La abadía de los herejes, Eugeni Verdú

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Capitulum IV

Anne Farré

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laude Gog cumplió su promesa e hizo llegar un pequeño barril de vino a los carceleros. Era de pésima calidad, pero estaba seguro de que a esos miserables les daría igual. En realidad, nada había pagado por ese morapio infecto; lo había obtenido, como casi todo, en recompensa a sus favores, en este caso, del propio tabernero. Gog y los suyos se ocupaban de algo tan simple como echar a los borrachos de la bodega cuando se ponían insoportables, cuidando de devolverlos a casa sin escandalera. Cuando eso sucedía, el alguacil regresaba a la taberna y marcaba una señal en un ajado tonel, de forma tal que según lo pactado cada cinco servicios le suponían ser obsequiado con un barrilete del peor vino y, por supuesto, el derecho a tomar su jarrita diaria. Los dos carceleros llevaban toda la tarde bebiendo, mofándose uno del otro y rivalizando en su singular torneo de flatulencias; pero llegado un momento, aburridos de sus propias gracias e impregnados de lascivia, uno de ellos creyó haber dado con el divertimento adecuado. —¿Qué tal si hacemos una visita a esa bruja barragana? —¡No jodas!, está con sus hijos y su marido. ¡Se van a poner a chillar y alertarán a los guardias de la entrada! —contrapuso su compañero. —¿Y si nos la llevamos al piso inferior? —¿Estás de guasa? ¿A la sala de torturas? Ese es un lugar repugnante… —Ya, pero ahí no hay ventanales, y al menos de esta forma matamos el rato.


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