Delsol, chantal introducción a la cuestión política cap i iii

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INTRODUCCIÓN A L A CUESTIÓN POLÍTICA CHANTAL DELSOL CURSO DE FILOSOFÍA POLÍTICA Este curso sólo pretende aportar algunos fundamentos para una reflexión de filosofía política. Se trata de preguntarse brevemente qué es la política como tipo de organización particular nacida en Grecia (Capítulo I). Se estudiarán sus finalidades (Capítulo 2). Se verá de que manera este gobierno específico está anclado en la valoración de la diversidad (Capítulo 3). Finalmente, se planteará la cuestión de la autoridad política (Capítulo 4). Capítulo 1 – la invención de la política. El ciudadano. Toda sociedad necesita un gobierno para sobrevivir (esto es, sobrevivir inicialmente al caos). En el tiempo y en el espacio, no existen sociedades sin autoridad gobernante (si acaso es posible citar formas de poder extremadamente sucintas, como la organización esquimal, privada de brazo armado y de sanción por la fuerza, donde el consenso somete al ostracismo por la ironía; o tipos análogos en el África antigua; el thing islandés no tiene jefe, pero decide, ejecuta y castiga; de hecho, la democracia ateniense no tiene, en principio, más que un jefe fantasmal). Pero son los griegos quienes inventan la política como categoría particular de gobierno. Es necesario distinguir entre gobierno como actividad ligada a la organización de un grupo humano reunido por azar, y la política que se define como el “arte de gobernar hombre libres” (Aristóteles). Mediante la introducción de la reflexión moral sobre la felicidad individual en la reflexión sobre el gobierno, los griegos inventan la política (aun si las sociedades antiguas no son individualistas como las nuestras: diferencia entre la democracia antigua y la democracia moderna). Lo podemos ver al comparar las preguntas que se hacen los chinos y los griegos en la antigüedad. En la Disputa sobre la sal y el hierro, en el año 81 antes de nuestra era, el joven emperador de la China, Tchao, llamó a unos letrados para discutir con sus ministros sobe la forma de conducir correctamente el Estado (en particular sobre el problema de las nacionalizaciones). Las dos partes se preguntan: ¿Cómo fortalecer el Estado? ¿Cómo hacer que los súbditos sean más laboriosos? ¿Cómo favorecer la virtud? ¿Cómo hacer eficaces la fabricación y el comercio? Pero las dos partes aceptan este postulado que sale de la boca del Gran Secretario: “El hijo del cielo es el padre y la madre del pueblo; y este no piensa sino en servirle como su esclavo”, dicho de otro modo, el gobierno en este caso sólo tiene como objetivo evitar la anarquía, en el orden de un mundo ya descrito (la diferencia de la naturaleza entre el jefe y los súbditos). En los siglos V y IV antes de nuestra era, los griegos, sobre el mismo tema, se hacen otras preguntas más fundamentales: ¿Qué es el poder? ¿Es necesario y a nombre de qué? ¿Puede hacer felices a los hombres? ¿Qué es la felicidad para un pueblo? ¿Es posible conciliar poder y felicidad? ¿De qué manera? ¿Debe el poder organizar la igualdad o favorecer la libertad? ¿Debe aumentar la potencia, esto es, la potencia sirve a la felicidad de un pueblo? Así es como los griegos se lanzan en busca del mejor gobierno: gran distancia frente a las tradiciones y a las costumbres… ¿Cuál es el mejor régimen ideal? ¿Se identifica éste con el mejor régimen posible? ¿Y no varía a lo posible con el tiempo? La profundidad de estas preguntas intempestivas, y de los debates que las siguen, comprometerán a los griegos en la creación de un gobierno radicalmente diferente a todos los demás: la política, entendida como el gobierno de la ciudad. Lo que permite a Moses I. Finley escribir en L’invention de


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la politique: “La política tal como la entendemos se cuenta entre las actividades humanas menos difundidas en el mundo pre moderno. Fue una invención griega o, para ser quizás más precisos una invención hecha de forma separada por los griegos y los etruscos y/o los romanos” (p. 89). Podríamos agregar a los escandinavos, ya que sus asambleas más tardías pero imaginadas sin influencia del Sur, funcionaban de manera bastante análoga. Estos debates ven aparecer dos formas diferentes de comprender el gobierno: la de Platón y la de Aristóteles, de la que se desprende lo que llamamos propiamente política. Platón considera la política (gobierno de la ciudad) como “el arte de pastorear a los hombres”. Se trata de una actividad de pastor. Se ve en la misma definición la idea de una diferencia cualitativa entre el gobernante y sus súbditos. Platón soñó mucho tiempo con un “tirano” iluminado, lo que narran sus incursiones en la casa de Dion de Siracusa. Pensaba que un buen jefe, al conocer el bien de sus súbditos mejor que ellos mismos, gobernaría el Estado de la mejor forma posible. La cuestión era encontrar a dicho jefe. En esta óptica, la política es menos un arte que una ciencia. De hecho, Platón propone dos comparaciones significativas: sobre un barco, no se hace votar a los marineros para decidir la dirección ni las maniobras: el capitán sabe lo que hace, por lo que conviene remitirse a él; un enfermo no discute la prescripción, traga los remedios, incluso si son desagradables al gusto, que su médico le ha ordenado. Así, el gobernante es aquel que sabe, mientras que los demás no saben o, en todo caso, no saben tanto. Platón se encuentra en la línea histórica del despotismo ilustrado, que se encontrará de nuevo durante los siglos del Imperio Romano (la apología del buen emperador), y más tarde en la era de las Luces. Esto, aun si Platón en las Leyes, llega finalmente a dudar de la existencia de un tirano ilustrado y lo remplaza por la ley. El análisis de Aristóteles es totalmente diferente. Él concibe la política no como una ciencia sino como un arte “el arte de gobernar hombres libres”. Esto es, libres y que piensan seguirlo siendo aun gobernados. Veremos más adelante que esta distinción entre una ciencia y arte tiene consecuencias inmensas y toca hoy de cerca la cuestión política. Aristóteles dice: la dirección de un barco o la prescripción de remedios no tienen nada que ver con el gobierno de la ciudad. Porque en los dos primeros ejemplos, los individuos a dirigir o a curar son evidentemente inferiores en conocimientos a su capitán o a su médico, y la acción que se debe llevar a cabo sólo requiere una competencia científica o experimenta. Debe, por consiguiente, obedecer sin discutir. Pero ¿Qué sucede en la ciudad? La acción a llevar a cabo, depende mucho menos de ciertas competencias o experiencias, que del juicio, de la convicción, de la conciencia moral, del buen sentido. Cosas todas compartidas por todos. Habrá por lo tanto, que imaginar una suerte de dios que conozca las leyes ocultas y el porvenir, superior por naturaleza a sus súbditos. Si este hombre casi perfecto existiera, un pueblo estaría feliz de conocerlo. Pero no existe. La realidad es que en relación con la ciudad, todos aquellos a quienes ésta concierne son iguales. Se trata de decidir el destino común, y nadie a este respecto tiene una opinión más confiable que otro. Cada individuo, considerado capaz de determinar su propio destino (por ejemplo fundando una familia), es considerado también capaz de determinar el destino común. La definición de lo que será la “política” proviene entonces de una cierta apreciación de la capacidad humana general, o de una idea del hombre, a la vez optimista y pesimista. Porque Aristóteles al mismo tiempo alerta sobre el peligro del poder: quien lo detenta tiene la tendencia a perder ese buen sentido natural descrito antes (el poder enloquece). Todo aquel que detenta poder tiene tendencia a abusar de él. Dicho de otro modo: el poder no está hecho para un mortal. Y, sin embargo, el poder es necesario. Consecuencia: es necesario compartir el poder. Es un gran realismo sobre el hombre, a la vez capaz y proclive a los excesos, el que subyace a esta reflexión específica sobre el gobierno. 2


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La política va a encontrar así su acta de nacimiento en su distinción de lo económico, el gobierno del hogar. El hogar, con sus hijos y sus esclavos, es dirigido por un “déspota”. Hay diferencias de naturaleza entre el padre y sus hijos (diferencia temporal pero cualitativa), entre el amo y su mujer, entre el amo y sus esclavos. Platón decía: la ciudad no es más que una gran casa que hay que administrar. Aristóteles responde: no, hay una diferencia de naturaleza entre dirigir una casa y dirigir una ciudad, porque para la ciudad no se sabría encontrar un jefe intrínsecamente superior a sus súbditos. Es necesario, por lo tanto distinguir la administración del hogar (económica) y del gobierno de la ciudad (político). Una vez más la distinción entre la ciencia y el arte. Xenofón retomará la idea platónica para defender la teoría del buen rey y criticar la democracia (La república de Atenas “politeia”, de autenticidad sospechosa). Es claro que en esa época de la historia griega, las teorías del gobierno como económico se originan en aquellos decepcionados por la democracia (Platón, Xenofón, Isócrates), quienes buscarán como recurso la buena monarquía. Mientras que la teoría aristotélica del gobierno político, apuntala y funda la democracia ateniense de Clístenes. La política como concepto específico encuentra sus raíces históricas en la definición del “hombre libre” distinto de los no libres. Esta noción aparece en la antigüedad greco-latina (desde homero), en los Germanos de Tácito, y más tarde en la sociedad escandinava (donde aparece al mismo tiempo la noción de persona sacrosanta, heilige: toda violación de su integridad física o moral es considerada como un crimen, el hombre libre es propietario de su tierra y dueño de su destino). La libertad personal es tan importante que supera todos los demás criterios de diferenciación: así, la libertad incluye la igualdad. Los hombres libres son iguales en sus derechos personales y políticos. No habría que confundir esta igualdad con al que persiguen muchas autocracias históricas. El emperador de la China, el faraón, el Inca, el emperador bizantino, dicen garantizar la igualdad de los súbditos (los griegos decían: allá son todos esclavos, salvo uno solo). Se trata de una organización casi sin clases, y a menudo sin esclavitud (no son los esclavos los que construían comúnmente las pirámides). De una manera general, los despotismos más poderosos y centralizados corresponden históricamente a sociedades igualitarias (Egipto). De ahí el problema de Marx: la supresión de las clases sociales engendraría un Estado todopoderoso en lugar de abolir el Estado. Aquí, por el contrario, los hombres son iguales en la libertad y a través de ella, no en calidad de súbditos tratados todos de forma similar, son iguales, no porque el soberano así lo decrete, sino porque erigen de forma igual la ley común. Así, el estatuto del hombre prevalece sobre el estatuto igualitario, e incluso lo contradice (la noción de hombre libre supone la existencia de los no libres). Los pueblos que inventan la política conocen al mismo tiempo la esclavitud. Pero es a partir del hombre libre, es privilegiado, que se van a extender los derechos: el estado de los hombres libres va a crecer. Lo esencial era probablemente imaginar el concepto primero de libertad del hombre, para el poder y frente al poder. En seguida, se despliega la libertad de participación – acceso al voto para la plebe en Roma o, en la época moderna, la lenta progresión que lleva recientemente al voto femenino -, así como la libertad de autonomía- lenta desaparición de la esclavitud y de la servidumbre, derechos iguales acordados a las minorías luego de la revolución -. (Muchas marchas atrás: deslizamiento de la democracia hacia la oligarquía en Islandia en el siglo XII; restricción del círculo de participantes en la asamblea antes popular de la Servia de la misma época; evolución de la república de Venecia hacia formas cada vez más oligárquicas…) El concepto original de hombre libre engloba estratos cada vez más numerosos, al tiempo que se aumenta la capacidad de los hombres libres para definir el destino común (el desarrollo de los poderes compartidos corresponde al desarrollo de la educación. El poder tiene en este caso la necesidad de hacerse reconocer y nadie desea ser reconocido por ignaros). 3


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El hombre libre no tiene amo, en el sentido de los déspotas. La aparición de la “política”, stricto sensu, traduce el gobierno de los hombres iguales en la libertad. Cuando el rey persa, en el siglo V antes de nuestra era, busca un interlocutor entre los griegos, éstos responden “No tenemos amo. Aquí somos todos iguales”. Cuando en el siglo X el rey Carlos el Simple reclama al jefe de los normando, estos responden: “no tenemos amos. Somos todos iguales”. La libertad se expresa políticamente en el régimen de las asambleas. Muchos gobiernos de asambleas en el mundo antiguo en Europa –germanos o esclavos-, y en otras latitudes – cartagenienses, bantús de África del Sur, Fokon’olona Merina en Madagascar, parhum antiguo de Mesopotamia, hebreos, medas… -, Pero, por doquier, etas asambleas primitivas ligadas a la palabrería evolucionan hacia formas diversas de autarquía. Para que evolucionaran hacia formas diversas de poder compartido (democracia, república, realezas corporativas), en Europa, fue necesario que la libertad se racionalizara y se institucionalizara de cara al poder. Es lo que significa el ciudadano. Hay dos aspectos en la noción de ciudadano. En primer lugar el ciudadano es hombre libre y gobernado, aunque los dos adjetivos puedan parecer contradictorios. Bodin dice “un súbdito que depende de la soberanía de otro” (Seis libros de la République, I, 4). Se constata que el ciudadano se define en relación al súbdito, del que se distingue por la libertad. El es libre, pero no soberano – independiente -. Libre porque disfruta de todos sus derechos: su vida privada y su propiedad le pertenecen; también su porvenir. Libre porque sólo obedece al soberano bajo los términos de un contrato, y porque puede desobedecer si estima que el orden es injusto –libertad suprema del hombre: la que consiste en ser capaz de juzgar la ley positiva, Antígona -. De la misma manera, sólo obedece por la protección, es decir que su obediencia aumenta su libertad. Hoy es necesario englobar los derechos sociales. Se estima, por ejemplo, que se construirá una Europa de ciudadanos a través de lo que se llama Europa social. El ciudadano es aquel al que la autoridad del gobernante solo le quita la libertad con su consentimiento, solo le quita la libertad para salvaguardad su seguridad. Aquí la paradoja libertad/autoridad encuentra su respuesta más aceptable. Pero nos detenemos con demasiada frecuencia en este primer rasgo. Porque el ciudadano debe construir por sí mismo la libertad que disfruta. Si ninguna potencia pública lo tiraniza, es que la potencia pública es él mismo. Es necesario que gobierne. En el célebre discurso de Pericles (cap. III de la Guerra del Peloponeso de Tucídides), encontramos esta definición: “En lo relacionado con el reglamento de nuestros diferendos particulares, somos todos iguales ante la ley… Cuando un hombre sin fortuna puede prestar algún servicio al Estado, la oscuridad de su condición no constituye para él un obstáculo. Nos gobernamos en un espíritu de libertad y esta misma libertad se encuentra en nuestras relaciones cotidianas… Somos, en efecto, los únicos en pensar que un hombre que no se involucra en lo político merece pasar no por un ciudadano pasivo sino por un ciudadano inútil”. Por consiguiente, el ciudadano es aquel que debe involucrarse en la política; aquel al que le importa la ciudad. Aristóteles lo define así: “Un ciudadano en el sentido absoluto no se define por ningún otro carácter más adecuado diferente de la participación en las funciones judiciales ye n las funciones públicas en general”. Aquel que participa, o que se siente parte de. En este sentido, aquel que no se interesa por la ciudad, a quien le repugna participar, se pone él mismo en situación de súbdito. La época contemporánea tiene la tendencia a pensar siempre en el primer aspecto y bastante poco en el segundo (problema de las tecnocracias). Los ciudadanos tienen la tendencia a bastarse con sus 4


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derechos y sus libertades personales, sin aceptar “participar”. Sin embargo, ¿puede un individuo sentirse ciudadano si se encuentra alejado del poder e ignorante de sus decisiones? El caso europeo es significativo. El “ciudadano” europeo sufre de ignorancia y de alejamiento. En otras palabras, el poder le es oscuro. No es, por lo tanto, ciudadano. El ciudadano europeo ignora cuáles son los verdaderos actores de las decisiones. Muchas decisiones impopulares son imputadas a la administración europea, cuando son tomadas por los mismos Estados. A la inversa, los gobiernos nacionales tienen a menudo al tendencia a descargarse en las instancias europeas para las decisiones arriesgadas o probablemente impopulares, siendo indirectamente responsables de las decisiones que no han tomado. Los pueblos ignoran quiénes son los responsables de las medidas tomadas, porque la complejidad del sistema es extrema y porque los responsables pueden serlo indirecta o conjuntamente, lo que engendra vaguedad. Todo sucede de esa manera con mucha frecuencia, como si lo tomadores de decisiones fueran “irresponsables”, no en el sentido moral sino en el sentido de que no “responden” ante los pueblos. Estos tienen la impresión de estar compuestos de súbditos más que de ciudadanos, por que el súbdito es precisamente aquel que no puede “apelar”. Esta ignorancia aparece claramente en los discursos escuchados por doquier en el periodo de elecciones europeas. Es tal la incertidumbre en lo que tiene que ver con las competencias de las diferentes instancias, que el partidario o el detractor de la Unión pude prácticamente proferir cualquier afirmación. La vaguedad hace ver a Europa como un imperio, habitado por súbditos. Un verdadero ciudadano no sabía vivir sin sabe no sólo a que lo restringe la ley, sino cuál instancia lo restringe. El alejamiento de las instancias europeas en relación con los ciudadanos refuerza aún más este sentimiento. No se trata de un alejamiento geográfico, sino político. Un ciudadano, una vez se ha detectado la instancia responsable, debe poder expresarle su descontento con cualquier evento. Debe saber que puede eventualmente cuestionar la instancia responsable. Solo hay ciudadano si existe un equilibrio entre el poder de los gobernantes y la potencia de los gobernados, la potencia entendida como poder virtual, la capacidad de plantear una amenaza dotada de una sanción. Los ciudadanos europeos no pueden hacer nada en contra de sus gobernantes. Los parlamentarios europeos, elegidos por lo demás con criterios nacionales, les son esquivos y se diluyen en esferas desconocidas; de paso, esos parlamentarios no poseen más que un poder mínimo. Los ciudadanos quedan reducidos, en caso de descontento, a ir a manifestar a Bruselas: aparte el hecho de que esas manifestaciones siguen siendo simbólicas y no pueden desestabilizar a nadie, traducen claramente comportamientos de súbdito. No hay nada más humillante para un pueblo que este gobierno inaccesible, sin compromiso, por lo tanto sospechoso de desprecio. El ciudadano es aquel cuyo gobernante está a mano.

Probablemente nos encontramos ante un problema de envergadura. Es posible conferir derechos a una gran masa (primer aspecto de la definición). Pero, ¿Cómo hacer participar del gobierno a una masa semejante (segundo aspecto)? Tendríamos que recurrir al fin del siglo XVIII y al comienzo del siglo XIX, cuando Rousseau, y luego Constant, se preguntaban si podía existir democracia en un gran país.

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Capítulo 2 – Las finalidades La “política” en el sentido estricto, inventada por los griegos, propone al gobierno una finalidad diferente de aquella, o de aquellas, a las cuales los gobiernos de todo el mundo están acostumbrados. Hasta aquí, hemos hablado brevemente del orden como finalidad. La política griega agrega, y así es como cambia de naturaleza, la garantía de la libertad a los súbditos, convertidos desde ese momento en ciudadanos. Pero ¿Qué se debe entender por orden, y por libertad? Es mediante la definición de la libertad que veremos la diferencia entre la política de los antiguos y la de los modernos. En primer lugar, para los antiguos la actividad moral y la actividad política, como actividades prácticas, buscan el bien. No se trata aquí de una virtud tal como la entenderá el cristianismo. El bien traduce aquí el despliegue del ser, su perfección propia, y más exactamente la realización de todas sus potencialidades o virtualidades. En este sentido, la moral busca el bien individual, la política el bien colectivo. Hay ahí una especie de perogrullada: porque todo acto busca el bien al menos la como lo entiende el actor; si actúo, es porque algo me falta; y sólo Dios no actúa, porque no le falta nada. Diremos: lo que describo como el bien, no lo es necesariamente. Si tengo dones de carterista, ¿la moral exige que me convierta en un buen asaltante? La respuesta está en la definición de la felicidad, diferente del bienestar. El bienestar responde al placer o a la complacencia del instante y del individuo solo en el mundo: el bienestar es una falsa felicidad, porque está desvinculado del tiempo y del espacio. A la inversa, la felicidad tiene en cuenta el tiempo (¿mi capricho del instante no hipoteca mi porvenir?) y el espacio (¿mi capricho del instante no destruye mis comunidades de pertenencia?) Sucede con mucha frecuencia que antepongamos nuestra felicidad a nuestro placer al verlos contradictorios entre sí. Así, es necesario precisar: la moral busca la felicidad individual, la política la felicidad colectiva. Santo Tomás de Aquino retoma al respecto las afirmaciones de Aristóteles. Es necesario esperar a Maquiavelo para ver como la política se disocia de la moral: sucede que la política toma caminos tan indirectos para proteger a un pueblo en el tiempo, que aparece contraria a la mora, y se justifica sin embargo como tal. De una manera general, la primera condición de la felicidad de una sociedad es la duración. Es necesario que la sociedad sobreviva en el tiempo, de donde se desprende la necesidad de orden: la política es responsable de esta supervivencia. Se sabe a qué punto todo es precario, y que el tiempo lo deteriora todo: los cuerpos, los sentimientos, las obras, las instituciones, las civilizaciones. Ahora bien, una sociedad quiere durar más allá de la muerte inevitable de sus miembros. ¿Por qué? Sin duda porque representa, en su inmortalidad relativa, el único símbolo duradero por el cual sus miembros mortales sobreviven de cierta forma. Cada individuo arraiga las obras que deben continuarlo en una sociedad y la cultura. Es por eso que quizás nos indignaríamos más al ver destruida París que al ver destruido el ejército en el campo de batalla. Un solo hombre vale más que cien monumentos. Pero el monumento relata la perennidad de la cultura gracias a la cual los hombres son algo más que castores sofisticados. Cicerón escribió en De la República que “para un Estado, la muerte, que parece liberar a los individuos del castigo, es el castigo por excelencia. Un estado debe estar constituido, en efecto, de tal suerte que dure para siempre. No hay para él, como para el hombre, un fin natural; para el hombre la muerte no es sólo una cosa inevitable, con mucha frecuencia es algo bien deseable. Cuando un Estado, por el contrario, llega a desaparecer, que sea destruido, aniquilado, es, a una escala reducida, como si el mundo entero pereciera y se estropeara” (III, 23). Así el gobierno debe asegurar la duración y, para esto, debe asegurar el orden social. No es un asunto menor: sabemos que el desorden se desarrolla solo (ley de la entropía); mientras que el orden es cultural y artificial. Pero, ¿de qué orden se trata? Los diferentes gobiernos del planeta ven la 6


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duración y en consecuencia la felicidad de sus pueblos a través de prismas muy diferentes. Este gobierno se impondrá como meta reproducir una cosmología preestablecida (India. Si le falta una coma al orden del mundo, entonces todo va a destruirse y a perecer); este otro se impondrá como meta realizar una moral dada por una religión (Islam. Hay que “realizar el bien y abolir el mal”, sin lo cual se degradará la sociedad hasta desaparecer). A este respecto, la antigua política griega se basaba también en el respeto de un “orden de las cosas”, lo que aparece claro en la ejecución de Sócrates, o en el capítulo sobre la educación en la política d Aristóteles. La novedad de la política moderna es su alejamiento en relación con toda cosmología, moral o religión colectiva. Nadie sabe ya qué es cierto a este respecto. Por lo demás, consideramos terrorista a todo gobierno que elija para nosotros el contenido de la felicidad (hemos experimentado lo que es el orden moral, o más bien lo juzgamos desde ahora con severidad, justamente porque ya no estamos seguros de nada, salvo de la necesidad de tolerancia). Además, la única finalidad de la política moderna es garantizar una felicidad duradera, definida por la sociedad misma. La definición de felicidad no está cerrada: se dice a medida que avanzamos en la historia, se transforma. Esta nueva finalidad conferida a la actividad política corresponde naturalmente a la edad individualista, que decreta que el individuo es soberano para elegir una visión de la felicidad, y niega que exista una visión de la felicidad colectiva, para no convalidar una forma de opresión. El gobierno se convierte entonces en esta instancia cuyo fin es garantizar las condiciones de la felicidad de cada quien definida por cada quien, a condición de que no moleste a los demás. Esta forma de ver no es radicalmente moderna, puesto que se puede observar en las últimas décadas de la democracia griega el despliegue de un cierto individualismo, descrito y en general deplorado por los escritores (Aristófanes, Demóstenes, A los ciudadanos les repugna pagar el impuesto, no votan sino para tocar su bolsillo aunque los ricos votan poco, reclaman mercenarios para hacer la guerra en su lugar, erigen suntuosas casas particulares en detrimento de los edificios públicos, los “tesoros” glorifican al general vencedor y ya no a las muchedumbres de los hoplitas anónimos, personalidades ruidosas –Pericles, Alcibiades – se muestran en el país del ostracismo, etc.). No obstante, el individualismo triunfante y realizado es sin duda una cosa moderna, incluso contemporánea. Este fenómeno transforma la finalidad política. La antigua noción del “bien común”, descrita por la corriente aristotélica, deja su lugar desde Rousseau a la noción de “interés general”. El bien común, que no era la sumatoria de bienes particulares, trascendía las finalidades de las personas y de los grupos particulares, al describir la felicidad de una sociedad en su conjunto, felicidad que pasaba por la duración en el orden salvaguardado, teniendo en cuenta los referentes estables y objetivos que imponían la religión o la moral del momento. El interés general tampoco indica un bien sino un interés, es decir, el objetivo utilitario reemplaza el objetivo ético que ya nadie sabe muy bien como describir; y reemplaza lo “común” por lo “general”, traduciendo así el pasaje de una sociedad comunitaria a una sociedad de masas en la que los individuos se agregan y no están ligados por sutiles jerarquías. Falta interrogarnos sobre las consecuencias de una transformación como esta. Una crítica que surgió pronto fue hecha por Carl Schmitt en el Concepto de lo político. Lo que él fustiga bajo el nombre de liberalismo “de una parte busca precisamente someter el Estado y la política a una moral individualista y, por consiguiente de derecho privado, y de otra a categorías económicas, y despojarlos de su sentido específico” (p. 119). Lo que él llama la neutralidad. Efectivamente, la política moderna es neutra, en el sentido en que no persigue ningún valor colectivo, contentándose con proteger a cada individuo en su propia búsqueda de valores elegidos por el mismo, o en su ausencia de búsqueda. Schmitt pretende que en ese caso definitivamente no se trata ya de política. Puesto que una política cuya única finalidad es la felicidad de cada quien definida por cada quien no tiene en 7


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realidad ninguna finalidad. Se contenta con impedir el desorden y la injusticia pero no tiene ningún proyecto para la sociedad de la que está a cargo. Por otra parte, en esas sociedades los individuos en general no están, llegado el caso, dispuestos a sacrificarse por su sociedad y su futuro – lo que es perfectamente lógico-. Lo que prueba que la sociedad aquí no vale como tal ni se proyecta en el porvenir esperado. Schmitt dice que en este caso la política simplemente ha sido abolida. No existe ya la “cosa común” en el sentido de la república. Esta nueva situación podría darse como un nuevo orden de las cosas, ciertamente no peor que el antiguo, si el “partisano” no fuera un tipo humano característico. En efecto, no hay que imaginarse que en dicha sociedad se convencerá a los individuos sin excepción de ocuparse únicamente de sus propios asuntos, con la tolerancia que se impone con respecto a los otros. Desde que aparezca una convicción fuerte en esta sociedad, enarbolada por partisanos, éstos se impondrán sin esfuerzo en la naturalidad inodora del liberalismo. El partisano es el amo de este juego. Por lo demás, la sociedad neutra es incapaz de responder a los ataques de un enemigo exterior, porque sus ciudadanos no la valoran lo suficiente para consentir sacrificios por ella. Lo que deplora Schmitt es el irrealismo de la naturalidad liberal. No dice que el individualismo moderno sea malo, dice que es irrealista, es decir que no se sostendrá frente a las realidades más triviales. Deplora que la humanidad pase su historia buscándose terrenos neutros para escapar a los conflictos, en lugar de mirar de frente el conflicto y tratar de domesticarlo. Hemos abandonado las religiones porque eran terrenos de conflicto. Nos hemos identificado con las naciones, originalmente lugares neutros, que se han convertido en terrenos de conflictos. Hoy hemos alcanzado la técnica, tranquilizadora porque es aún neutra y, sin embargo, dado que la técnica no es sino un medio y dado que es neutra por excelencia, será utilizada por el primer partisano que aparezca.

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Capítulo 3 -Unidad y diversidad. No se trata por consiguiente de rehuir los conflictos, sino de transformarlos en debates corteses entre adversarios que se respetan. Eso es lo que significa concordia, que no es la ausencia de guerra sino una paz de complicidad (la República va en esto más allá que la democracia). La cuestión de la concordia y de la amistad civil vuelve a plantear la pregunta más fundamental de la unidad. Porque la concordia representa un equilibrio riesgoso entre la diversidad natural y la unidad necesaria. La concordia resulta siempre del artificio, en el sentido en que es obra de la cultura más que de la naturaleza. Sin embargo, si, como expresión unificadora, tiende a fundar una unidad soñada, se volverá rápidamente aterradora. Dicho de otro modo, la concordia debe construirse sobre la solidaridad natural más que sobre las utopías de la igualdad, de la similitud o de la transparencia entre los seres. Dicho esto, siempre sigue siendo una armonía difícil de obtener, y una armonía precaria. En el libro 2 de la Política, Aristóteles critica la ciudad de Platón, caracterizada por la puesta en común de los bienes, de las mujeres y de los niños. Aristóteles afirma que el “comunismo” no funcionaría porque el individuo sólo trabaja con eficacia cuando se trata de hacer fructificar su propio bien. Pero de forma más esencial, él ve en Platón un deseo, en su opinión falaz, de crear en la ciudad una unidad demasiado artificial para contribuir al fin supremo de la política, que es la felicidad humana (o el desarrollo del ser). Platón obliga a los individuos a entrar en categoría determinadas, borrando las diferencias personales. Su ciudad es unitaria en el sentido de que los ciudadanos, liberados de sus propias fantasías, contribuyen con una sola voz al bien del conjunto. Aristóteles juzga que esta construcción es peligrosa. No sólo porque sería lamentable negar completamente la diversidad natural, asfixiando así a los individuos en su especificidad, sino porque la diversidad es en sí una suerte para la ciudad. Esta vale por la pluralidad de sus elementos. Es bella como armonía, lo que supone las diferencias complementarias. Esto no significa que habría que legitimar todas las diferencias, porque la ciudad misma necesita de una cierta unidad para sobrevivir. Pero “hay, en el camino hacia la unidad, un punto que, en caso de ser superado, ya no habrá ciudad, o la ciudad, al tiempo que sigue existiendo pero a dos dedos de su desaparición, se convertirá en un Estado de condición inferior: es exactamente como si de una sinfonía se quisiera hacer un unísono, o reducir el ritmo a un solo pie (el conjunto a uno solo de sus elementos). Pero la ciudad es… una pluralidad que, por medio de la educación, debe ser traída hacia una comunidad y una unidad” (II, 5). El error de Sócrates es el de haber creído que la “unidad más perfecta posible es, para toda ciudad, el más grande de los bienes” (II, 2). No es el más grande de los bienes porque la ciudad es por naturaleza a la vez pluralidad y pluralidad de elementos distintos, los cuales forman su riqueza por su complementariedad. Dicho de otro modo, lo que Platón ha identificado como el bien más grande es en realidad la ruina de la ciudad. Desde la antigüedad, aparece por consiguiente la cuestión del equilibrio. Dos preguntas vecinas se plantean: ¿cuál es el exceso de unidad que conduce a la ciudad a su ruina? ¿Existe un exceso en la diversidad reconocida, y cómo se manifiesta? Hay muchas maneras de considerar nociva la diversidad. El gobierno chino busca la unidad a lo largo de toda su historia (si hay pluralidad de opiniones, el Estado se disuelve). Iguala la disposición de tierras (inexistencia de propiedad privada), por una redistribución permanente. Utiliza la delación (sociedades secretas). El confucianismo (defensa de la feudalidad a través de los valores tradicionales) y el legismo (defensa de la estatalidad administrativa) son uno y otro teorías del despotismo unitario. León Vandermeersch (la formation du légisme, París, École Franҫaise d’extrême Orient, 1965), escribe que “el despotismo es el fondo común de toda filosofía política china, se ala que sea… el gobierno es esencialmente monárquico. Ni en la práctica ni en la teoría los chinos han realizado jamás otras formas de gobierno, aristocráticos o democráticos. La razón es simple es que son monistas, y no pueden 9


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cuestionar la unidad que se esfuerzan en encontrar en el principio de todas las cosas. Siempre hay que regresar al Uno”. Se puede citar en otro registro al sistema Inca, similar a una de nuestras utopías (vestimentas impuestas en función de la edad y del sexo, interdicción de los gemelos, comportamientos reglamentarios incluido lo que tiene que ver con la solidaridad…). Los ejemplos recientes deben sacarse de las ideologías occidentales. El igualitarismo de Bapeuf es al mismo tiempo deseo de unidad. Marx quiere la reconciliación de casa hombre con sí mismo, y de cada quien con los demás, por la asimilación y la identificación de los unos con los otros. Para eso es necesario borrar las diferencias… y por consiguiente los talentos y sus expresiones, dirá Siniavski/Tertz en Bonne Nuitt que perezcan si es necesario todas las artes siempre que nos quede la igualdad real… ¿para qué sirve el imperio si no debe haber arte? El deseo de unidad puede por consiguiente provenir ya sea de una cosmología/ontología, o de una ética –en el caso de las ideologías-. En lo que concierne a este último caso, hay que subrayar que la figura del “bien” declina siempre la unión o el amor. Cada quien prefiere la complicidad a la querella. Sin embargo, las sociedades unificadas, o comunidades, no funcionan sino en dos casos precisos: cuando la entrada es libre y voluntaria (monasterio) o cuando un peligro exterior amenaza fuertemente a la sociedad (Kibbutz). Se puede interpretar el totalitarismo como una voluntad de hacer vivir una sociedad entera en un inmenso monasterio (personalidad anulada, olvido del interés individual en beneficio del interés colectivo, obediencia y sacrificio de si). Pero lo que individuo puede hacer voluntariamente no puede ser impuesto a una sociedad, pues en ese caso es el terror. Sigue siendo cierto que una cierta unidad es a la vez necesaria para la cohesión social, y deseable para la igualdad y la solidaridad que aquella sobreentiende. Un pueblo privado de un mínimo de cohesión no franqueará los siglos, es la historia de los dos soles de Cicerón, o sólo se mantendrá completamente por el terror (imperio). Por lo demás, el sentimiento de solidaridad, el impulso hacia el otro, es tan natural al hombre como el sentimiento egoísta (por lo que, si Aristóteles reclamaba la propiedad privada, coincidía con Platón para decir que había que tener en cuenta igualmente el deseo de compartir, y concluía que la propiedad debía ser privada y el uso común). La unidad de un pueblo es a menudo el producto de las pruebas compartidas, proviene también de una relativa distribución de las riquezas. Por otro lado, la diversidad se valoriza, específicamente en Europa, en razón de la idea cristiana de la persona (substancia autónoma que representa un universo en sí misma, y que no se compara en valor a nada más); el individualismo contemporáneo es una prolongación laicizada de la idea cristiana. El pensamiento europeo tiene el culto al ser singular (edad clásica de Grecia: la estatutaria y la democracia). La conciencia individual de Hegel que emerge de la noche en la que todas las vacas son negras. Las limitaciones del poder y la aparición de la política como arte de gobernar a los hombres libres, tienen como meta preservar las individualidades y sus proyectos propios y garantizar la diversidad. La cuestión que queda por dilucidar es hasta dónde se puede garantizar la diversidad sin provocar caos ni injusticia. ¿Qué hay que pensar, por ejemplo, de los fenómenos recientes llamados PC – políticamente correcto – (cambio del vocabulario para extirpar la connotación infamante de ciertas palabras, reorganización de las enseñanzas para darles cabida a las minorías frente al Dead White European Male) y acción afirmativa (sistema de cuotas para asegurar el lugar de las minorías en el sistema social)? Además del lugar reservado para las categorías otrora despreciadas (mujeres, homosexuales), la cultura ambiente valora las minorías más inesperadas (un simple de espíritu: Forest Gump; un trisómico: el octavo día). Es necesario sin embargo subrayar que ese viento de respeto por las diferencias se surte de un gran conformismo y es a veces sospechoso: los medios no cesan de mostrar los logros deportivos de los minusválidos, como si éstos solo fueran estimables al parecerse a los demás. 10


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Pero a ese respecto, la cuestión es saber si la singularidad es en sí un valor. La dificultad que tenemos para detectar y para reconocer un “bien” universal y objetivo, nos impone valorar cualquier pensamiento o comportamiento. Cada individuo sólo se mide en su propia escala. Aquí, es claramente la coherencia social la que está en juego. Cada quien va a defender su singularidad en el grupo restringido en el que ésta se despliega, y considerará que el interés general representa la adición de los intereses de todos los grupos singulares. Se retorna a la política de los lobbies. ¿Puede durar una sociedad de esta manera? ¿Podrá superar así los períodos difíciles?

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