SUPERARSE A SÍ MISMO

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las relaciones que establecemos. En palabras de la escritora Linda Kavelin, en su Guía de virtudes, se trata de realizar un esfuerzo guiado por un propósito noble; un deseo de perfección, que no de perfeccionismo. Es no estar dispuesto a dar menos de lo que realmente somos capaces de dar. Es llegar a ser el mejor amigo, el mejor compañero, la mejor pareja, el mejor educador y el mejor ciudadano que podemos llegar a ser. Es una virtud cardinal por cuanto se encarga de conducirnos al éxito. Pero conlleva una condición: requiere de nosotros una dosis de valor para contrarrestar el miedo al fracaso que solemos sentir y que, a menudo, nos impide esforzarnos lo suficiente. Un temor que, tal vez, nos solemos generar de manera inconsciente para luego justificarnos, pensando que tampoco nos desvivimos mucho por alcanzar nuestra meta. No debemos confundir el deseo de mejorar con el perfeccionismo. Los filósofos suelen decir que uno de los rasgos diferenciadores de los humanos con respecto del resto de las especies es que somos perfectibles; es decir, podemos establecer un ideal y proponernos acercarnos a él. Pero aproximarnos a nuestro horizonte de perfección, cada día un poco más que el anterior, no implica hacer las cosas de modo perfecto. Cada persona tiene su propio proceso de

transformación, y a individuos diferentes les corresponden habilidades y cualidades diferentes a perfeccionar. Como parte de este proceso, debemos esforzarnos en conocer y asumir las debilidades de nuestro carácter y servirnos de nuestras fortalezas para reconvertir también aquellas en virtudes nuestras. Dicen que en la antigua China hubo un extraordinario pintor cuya fama atravesaba todas las fronteras. En las vísperas del año del Gallo, un adinerado comerciante pensó que le gustaría tener en sus aposentos un cuadro que representase a un gallo, pintado por este inigualable artista. Y ofreció una generosa suma de dinero por el encargo al viejo pintor. Este accedió, con una única condición: que debía volver un año más tarde a buscar la pintura. El comerciante soñaba con disfrutar de la obra durante el año del Gallo, pero decidió aceptar la condición. Los meses pasaron lentamente y el comerciante aguardaba a que llegase el ansiado momento de ir a buscar el cuadro que tanto deseaba. Llegado el día, se levantó al alba y acudió de inmediato a la aldea del pintor. Tocó la puerta y el artista lo recibió. Al principio no recordaba quién era. —Vengo a buscar la pintura del gallo… –le dijo el comerciante. —Ah, ¡claro! –contestó el viejo pintor.


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