Antes de que hiele

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la colina, cerca de la playa, la que su padre no quiso comprar. Su padre volvió a escribir: «Terneros quemados. Åkerblom». Después, un número de teléfono. Concluyó la conversación y colgó el auricular. Linda volvió a sentarse frente a él. -¿«Terneros quemados»? ¿Qué es eso? -Sí, es una buena pregunta. -Se levantó-. Tengo que salir. -¿No vas a decirme qué ha pasado? Él se detuvo junto a la puerta, vacilante. Tras unos segundos, tomó una decisión. -De acuerdo, acompáñame. -Estuviste conmigo desde el principio -aseguró ya en el coche-, así que también puedes estar en lo que parece una continuación. -¿El principio de qué? -Lo de los cisnes ardiendo. -¿Ha vuelto a ocurrir? -Pues sí y no. En esta ocasión no se trata de aves. Al parecer, algún loco ha sacado un ternero de un establo, lo ha rociado con gasolina y le ha prendido fuego. El dueño del ternero ha llamado a la policía. Una patrulla de seguridad ciudadana ya ha acudido al lugar. Y yo les había pedido que me llamasen si volvía a suceder. Un sádico, un torturador de animales... No me gusta lo más mínimo. Linda sabía cuándo su padre le ocultaba algo. -No estás diciéndome todo lo que piensas, ¿verdad? -No. Él dio por terminada la conversación y Linda se preguntó por qué habría querido que ella lo acompañase. Se desviaron de la carretera principal, atravesaron las calles desiertas de Rydsgård y se dirigieron al sur, hacia el mar. En una de las salidas los aguardaba un coche de policía. Ellos se pegaron al otro vehículo y, cuando éste se puso en marcha, lo siguieron hasta el camino empedrado que conducía a la finca llamada Vik. -¿Quién se supone que soy yo? -Mi hija -contestó él-. Nadie reparará siquiera en que estás conmigo. A menos que pretendas ser otra cosa que mi hija. Por ejemplo, policía. Salieron del coche. El viento soplaba fuerte y azotaba la fachada de los edificios de la finca. Los dos agentes de seguridad ciudadana los saludaron. Uno de ellos se llamaba Wahlberg; el otro, Ekman. Wahlberg estaba muy resfriado, y Linda, que temía contagiarse, se tapó rápidamente la boca con la mano. Ekman, cuyos ojos miopes parpadearon, se inclinó hacia ella con una sonrisa. -Pensé que no empezarías hasta dentro de dos semanas. -No, ha venido sólo para acompañarme -aclaró expeditivo Kurt Wallander-. ¿Qué ha ocurrido aquí? Se dirigieron a la parte posterior de la casa, donde no hacía mucho que habían construido un establo. El granjero, que estaba arrodillado junto al animal muerto, muy cerca del enorme comedero, era un joven de la misma edad que Linda. «Los campesinos suelen ser viejos», razonó ella. «En mi mente no hay lugar para granjeros de mi edad.» Kurt Wallander alargó la mano y se la estrechó. -Tomas Åkerblom -se presentó el joven. -Ésta es mi hija. Estaba conmigo cuando llamaron y me ha acompañado.

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