Estebanillo González

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que de veinte que me entregaban los multiplicaba en treinta, y con una santa caridad y amor a los prójimos cobraba contribución de los diez. Sucedióme una noche que estaba de guardia visitar a menudo a un estudiante, por verlo que estaba muy fatigado y lleno de bascas; y como mis ojos eran linces y mis manos barrederas, al tiempo de alzarle la cabeza para que arrimase el cuerpo a ella por ver si de aquesta suerte podía mitigar una tose que le ahogaba, columbré una bolsa que tenía debajo del almohada, con doce doblas por piedra fundamental y cincuenta reales de a ocho por chapitel. Reconocí que estaba alerta a la buena guardia, y así dilaté el lance para mejor ocasión; y por que no se sospechase en mí después de cumplida mi pretensión, me puse a lo largo como compañía de arcabuceros; y por sobrevenirle unos desmayos mortales me dieron muchas voces los enfermos que estaban más cercanos a su cama, diciéndome que acudiera presto a ayudar a bien morir a aquel licenciado y a traerle un confesor. Yo, viendo que se llegaba la hora en que él diese cuenta a Dios, y yo tomase cuenta a su bolsa, envié con un compañero mío a que le trujese el capellán mayor, y yo, haciendo del hipócrita, desalado, más por el dinero que por el medio difunto, me eché de buces sobre la cabecera y diciendo: "Jesús, María, en manos tuas, Domine, encomendo espiritu meum", le iba metiendo la mano debajo de la cabecera; y al instante que agarré con la breve mina de tan preciosos metales la fui conduciendo a mi faltiquera, volviendo a repetir: —JESÚS, JESÚS, Dios vaya contigo. Pensaban los circunstantes que el "Dios vaya contigo" lo decía al enfermo, siendo muy al contrario, porque yo lo decía a la bolsa, por el peligro que corría desde la cabecera hasta llegar a ser sepultada en mis calzones. Llegó el confesor y, hallándome ronco de ayudarle a bien morir, me tuvo de allí adelante en buen concepto y agradecióme la caridad. Sentóse sobre la cama del enfermo a oírle de penitencia, porque aún tenía su alma en su cuerpo y sus sentidos muy cabales; porque yo solamente era el que apresuraba su vida, por dar muerte a su dinero. Fue Dios servido que, estando en la mitad de la confesión, le dio un parasismo tan terrible que a un mismo tiempo lo privó de sentido y de vida. Yo acudí con toda voluntad al difunto cadáver, mientras que lo mudaron de la cama de madera a la cuna de tierra, y después le hice decir un par de misas; y por ser, cuando di la limosna para ellas, después de haber almorzado y cargado delantero, mandé que fuesen de salud, que estas obligaciones me corrían por haber quedado su legítimo heredero, sin cláusula de testamento. Abrí aquella mañana la bolsa y, habiendo registrado las tripas della, la metí en el lado del corazón y di por bien empleadas las voces y la mala noche. Viéndome, pues, con tanto dinero y en vida tan estrecha que apenas tenía hora de sosiego ni lugar de echar y derribar con gente de toda broza, pretendí comodidad con más ensanchas, y andando con este presupuesto me salí una tarde a desenfadar al muelle de aquella ciudad; y, estando despacio contemplando tan lindo sitio, pasó a este tiempo por junto a mí mi amo, el alférez don Felipe Navarro del Viamonte, a quien serví en la embarcación de Levante. Conocíle al punto y lleguéle a hablar y a ofrecerme de nuevo en su servicio y a contarle en lo que me ocupaba en aquella corte. Holgóse mucho de verme y díjome como era alférez de la compañía del maestre de campo don Melchor de Bracamonte, y que estaba de partida para Lombardía, para cuyo efeto se había hecho aquel tercio; que si quería volver a ser su segundo alférez y a esguazar como de primero, que me llevaría de buena gana. Yo, por ver a Milán y por salir de la clausura en que estaba y no ser atalaya de muertos y centinela de enfermos, y pareciéndome mucho mejor el son de las cajas que el de las flautas o jeringas, dejé el oficio de


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