinadas, día tras día, el viejo vigila al Sol con saña, de Oriente a Poniente, y los tristes transeúntes de esa calle ciertamente desolada sólo les queda alargar su sombra asumiendo que el gran pomelo maduro es entonces un “pequeño sol postizo”. Tanta confianza ponen algunos en la fantasía de un sol pomelo, que peligran hacerlo entrar en órbita y generar así otro día en sus días, sin dudas un día más pequeño, casi imperceptible, pero 72


cargado de una deliciosa pulpa madura que otros astros mรกs fogosos envidiarรกn por ausencia cuando, aburridos de sus largas jornadas, sรณlo deseen que alguien los estuje, aunque mรกs no sea un poquito, para calmar la sed.

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El tábano que se afincó en una mandarina Cierta vez un tábano se afincó en una mandarina decidido a no abandonar nunca el dulce fruto. Fue entonces que el Sol interrumpiéndole la siesta, lo chicaneó con un rayo en el ojo y dijo de este modo: “¡Ea, tú! ¿Es que ya no te interesa ser la imbatible pesadilla del caballo? ¡Vamos! Suelta el cítrico y demuéstrame de qué eres capaz. -”¿Y tu? - dijo el mandarino al Sol- Si bien debo la vida a tus rayos ¿Es que nunca soltarás este planeta y seguirás aventurando destellos al cosmos?” El tábano, entonces, hincó su hiriente pico en el tronco y éste dio un tremendo relincho. Con lo cual no sólo renovó los rencores para con el caballo disfrazado de árbol, sino que ahora caló hondo en la vanidad de un Sol que ya no interrumpirá nunca más las estratégicas siestas de un bicho tan falaz y persistente como lo es el tábano.

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A vuestra merced Entre tanto y tantas cosas que ya había en un mundo sobrepoblado de objetos muertos, unas ruinas elitistas albergaban a unas cucarachas que desde siempre subestimaban al resto. El corazoncito verde de estos bichitos ya no se irrigaba de sangre, no se alimentaba con agua: humo corría por sus venas y se mantenían en pie por un matutino desayuno de pezuña de cebra entre dos galletas de agua destilada. El asunto no es su desayuno, sino el hecho de que aún entre tantas cosas se sentían vacías, porque hace milenios que vienen invirtiendo hasta sus propios hijos para la fabricación de La Máquina: el artefacto más grande que jamás se vea, que lleva el tamaño exacto de la Tierra, porque para su fabricación se usan todos los materiales que hubiesen en este miserable planeta. Función de la máquina: moldear azufre. Ya está casi terminada y la infernal veta de azufre que llega desde el centro de la Tierra se deja sentir a borbotones entre terremotos constantes. El ejercicio de La Máquina no será más difícil de lo que a un dentista le cuesta completar un crucigrama. Así trabajará La Máquina con la veta: con 75


sólo presionar ese botón… sí, ese botón que usted tiene entre las manos, ese botón que tiene forma de teléfono, de comando absoluto, de libro, de antorcha o de birome; da igual, ese mismo botón que usted tiene entre manos pondrá a funcionar la terrible máquina que en cinco minutos –y tras la espera de milenios, y el sacrificio de cientos de especies- moldeará el centro de la tierra dándole forma de florero. ¿Qué le parece? ¡Maravilla de Progreso! Quizás entre los despojos, entre los trozos que queden flotando de este planeta, alguien se reserve una bocanada de aire y atisbe a verlo antes que sus pulmones exploten de tanto vacío, tanto, tanto vacío y ya nada más.

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Manteca al techo Dos archienemigos viven en una misma casa. Uno de ellos tira manteca al techo; el otro, que ingresaba a la cocina con dos grandes tostadas y una taza de humeante café con leche, busca la manteca, mira el techo,… y es entonces que el café y las tostadas caen al suelo. La expresión boquiabierta del Ofendido Sin Desayuno se fija en el archienemigo que ya pone por costumbre sus puños en guardia y espera dando saltitos hacia delante, saltitos hacia atrás. El sol, que aún no sabe su participación en el final, se empeña en calentar el techo y el bloque de manteca peligra caer; es entonces que el Ofendido Sin Desayuno hace una maniobra increíble: en lugar de entrar en la presumida pelea, se cuelga del marco de la puerta, apoya sus muslos en el cielorraso, despliega sus piernas a un lado y otro del bloque de manteca que aún pende del techo, y –procurando que el Sol haga lo suyo- simula tirar manteca al suelo pero que ahora es su techo. Quien ríe último –dice desde arriba- tiene derecho a invertir las reglas de la gravedad a su favor, siempre y 77


cuando asuma que la destreza en esquivar las peleaditas de puño no está sólo en su habilidad aeróbica sino aún sujeta a un astro inconmensurable y sus caprichosas variaciones térmicas.

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El verdugo que decidió armar al prójimo como a si mismo Cierta vez, en una comunidad de ovejas, el verdugo del rebaño decide amar al prójimo como a sí mismo. Con lo cual, dos lobos malhechores que ofrecían el pescuezo a la redención pública por múltiples y sabrosas cacerías, en lugar de ser ejecutados, se ven de pronto abrazados por una oveja grandota y sumisa que, desatándoles las garras, les empuña un hacha y luego de darles a cada cual un besito, los sermonea diciendo así: Amad al prójimo como a ti mismo. Y así los deja, libres, a la merced de una multitud que si hasta ese momento arengaba por la muerte, ahora enmudecía y temblaba por la vida. Los dos viejos lobos son quienes rodean ahora por fuera la plaza, y babean de ternura, y se relamen de cariño al prójimo, y amontonan lentamente el tierno rebaño a punta de hacha a fin de hacer más fácil y colectivo el dulce zarpazo del amor.

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La vaca atada Cierta vez, un fabricante de chocolates pensó que era buena la idea de atar la vaca en lugar de dejarla pastar por inciertos sembradíos. De modo que enlazada, la vaca no podía moverse en un radio de dos metros del poste. El productor de chocolates, confiado en la posteridad de su negocio, prendió el tele por varios meses seguidos. Volviendo en sí por el bramido de un bicho colosal, o por el estremecimiento de la casa embestida por un monstruo, recordó de pronto su potencial negocio y salió con un baldecito a ordeñar la vaca atada. El baldecito entró como un dedal en las pezuñas de aquel admirable animal alimentado con los cimientos de la casa, y que nada le costó devorar en dos tres pedazos a su pretencioso amo. El sol, que por entonces remendaba a los incautos, enhebró una aguja y zurció un nuevo disfraz al monstruo, esta vez de “cordero”. Lo dejó pastando libre en la pradera y se sentó en el poniente con la esperanza de que el próximo 80


descendiente de Prometeo que encuentre al animal, no intente la estupidez de encadenar su voluntad; y en cambio se anime a sacrificar ahĂ­ nomĂĄs el Don, sea por honrar su perentoria existencia, la del bicho, o las eternas chanzas de los grandes dioses.

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Estudio posliminar Tenemos el honor de presentar a continuación, por primera vez en versión de imprenta, la famosa y poco difundida: Vida de un Huevo Bíblico. Se trata de un manuscrito que los expertos suponían perdido entre los anaqueles de monjes medievales y sin embargo hoy podemos aseverar su existencia. La Vida de un Huevo Bíblico pertenece a un género literario menor que es el “chimento clásico”, practicado generalmente en pueblos chicos o calles angostas donde el boca en boca trasciende las fronteras de la imaginación. En sus orígenes el manuscrito de la Vida comienza siendo comidilla de la chusma y en poco tiempo conforma una de las páginas exocéntricas de la Literatura Universal. La tarea de los compiladores ha sido ardua, y vale decir que se ha derramado mucho aceite en encontrar la pretendida autenticidad de la Vida. Sin embargo, las nuevas tecnologías permiten a un grupo de expertos de Babia localizar y negociar los codiciados papiros que prueban ser auténticos.

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A continuación se presenta de primera mano la traducción del Papiro G. Así denominado por hallarse el papiro entre las fauces de un viejo pelele llamado Goro –un muñeco tallado en madera de guatambú que se utilizaba tradicionalmente con fines rituales. Las lagunas que presenta el texto, propias de una férrea moral posmodernista nos han llevado a la tarea de completar en manuscrito con uno de los documentos más recientes de la historia: el dudoso Papiro W; éste último ha sido bautizado por uno de los investigadores encaprichado en suscitar un lejano pueblito de Nepal. Entre ambos documentos invaluables, la “Subsecretaría de reconstrucción fantástica del porvenir” de la U.N.B. presenta sin más preámbulos la Vida.

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La Vida apócrifa de un Huevo Bíblico Tiempo ha, sobre la rivera del Ponto, una gallina común y corriente puso un huevo sobre las rocas de una cueva. Las condiciones climáticas de ese pequeño microclima lograron que el Huevo mantuviera una temperatura cuyos altibajos térmicos evitaban que se pudriese; de igual modo, al haber sido puesto entre dos rocas, pasó inadvertido a las gaviotas, los zorros y otros depredadores que pudieran comérselo; esto fue así, durante treinta y dos siglos, finalizados los cuales, la especie que se llama de los humanos habían alcanzado cierto nivel de desarrollo con respecto a los demás animales, y hete aquí que una señora lo encuentra en excelente estado, fresco como recién puesto, lo guarda entre sus ropas, y lo lleva a su casa. El huevo que era prudente, nada dijo a la señora cuando lo sustrajo de su sitio milenario, y esperó a ver qué le deparaba la suerte. La señora llega a casa, cuelga su abrigo en algo parecido a un perchero, va a la cocina y deposita el huevo en una pequeña cesta junto a una docena de otros huevos y algunas frutas. Por más que intentara, el Huevo Bíblico notaba que ni los otros huevos, y ninguna 84


fruta habían desarrollado su complejo nivel de telepatía y autonomía digestiva que sí había logrado él, en la soledad de la cueva, durante largos milenios. Bastaron algunas horas para que el huevo descubriese el fatal destino de todos los congregados en la pequeña cesta. Primero, presenció el desuelle de una banana que fue comida viva en tres tarascones por un humano macho; luego, vio cómo cercenaban unas peras para hacer una tarta; y finalmente, vio cómo cascaban un huevo, y luego otro que fue hervido, y otros dos fueron batidos. Así como un árbol cuando golpeado comienza a dar frutos, ante el pánico, el Huevo Bíblico comenzó a narrar, a contar historias. Fábulas y más fábulas decía y decía el huevo desde su pequeña cesta en una cocina cualquiera; historias que había improvisado en sus largos años de soledad y nadie conocía por haber conocido él a nadie. Telepáticamente contaba sus divertimentos, uno detrás de otro en un desenfreno loco que le provocaba la inminencia de la muerte inevitable. Los humanos, sin prestar atención a los mensajes telepáticos del huevo, dejaban pasar ese leve susurro que intuían a la altura de 85


la cocina, y sólo unos muñecos, unos rústicos muñecos tallados en madera se aturdían con las historias del huevo. Fue una tarde y una madrugada de gran pesar para esas marionetas que prestaban los oídos a las historias de un huevo a las puertas de la muerte. Los cinco peleles que cohabitaban la cocina procuraron difundir la palabra divina una vez que el huevo haya sido cascado. Y así fue que luego del final trágico: cinco astillados muñecos llevaron, durante siglos, la Fábula por humildes retablos, suburbios, tabernas, baldíos… ofreciendo a quien diera una moneda, las historias sagradas de un huevo que aún siendo bíblico fue cascado y comido por redención de lo inefable, una tarde como otras tantas, en un planeta perdido entre constantes ciclos fugaces del universo.

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