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—Pajarillo, háblales del ángel —dijo con voz temblorosa y las manos hacia delante como un suplicante en un servicio religioso—. Háblales del ángel que vino en medio de la noche y me contó que se había encargado de la encarnación del mal. Ahora estamos a salvo. Díselo, por favor, Pajarillo — suplicó con un tono lastimero, como si cada palabra que decía lo sumiera aún más en la desesperación. En lugar de eso, el detective se acercó a Larguirucho, que retrocedió un paso, asustado. —¿Cómo le llegó esa sangre a la camisa de dormir? —le espetó el policía— ¿Cómo llegó la sangre de la enfermera a sus manos? Larguirucho se miró los dedos y sacudió la cabeza. —No lo sé —contestó—. A lo mejor me la trajo el ángel. Mientras contestaba, un agente uniformado se acercó por el pasillo con una pequeña bolsa de plástico. Al principio Francis no vio lo que contenía, pero luego, reconoció la cofia blanca de tres picos que solían llevar las enfermeras del hospital. Sólo que ésta parecía arrugada y tenía el borde manchado de sangre. —Parece que quiso quedarse con un recuerdo —comentó el policía uniformado—. Lo encontré debajo de su colchón. —¿Encontró el cuchillo? —quiso saber el detective. El policía negó con la cabeza. —¿Y la punta de los dedos? El policía negó de nuevo. El detective pareció reflexionar evaluando los datos. Después, se volvió con brusquedad hacia Larguirucho, que seguía encogido de miedo contra la pared, rodeado de policías más bajos que él pero que en ese momento parecían más corpulentos. —¿Cómo consiguió esta cofia? —le preguntó. —¡No lo sé! —gritó Larguirucho a la vez que sacudía la cabeza—. No lo sé. Yo no la cogí. —Estaba bajo su colchón. ¿Por qué la puso ahí? —Yo no la puse. No la puse. —No importa —replicó el detective, y se encogió de hombros—. Tenemos más de lo que necesitamos. Que alguien le lea sus derechos. Nos vamos ahora mismo de este manicomio. Los policías empujaron a Larguirucho pasillo adelante. Francis pudo ver cómo el pánico le sacudía como rayos caídos del cielo. Se retorcía como si una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo, como si cada paso que le obligaban a dar fuera sobre brasas ardientes. —No, por favor. Yo no he hecho nada. Por favor. El mal, el mal está entre nosotros. Por favor, no me lleven de aquí. Éste es mi hogar. Por favor. Mientras Larguirucho gritaba lastimosamente y su desesperación resonaba por todo el pasillo, Francis notó que le quitaban las esposas. —Pajarillo, Peter, ayudadme, por favor —pidió Larguirucho. Francis no recordaba haber oído nunca tanto dolor en tan pocas palabras—. Decidles que fue un ángel. Un ángel vino a verme en medio de la noche. Decídselo. Ayudadme, por favor. Y entonces, con un empujón final de los policías, desapareció por la puerta principal del edificio Amherst, y lo que quedaba de noche se lo engulló.

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