GLANBEIGH Colin Barrett

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Se acerca marcando el paso a la valla caída y de un salto pasa al camino de sirga. Hace una exhibición de artes marciales: atraviesa el aire con la varilla, la hace girar por encima de la cabeza, se la pasa de una mano a otra con destreza. Termina hincando una rodilla y blandiendo la punta machacada de la varilla a la altura del esternón de Tug. —Este puente es mío —dice, enseñando los dientes. —¿Y si queremos pasar qué? —pregunta Tug. —¡No si yo no te dejo! Tug le ofrece la bolsa arrugada de patatas fritas. —Podemos pagarte peaje. ¿Una patata, mi rey? El niño mete la mano en la bolsa y saca un puñado de patatas remojadas en vinagre. Observa el amasijo, lo huele, separa las patatas y las reparte entre las niñas. Las niñas se las comen de una en una, a toda velocidad. Inclinan hacia atrás las cabezas y sus cuellos hacen convulsivos movimientos de deglución, como polluelos. —Así me gusta, pajaritos —dice el niño, y da unas palmaditas en la cabeza a cada niña. Ellas se miran y ríen. —No deberíais aceptar nada de desconocidos —dice Tug. —Yo les he dado las patatas —dice el niño, golpeándose el pecho con la lanza—. ¿Para qué quieres cruzar el puente? —Para buscar a alguien. A un chico. Un niño pequeño y rubito —contesta Tug—, más o menos como tú. Se fue pero nadie sabe dónde. El niño frunce el entrecejo. Retrocede hasta la valla y escudriña el recodo del río. —Por aquí no hay nadie así —dice finalmente—. Yo lo habría visto. Soy el rey. Lo veo todo.

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