Cuadernos a pie de pagina 3

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literatura periodística se habrían ahorrado descubrimientos inútiles. Ya habrían podido también decirnos algo profundo –naturalmente que tomándolo de Zaldumbide– sobre el autor de El fuego. Como en otras ocasiones, ellos solo vieron lo externo, lo anecdótico, el uniforme chamuscado del autor, la parte sensacional de sus obras. Reporteros con librea literaria, sólo vieron el suceso. Ahora, en el prólogo a que aludo, tampoco su autor, el escritor naturalista16, ha creído necesario hablar del estudio de Zaldumbide, que acaso no conozca, y sea ésta una alegación en su descargo. Pero ese predestinado estudio, que descubrió y supo apreciar la grandeza íntegra de un escritor, antes de que la popularidad consagrara su nombre y un libro oportuno, iluminado por todas las llamas de la guerra, irradiase la luz innumerable sobre toda su obra anterior, tendrá siempre el mérito incomparable de la prioridad, y por la perspicacia que en él recogió las direcciones cardinales del pensamiento de Barbusse, restará valor a toda posterior exégesis. Ese parvo estudio del Barbusse obscuro –que era ya, sin embargo, el autor de Las suplicantes y El infierno– honrará siempre al crítico que la suscribe, no sólo por su perspicacia adivinadora, sino también moralmente por la modesta devoción con que dedicó una de sus guirnaldas de entusiasmo a ornar un Hermes, aún no consagrado por las unciones del episcopado literario. Como traductor de El infierno, es decir, como un lector más atento que la generalidad, que por fuerza ha sondeado el estilo y el pensamiento del autor, me creo autorizado para confirmar la exégesis de Zaldumbide, cuya interpretación del propósito de Barbusse es admirable. Todo el libro, en efecto, está escrito desde una zona de sombra que atisba la luz de último término, y así el libro todo se va formando en la penumbra, en la dirección de esa luz, semejante a esas plantas que se orientan para florecer hacia un rayo de sol. Sólo cuando ha alcanzado esa luz florece el estilo en plenitud de gracias y de diafanidad. De ahí su giro sesgado e indirecto y sus dificultades. ¡Qué peligro no hubiera sido para un traductor aturdido cada peldaño de esa obscura escalera de caracol! Más de una vez tropecé en ellos con las manos llenas de rosas. Pero cuando la palabra florecía en la luz, me parecía escuchar la voz de un hermano. ¿No canta, de vez en cuando, en esas sombras un poema lleno de ternura, un salmo largamente trémulo de piedad? Respecto a la obra misma, poco puede decirse después del estudio de Zaldumbide. ¿Recordaría aquí, como precedentes suyos, El diablo cojuelo, de nuestro Guevara, y El sofá, de Crevillón? Pero en estas obras falta la seriedad de la mirada que atisba; la mera curiosidad prevalece sobre toda intención y la más alta finalidad parece lograda en una sátira contra las costumbres. Más bien recordaría la mirada hacia atrás, la suprema y fatal mirada, vencida por la curiosidad más terrible del poeta de Francia, cuando, llevando en sus brazos a la esposa rescatada de la muerte, se volvió, a su pesar, para sorprender el pavoroso secreto de las sombras infernales. A semejanza suya, el protagonista del libro de Barbusse, en vez de abalanzarse a los balcones luminosos de la vida, se sintió atraído irresistiblemente a mirar por la rendija de aquel tabique de su cuarto de fondo, al través del cual se le brindaban a la contemplación, en toda su verdad, todos los dolores del infierno terrestre. 16

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). Escritor, periodista y político español. Uno de los autores más célebres y más vendidos de principios del siglo XX, actualmente se le denominaría best seller, con su Los cuatro jinetes del apocalipsis (1916), que finalmente sería llevada al cine en 1921, protagonizada por Rodolfo Valentino. Otros títulos suyos: Arroz y tartana (1894), Cañas y barro (1902), etc.

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