Arboles viejos y singulares de Pamplona

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Podría haberse tratado de una mera recomendación teórica, una de esas que nunca se llevan a cabo. Pero en el caso de Pamplona, hubo al menos dos momentos en que la sentencia fue llevada a cabo: la conquista de Navarra en el siglo XVI y su posterior defensa, y las invasiones francesas de finales del siglo XVIII y principios del XIX. José María Iribarren, citando a Yanguas y Miranda, escribe que en el año 1543 el Emperador Carlos V “mandó que no hubiese edificios, casas, heredades, ni plantas, en las inmediaciones de las murallas de Pamplona”. También Arazuri se hace eco de las consecuencias de esta turbulenta época para los árboles de Pamplona. Según este investigador, en el siglo XVI, coincidiendo con el derribo de las viejas murallas, el Virrey dio orden a los vecinos de Pamplona prohibiendo edificar, plantar, reparar edificios y reponer lo plantado en el espacio comprendido entre el Prado de San Roque (hoy parte superior y llano de la Cuesta de la Reina) y la Taconera hasta el Castillo (hoy Palacio del Gobierno de Navarra y Plaza del Castillo), y entre éste y el cubo que llaman de Chaparro (la Bajada del Labrit). El otro arboricidio bien documentado es el de 1794, en el que, en palabras de Ignacio Baleztena: “fueron arrancados de raíz cuantos árboles y matorrales levantaban un palmo del suelo”. Y no sólo los árboles. Por el mismo motivo fue derribado por completo el barrio de San Juan de la Cadena, compuesto entonces por una basílica, una corraliza y diez casas habitadas por catorce familias. Otro ejemplo cercano, aunque no afectó directamente al arbolado pamplonés, fue la construcción del fuerte de San Cristóbal, que supuso la tala prácticamente a mata rasa del bosque desde su base hasta la falda del monte, por las razones de seguridad que ya conocemos sobradamente. Así las cosas no es raro que algunos viajeros de aquellos siglos notasen la dramática falta de arbolado de los alrededores de Pamplona. Aunque, para ser sinceros, quizá las hachas tampoco tuvieran excesivo trabajo para dar cuenta de los árboles extramuros. Así vió Pamplona Antonio Ponz en el año 1793, según recoge Iribarren: “Me han dicho –añade Ponz- que la población de

Pamplona es de unos tres mil vecinos. La concha de Pamplona es un pedazo de tierra que parecería un jardín si se hiciesen plantaciones. En las Cortes que el año pasado se celebraron en esta ciudad se han tomado providencias para efectuarlo en todo el reino de Navarra, y no dudo que tendrán efecto, según el empeño con que aquí toman las cosas”.

Ponz ofrece un dato importante que ya apostilló Iribarren, indicando que se estaba aludiendo a la Ley 40 de las Cortes de Navarra, referente a la plantación de árboles y conservación de montes y viveros en todo el territorio. Sin embargo, las guerras que asolaron Navarra durante todo el siglo XIX resultaron nefastas para llevar a buen puerto los excelentes propósitos de la ley. Ignacio Baleztena, autor con fina sensibilidad en este tema de los árboles, se hace eco de esta situación y escribe: “un grabado del año 1820, que representa una vista de Pamplona, tomada de la orilla derecha del Arga, frente al molino de Pynaqui, nos muestra toda la parte de la Cazuela y camino del puente de la Magdalena sin un árbol para muestra. Cuando Víctor Hugo visitó a Pamplona en 1849 dice que la ciudad estaba en medio de una “llanura seca” y que la regaba “un bonito río, el Arga, que nutre unos cuantos chopos”. La guerra del 1873 hizo también desaparecer lo poco que se había repoblado desde esa época”.

Es espeluznante el siguiente relato de un viajero francés de mediados del siglo XIX a su paso por la zona sur de Navarra. No olvidemos, no obstante, que Navarra estaba sumida en una de sus mayores crisis conocidas, todo un siglo XIX plagado de guerras fraticidas y empobrecedoras. El caso es que el señor J. Cenac-Moncaut afirmó que en los pueblos de Navarra “se odia al estilo gótico y al árbol”. Y añadía con saña: “Así la mirada puede pasearse de Tafalla a Tudela sin encontrar un matorral. Más de 20 leguas sin poder poner la cabeza a la sombra. ¡Qué perspectiva para los viajeros que no sean españoles! Nada tan feo y desolado como las montañas de Caparroso y las horribles soledades de las Bardenas… Estamos todavía en la frontera y reconocemos ya esta España donde… los campesinos convencidos de que los robles crían a los gorriones y los sueltan sobre sus trigales, se apresuran a abatir todo arbusto que trate de elevar sus tímidos ramajes en la vecindad de sus campos.”

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